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Espartaco No. 29 |
Primavera de 2008 |
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Cuarta Parte
Al generalizar y extender el concepto de la revolución permanente tras la derrota de la Revolución China de 1925-27, León Trotsky explicó en La revolución permanente (1930):
“¿Significa esto, por lo menos, que todo país, incluso un país colonial atrasado, haya madurado ya si no para el socialismo, para la dictadura del proletariado? No. Entonces, ¿qué posición adoptar ante la revolución democrática en general y en las colonias en particular? ¿Dónde está escrito, contesto yo, que todo país colonial haya madurado ya para la resolución inmediata y completa de sus problemas nacionales y democráticos? Hay que plantear la cuestión de otro modo. En las condiciones de la época imperialista, la revolución nacional-democrática sólo puede ser conducida hasta la victoria en el caso de que las relaciones sociales y políticas del país de que se trate hayan madurado en el sentido de elevar al proletariado al poder como dirigente de las masas populares. ¿Y si no es así? Entonces, la lucha por la emancipación nacional dará resultados muy exiguos, dirigidos enteramente contra las masas trabajadoras. En 1905, el proletariado de Rusia no se mostró aún suficientemente fuerte para agrupar a su alrededor a las masas campesinas y conquistar el poder. Por esta misma causa, la revolución quedó detenida a medio camino y después fue descendiendo más y más. En China, donde, a pesar de las circunstancias excepcionalmente favorables, la dirección de la Internacional Comunista impidió que el proletariado luchara por el poder, los objetivos nacionales hallaron una solución mezquina e inconsistente en el régimen del Kuomintang.”
Como en tiempos de Trotsky, hoy existen varios países especialmente atrasados —como Afganistán, Timor Oriental o Ruanda— en los que no hay un proletariado moderno y concentrado con un peso social suficiente para dirigir a las masas oprimidas a llevar a cabo las tareas de la revolución permanente. Aun así, como señalamos respecto a los intelectuales y oficiales militares modernizadores del prosoviético Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) en la década de 1980, los radicales tienen mucho que aprender de las luchas de Gueorguii Plejánov de un siglo antes, pese a las enormes diferencias entre el Afganistán contemporáneo y la Rusia zarista. Aun cuando el proletariado ruso de la década de 1880 era una fuerza social relativamente insignificante, Plejánov luchó por forjar un núcleo de revolucionarios marxistas mediante combates polémicos e ideológicos. Lo crucial es desarrollar un marco marxista-internacionalista, y vincular la lucha por la modernización social y la liberación con la lucha de clases del proletariado en países más avanzados más allá de las fronteras de los países propios.
El diminuto proletariado de Afganistán está superado por un clero islámico mucho más numeroso, y la pequeña población urbana está rodeada por un mar de pastores nómadas y campesinos sin tierra sujetos a los kanes. En abril de 1978, un golpe de estado llevó al poder al PDPA, lo que desató una revuelta islámica reaccionaria apoyada por la CIA. Fue a petición del PDPA que el Ejército Rojo soviético intervino en diciembre de 1979. La Liga Comunista Internacional —entonces tendencia Espartaquista internacional— declaró: ¡Viva el Ejército Rojo en Afganistán! ¡Extender las conquistas sociales de la Revolución de Octubre a los pueblos afganos!
Entendimos que la entrada del ejército soviético planteaba la posibilidad no sólo de derrotar a los asesinos reaccionarios apoyados por el imperialismo, sino de incorporar Afganistán al Asia Central soviética, donde las masas vivían una existencia moderna, años luz más avanzada que la de los pueblos afganos. La retirada del ejército soviético por parte del régimen de Gorvachov en Moscú en 1988-89 fue una traición histórica que no sólo llevó al sangriento dominio muyajedín en Afganistán, sino que abrió las compuertas a la contrarrevolución capitalista en Alemania Oriental y luego en la propia Unión Soviética.
Del mismo modo, en el desesperadamente pobre Nepal, donde fuerzas maoístas llevan a cabo una lucha guerrillera campesina para remplazar a la monarquía con un gobierno burgués de coalición, el proletariado es relativamente insignificante. Sin embargo, durante décadas los nepaleses han cruzado a la India para vivir y trabajar, integrándose al que hoy es el proletariado rápidamente creciente de la India; cientos de miles de nepaleses trabajan en otros puntos de Asia. Una revolución proletaria en la India tendría un efecto masivo e inmediato en Nepal y otros países vecinos, y plantearía la posibilidad de una federación socialista del subcontinente. Un elemento crucial en esta perspectiva proletaria-internacionalista es la lucha por la revolución política obrera en el estado obrero deformado chino, una lucha que debe tener como premisa la defensa militar incondicional de China frente al imperialismo y la contrarrevolución interna.
La lucha independentista de Argelia
Hoy en día, en Sudáfrica y en muchos países semicoloniales como Corea del Sur, el papel del campesinado ya no es la cuestión crucial que era en la Rusia de 1917 o en la China de 1925-27. Sin embargo, la experiencia histórica desde entonces ha demostrado la teoría de la revolución permanente para esos países, que se caracterizan por un desarrollo desigual y combinado.
Los países que pasaron por revoluciones “democráticas” o anticoloniales que no resultaron en el derrocamiento del dominio capitalista siguieron siendo estados burgueses condenados al atraso y a la dominación del imperialismo. Un ejemplo claro es la lucha independentista de Argelia contra Francia en la década de 1950 y principios de la de 1960, una de las revoluciones coloniales más radicales y heroicas del periodo de posguerra. Desde la primera operación militar del Frente de Liberación Nacional (FLN) en noviembre de 1954, tomó más de siete años y un costo de más de un millón de vidas para que las masas argelinas pudieran expulsar a los amos coloniales del país. En esta lucha de liberación nacional, el proletariado argelino desempeñó un papel importante, aunque no políticamente independiente. Junto con el nacionalista burgués FLN, la federación sindical UGTA convocó varias huelgas poderosas, incluyendo una huelga general masiva en julio de 1956.
Cuando finalmente se logró la independencia en 1962, el poder quedó en manos del FLN, que estaba comprometido a mantener el capitalismo con una clase dominante local que dominaba su “propio” pueblo. Diversos izquierdistas, promoviendo acríticamente la retórica “socialista” del FLN, desempeñaron un papel directo ayudando a consolidar un régimen burgués antiobrero en la Argelia independiente. El Partido Comunista Argelino se liquidó en el FLN en 1956, y la organización que lo sucedió fue ilegalizada tan pronto como el FLN llegó al poder. Aun así, los estalinistas siguieron sirviendo dentro de la maquinaria del FLN después de la independencia como propagandistas, administradores y burócratas de la UGTA. El “trotskista” revisionista Michel Pablo fue asesor económico del más alto rango del gobierno de Ahmed Ben Bella del FLN y un instrumento eficaz para el encadenamiento de la clase obrera al gobierno capitalista.
El FLN prohibió las huelgas de trabajadores del sector público e impuso un control férreo sobre la clase obrera organizada. También desmovilizó a miles de mujeres que habían luchado valerosamente contra el colonialismo francés y reforzó la subyugación de la mujer, incluso mediante referencias a la ley islámica. La minoría étnica beréber, cuyos militantes habían desempeñado un papel excepcionalmente prominente en la lucha independentista, fue sometida a una cruel represión. El gobierno del FLN allanó el camino a una brutal dictadura militar y al ascenso masivo de un movimiento fundamentalista islámico comprometido a mantener la esclavización de la mujer, a revertir los esfuerzos modernizadores y a desatar un terror salvaje contra los obreros y las minorías.
La Revolución Cubana
Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial también hubo varias revoluciones en países atrasados que destruyeron el dominio de clase capitalista y derrocaron el yugo de la dominación imperialista. Cuando el Ejército de Liberación Popular, de base campesina, de Mao Zedong tomó el poder de manos del Guomindang agonizante en 1949, el estado que resultó no fue una “Nueva Democracia” basada en el “bloque de cuatro clases” —el discurso del Partido Comunista estalinista (PCCh)—, sino una dictadura del proletariado, si bien burocráticamente deformada de origen. Las revoluciones sociales dirigidas por estalinistas en Yugoslavia, Corea del Norte y Vietnam del Norte (extendida en 1975 a Vietnam del Sur), también resultaron en estados obreros burocráticamente deformados. Derrocamientos sociales similares ocurrieron también en las “Democracias Populares” establecidas bajo la égida del Ejército Rojo en el resto de Europa Oriental y Alemania Oriental.
Michel Pablo, entonces dirigente de la IV Internacional que se había fundado bajo la dirección de Trotsky en 1938, aprovechó estos derrocamientos sociales de posguerra para repudiar la importancia central de una dirigencia revolucionaria consciente y argumentó por la liquidación de las organizaciones trotskistas en diversos partidos estalinistas y socialdemócratas. Este revisionismo llevó a la destrucción de la IV Internacional en 1951-53. A principios de la década de 1960, la dirección del Socialist Workers Party (SWP) estadounidense, que había roto con Pablo en 1953, adoptó conclusiones revisionistas similares en su adulación a la dirigencia castrista pequeñoburguesa de la Revolución Cubana (ver: “Génesis del pablismo”, Cuadernos Marxistas No. 1, 1975).
Fidel Castro dirigió una fuerza guerrillera de intelectuales pequeñoburgueses y campesinos, el Movimiento 26 de Julio, que estaba temporalmente alienado de la burguesía y era independiente del proletariado. Bajo condiciones ordinarias, tras haber derrocado en enero de 1959 la dictadura corrupta de Batista que estaba apoyada por EE.UU., los rebeldes habrían seguido los pasos de los innumerables movimientos similares en América Latina, que esgrimen una retórica radical-democrática para reafirmar el control burgués. Pero, con el viejo aparato estatal capitalista destruido, en 1960-61 el régimen de Castro nacionalizó las propiedades estadounidenses y de los capitalistas locales, y crearon un estado obrero deformado. La existencia de la Unión Soviética fue crucial en este proceso, porque suministró al régimen de Castro no sólo un modelo sino, de manera más importante, la ayuda económica y el escudo militar que ayudó a detener la mano de la bestia imperialista estadounidense, a sólo 145 kilometros de distancia.
Fue sólo como resultado de circunstancias excepcionales
—la ausencia de la clase obrera como contendiente por el poder para sí, el cerco hostil del imperialismo, la huida de la burguesía nacional y un salvavidas lanzado por la Unión Soviética— que el gobierno pequeñoburgués de Castro pudo terminar por aplastar las relaciones de propiedad capitalistas (ver: “Cuba y la teoría marxista”, Cuadernos Marxistas No. 2, 1974). Circunstancias similares permitieron la creación de estados obreros deformados en Yugoslavia y otros lugares por parte de fuerzas pequeñoburguesas con direcciones estalinistas tras la Segunda Guerra Mundial.
Nuestra tendencia, que se originó como la Revolutionary Tendency (RT) del SWP, nació en una lucha por defender el programa de Trotsky contra el pablismo de la mayoría del SWP. Pintando a Castro como un trotskista inconsciente, el SWP afirmaba:
“En el camino de una revolución que comienza por simples reivindicaciones democráticas y que termina en la destrucción de las relaciones de propiedad capitalista, la guerra de guerrillas realizada por los campesinos sin tierra y fuerzas semiproletarias, bajo una dirección que se encuentra empeñada en proseguir la revolución hasta su término, puede jugar un papel decisivo para minar el poder colonial o semicolonial, y precipitar su caída. Ésta es una de las principales lecciones de la experiencia de posguerra. Debe ser conscientemente incorporada a la estrategia de construcción de partidos marxistas revolucionarios en los países coloniales.”
—Comité Político del SWP, “Por la pronta reunificación del movimiento trotskista mundial”, en La dialéctica actual de la revolución mundial (Pathfinder Press, 1974)
En contraposición directa, la RT sostenía la teoría trotskista de la revolución permanente y afirmaba:
“La experiencia desde la Segunda Guerra Mundial ha demostrado que la guerra de guerrillas basada en los campesinos bajo una dirección pequeñoburguesa no puede por sí sola llegar más allá de un régimen burocrático antiobrero. La creación de estos regímenes ha ocurrido bajo las condiciones de la decadencia del imperialismo, la desmoralización y desorientación causadas por la traición estalinista, y la ausencia de una dirección revolucionaria marxista de la clase obrera. La revolución colonial puede tener un signo inequívocamente progresista sólo bajo tal dirección del proletariado revolucionario. Para los trotskistas, el incorporar a su estrategia el revisionismo sobre la cuestión de la dirección proletaria de la revolución es una profunda negación del marxismo-leninismo, cualquiera que sea el beato deseo expresado al mismo tiempo de ‘construir partidos marxistas revolucionarios en los países coloniales’. Los marxistas deben oponerse resueltamente a cualquier aceptación aventurera de la vía al socialismo a través de la guerra de guerrillas campesina, análoga históricamente al programa táctico socialrevolucionario contra el que luchó Lenin.”
—“Proyecto de resolución sobre el movimiento mundial” (1963); reimpreso en Spartacist (edición en español) No. 33, enero de 2005
La Revolución Cubana demostró una vez más que no hay un “tercer camino” entre la dictadura del capital y la dictadura del proletariado. En este sentido, confirmó la teoría de la revolución permanente. Pero la Revolución Cubana estuvo muy lejos de la revolución proletaria y socialista que dirigieron los bolcheviques en Rusia en 1917. En Cuba, como en los otros estados obreros deformados, el camino a un mayor desarrollo socialista quedó bloqueado por el dominio político de una burocracia parasitaria y nacionalista. Retomando el dogma estalinista y antirrevolucionario del “socialismo en un solo país”, el régimen de Castro ha sido hostil a la lucha por la revolución mundial. En su lugar, ha promovido formaciones burguesas “progresistas”, desde el gobierno de frente popular de Allende en Chile a principios de la década de 1970, que resultó en un baño de sangre contra los obreros, hasta el régimen nacional-populista de Hugo Chávez en Venezuela hoy.
Como fue el caso en el estado obrero degenerado soviético, lo que se necesita en Cuba y los demás estados obreros deformados que quedan es el resquebrajamiento de la burocracia mediante una revolución política proletaria que establezca órganos democráticos de dominio obrero basados en el internacionalismo revolucionario. Los trotskistas basamos esta perspectiva en la defensa militar incondicional de los estados obreros frente a un ataque imperialista y la contrarrevolución capitalista interna.
Hasta los límites de sus modestas fuerzas, la LCI luchó en Alemania Oriental y la Unión Soviética por conducir a la clase obrera a derrotar las fuerzas de la restauración capitalista y echar a los regímenes estalinistas en proceso de desintegración, que habían minado a los estados obreros y al final capitularon a la contrarrevolución respaldada por el imperialismo. Hoy sostenemos el mismo programa con respecto a China, Cuba, Vietnam y Corea del Norte y luchamos por la revolución socialista en los países capitalistas, desde el Tercer Mundo hasta los centros imperialistas de Estados Unidos, Japón y Europa Occidental.
Revolución permanente vs. nacionalismo populista
La destrucción contrarrevolucionaria de la Unión Soviética y los estados obreros de Europa Oriental y Central tuvo efectos desastrosos para la población de esas sociedades y fue una derrota histórico-mundial para los obreros y los oprimidos internacionalmente, con el balance de fuerzas dramáticamente alterado a favor del imperialismo. Los trabajadores de los antiguos estados obreros han sido sumidos en la pobreza masiva, las carnicerías étnicas y otros horrores. En los centros imperialistas, los gobernantes capitalistas han tasajeado las conquistas arduamente obtenidas por los obreros, y se han dado vastos ataques a los inmigrantes y las minorías. Con una fuerza militar que supera por mucho la de cualquier otro país, el imperialismo estadounidense en particular ha pasado por encima de los pueblos del Medio Oriente y otros lugares, mientras las medidas de austeridad impuestas por el imperialismo han empujado a las masas del Tercer Mundo a una miseria aún mayor.
El profundo retroceso en la conciencia que resultó de la destrucción de la URSS ha llevado incluso a los obreros combativos y a la juventud radicalizada a descartar el programa marxista de la revolución proletaria como, en el mejor de los casos, un sueño de opio. En su lugar, muchos izquierdistas ven la resurrección del nacionalismo populista burgués en América Latina, ejemplificado por Hugo Chávez en Venezuela, como el camino al “socialismo del siglo XXI”, para usar la expresión de Chávez. Entre los que promueven estas ilusiones está la escritora cubana Celia Hart, partidaria del régimen de Castro y autoproclamada trotskista, que en una entrevista reciente con la publicación seudotrotskista argentina El Militante (6 de julio de 2007) canta las alabanzas del “proceso revolucionario venezolano, que cada vez se va radicalizando más a la izquierda”.
Hart afirma que “muchos de los revolucionarios que en Cuba dejaron de hablar de socialismo
ahora ven que en Venezuela se habla de Socialismo con gran naturalidad, y ahora ellos también quieren hablar de socialismo, más allá de los epítetos extraños que algunos le quieren poner al socialismo: del Siglo XXI, aquél que es posible hacer sin expropiar a los capitalistas locales, etc.” Hablando del llamado de Chávez por el “socialismo”, Hart añade: “Es pues ver cómo las tesis de la Revolución Permanente de aquel ruso en 1905 se manifiesta [sic] un siglo después.”
De igual manera, en México, el izquierdista Guillermo Almeyra, en un artículo titulado “Trotsky en el siglo XXI” de La Jornada (19 de agosto de 2007), un periódico que apoya al nacionalista burgués Partido de la Revolución Democrática (PRD), afirma: “La actitud de países pobres como Venezuela o Cuba en su ayuda solidaria se inscribe, conscientemente o no, en esta línea del pensamiento de Trotsky, que Lenin compartía.” En su “defensa” de la revolución permanente, Almeyra, un antiguo pablista que ahora apoya “críticamente” al PRD, convierte la lucha de Trotsky por la continuidad con el bolchevismo de Lenin en el cuento de la “democracia” versus el “partido monolítico” y concluye advirtiendo contra los seguidores “dogmáticos” y “talmúdicos” del trotskismo de hoy.
Sabiéndolo o no, Hart y Almeyra hacen eco a la línea del SWP de que Castro era un trotskista inconsciente. Decir esto de Hugo Chávez es verdaderamente pasmoso. Desde su elección como presidente en 1998, Chávez ha dirigido parte de las inmensas ganancias que la burguesía venezolana ha obtenido aprovechando los disparados precios del petróleo para proporcionar más servicios sociales a las masas pobres. Mientras tanto, el gobierno ha subido los impuestos a las compañías petroleras extranjeras, que continúan embolsando sus ganancias. Las medidas sociales desarrolladas durante el régimen de Chávez, y el hecho de que ostente ser zambo (de herencia africana e indígena), le ha ganado el desprecio de la blanquísima oligarquía. También ha incurrido en la furia de Washington por su amistad con la Cuba de Castro y sus puntuales denuncias de los prepotentes imperialistas estadounidenses. En caso de un intento de golpe respaldado por Estados Unidos, como el de 2002, llamamos por la defensa militar del régimen de Chávez.
Pero Chávez no es ningún socialista. Ha procedido a apretar la camisa de fuerza del control estatal capitalista sobre el movimiento obrero venezolano y, como lo admite incluso Hart, no se dispone a llevar a cabo la expropación de la burguesía venezolana. Como señalamos en “Venezuela: Nacionalismo populista vs. revolución proletaria” (Espartaco No. 25, primavera de 2006):
“Cuando el ejército rebelde de Castro entró a La Habana el 1º de enero de 1959, el ejército burgués y todo el resto del aparato estatal capitalista que había sostenido a la dictadura de Batista, apoyada por EE.UU., colapsaron. Para cuando Castro declaró a Cuba “socialista” en 1961, la burguesía cubana y los imperialistas estadounidenses con sus secuaces de la CIA y de la mafia habían huido, y la totalidad de la propiedad capitalista, incluyendo hasta al último vendedor de helados, había sido expropiada. Lo que se creó en Cuba fue un estado obrero burocráticamente deformado. Por el contrario, Chávez llegó al poder y gobierna como jefe del estado capitalista, la burguesía venezolana está vivita y coleando, y los imperialistas siguen llevando a cabo lucrativos negocios con Venezuela, pese a las amenazas y provocaciones de la Casa Blanca.”
Hart y Almeyra han puesto de cabeza la revolución permanente para justificar su apoyo a populistas burgueses que son, tanto como los políticos neoliberales, oponentes de clase de la victoria de los obreros y los pobres urbanos y rurales. La esencia programática de la revolución permanente es la lucha por la independencia de clase del proletariado frente a todas las alas de la burguesía semicolonial, sin importar cuán “progresistas” o “antiimperialistas” sean sus declaraciones. Esa lucha sólo puede realizarse mediante el forjamiento de partidos obreros revolucionarios e internacionalistas en oposición a todas las variantes de nacionalismo burgués. La LCI lucha por reforjar la IV Internacional, partido mundial de la revolución socialista.
La modernización de la España capitalista
Pese al sustancial desarrollo industrial de las décadas recientes, Brasil, Corea del Sur y las llamadas economías “tigres” del sudeste asiático no han podido escapar de la subyugación imperialista. Sin embargo, ha habido un puñado de países en la periferia de Europa que se las han arreglado —con un gran costo humano y en el contexto de guerras, contrarrevoluciones y otros grandes sucesos mundiales— para desarrollarse de sociedades agrarias atrasadas a estados capitalistas modernos como parte del consorcio imperialista europeo. Por ejemplo, en el periodo previo a la Primera Guerra Mundial, Finlandia era un reducto de atraso económico, con un numeroso campesinado oprimido, que había sido parte del imperio zarista ruso. Pero el intento de consumar una revolución proletaria tras la victoria bolchevique en Rusia fue ahogado en sangre por la dictadura militar de Mannerheim, apoyada por el imperialismo, y la Finlandia capitalista fue integrada subsecuentemente a la Europa imperialista.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, España era un perfecto ejemplo de desarrollo desigual y combinado, donde las tareas de la revolución permanente eran manifiestas. Un vasto campesinado era explotado brutalmente por una clase terrateniente derivada de la vieja nobleza feudal, que se traslapaba fuertemente con la burguesía urbana. La poderosa Iglesia Católica, que ejercía el monopolio de la educación de los niños, era el mayor terrateniente del país y también tenía fuertes inversiones en la industria y las finanzas. Además, entonces como ahora, el estado español contenía dentro de sus fronteras naciones oprimidas como los vascos y los catalanes. En medio del atraso social, también existía una clase obrera joven y combativa compuesta en buena parte por jóvenes campesinos que conservaban estrechos lazos con sus familias en el campo.
La Guerra Civil Española de 1936-39 planteó a quemarropa la posibilidad de la revolución proletaria. Pero esta oportunidad fue traicionada por los estalinistas, los socialistas y los anarquistas que fueron el principal apoyo del gobierno republicano burgués, un frente popular que también fue traidoramente apoyado por el centrista POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Mediante el desarme y la supresión del proletariado revolucionario, realizados principalmente por los estalinistas, el frente popular allanó el camino para la victoria de las fuerzas derechistas del generalísimo Francisco Franco, quien a partir de entonces gobernó España con puño de hierro durante casi cuatro décadas.
Los sucesos que vivió España entre la década de 1930 y la de 1980, tanto al nivel económico como político, estuvieron determinados y se consolidaron en buena medida por la cambiante situación internacional. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. forjó una alianza política y militar (OTAN) con los gobiernos capitalistas de Europa Occidental como parte de la Guerra Fría imperialista contra la Unión Soviética. Al aliarse con el imperialismo estadounidense, el régimen de Franco sacó a España de su aislamiento internacional anterior. (El país ni siquiera había sido admitido en la Organización de las Naciones Unidas cuando ésta se fundó.) En 1953, Washington desechó un embargo económico a España autorizado por la ONU a cambio de que se le permitiera poner bases estadounidenses en el país. España se volvió un beneficiario de los préstamos del gobierno de EE.UU. y, de manera más importante, comenzó a aumentar sus vínculos económicos con el resto de Europa Occidental.
A partir de la década de 1960, España experimentó una tasa acelerada de crecimiento económico que con el tiempo llevaría a una sociedad predominantemente urbana y culturalmente cosmopolita con un producto interno bruto per capita anual (25 mil 300 dólares) no muy por debajo del de Italia (Economist, Pocket World in Figures, 2007). En The Economic Transformation of Spain and Portugal (1978), el economista estadounidense Eric N. Baklanoff resumió los factores que permitieron lo que fue llamado el “milagro económico” español: “Fue, pues, la economía internacional, y muy especialmente la Comunidad Económica Europea y Estados Unidos, lo que le brindó a España mercados emergentes para sus productos, le envió millones de turistas con capacidad de gasto, invirtió en sus fábricas y bienes raíces, y empleó una buena porción de su mano de obra ‘excedente’.” La inversión extranjera privada subió de 40 millones de dólares en 1960 a 800 millones en 1973. Atraídos por la mano de obra relativamente barata de España, los capitalistas estadounidenses, alemanes y británicos concentraron sus inversiones en la manufactura, especialmente las industrias automotriz y química.
El boom económico de la década de 1960 y principios de la de 1970 llevó a la liquidación efectiva de la pequeña propiedad campesina. La mano de obra agrícola declinó de 5.3 millones en 1950 a 2.9 millones en 1975, y luego a 2.4 millones en 1980. Las pequeñas parcelas familiares, que dependían del trabajo manual y los animales de carga, se fueron remplazando cada vez más por granjas más grandes y mecanizadas. La porción de la mano de obra que participaba en la agricultura declinó del 48 por ciento en 1950 al 13 por ciento en 1990 (Carlos Prieto del Campo, “¿Primavera en España?” New Left Review, marzo-abril de 2005). Actualmente, la mano de obra agrícola de España consiste centralmente en inmigrantes de África del Norte y otras regiones.
Tras la muerte de Franco en 1975, España experimentó una ola masiva de huelgas obreras que planteaban demandas tanto económicas como políticas. En ese momento, la clase dominante española y sus socios mayores en Washington y en las capitales de la Europa de la OTAN reconocieron que la única forma de restaurar el orden político y social era llegar a un acuerdo con los partidos obreros reformistas del país, que habían sido ilegalizados por el régimen de Franco. A finales de 1977, a cambio de la legalización de sus partidos y la promesa de “democratización”, los líderes comunistas y socialistas desmovilizaron al movimiento obrero, terminando así con el mayor desafío al dominio burgués en España desde el final de la Guerra Civil. Bajo la tutoría de la socialdemocracia germana occidental, el Partido Socialista Obrero Español se ha convertido en un bastión de un régimen parlamentario burgués estable. Claramente, la perspectiva de la revolución permanente respecto a las tareas históricas asociadas con la revolución democrático-burguesa ya no aplica a España.
Irlanda es otro país europeo que ha estado históricamente marcado por el atraso socio-económico, incluyendo una economía predominantemente agraria y el papel dominante que desempeña la Iglesia Católica en la sociedad. Además, una porción significativa de la nación católica irlandesa constituye una minoría oprimida en el miniestado de Irlanda del Norte dominado por los protestantes del Úlster, que forma parte del estado imperialista británico.
Para lidiar con el intenso conflicto nacional entre estos dos pueblos geográficamente interpenetrados, escribimos en “Tesis sobre Irlanda” (Spartacist [edición en inglés] No. 24, otoño de 1977): “Irlanda, como otras situaciones de pueblos interpenetrados como en el Medio Oriente y Chipre, es una confirmación tajante de la teoría de Trotsky de la revolución permanente.” Las tesis dejan claro que en los casos de pueblos interpenetrados no puede haber una solución democrática y equitativa de la cuestión nacional dentro del marco del capitalismo: “En tales circunstancias, el ejercicio de autodeterminación de uno u otro pueblo en la forma del establecimiento de su propio estado burgués sólo puede realizarse negándole ese derecho al otro.” Mientras nos oponemos a la opresión de los católicos irlandeses en el norte, también nos oponemos a una reunificación forzada de Irlanda, que significaría la opresión de la población protestante del Úlster en un estado dominado por los católicos. La Spartacist League/Britain, sección de la LCI, exige el retiro inmediato de las tropas británicas de Irlanda del Norte y llama por una república obrera irlandesa dentro de una federación de repúblicas obreras de las Islas Británicas.
Sin embargo, una discusión posterior dentro de la LCI concluyó que referirse a la revolución permanente en este contexto es teóricamente confuso, porque mezcla una solución democrática a la cuestión nacional en una sociedad capitalista avanzada con las tareas históricas de la revolución burguesa. Por más de un siglo, Irlanda ha estado integrada a la economía de las Islas Británicas, ya que una buena porción del proletariado irlandés trabaja en fábricas y obras en Londres y otras ciudades. Y, en décadas recientes, la membresía de Irlanda en la Unión Europea ha desempeñado un papel importante en el mayor desarrollo económico del país.
El concepto de revolución permanente no se trata de la relación entra la revolución proletaria y las cuestiones democráticas en general. En muchos países capitalistas avanzados existen instituciones reaccionarias heredadas del pasado feudal —como las monarquías española, británica y japonesa o el papel privilegiado del Vaticano en Italia— que desempeñan un papel muy importante en el mantenimiento del orden burgués actual. En EE.UU., la opresión institucionalizada de la población negra —una cuestión estratégica para la revolución proletaria— es un legado de la esclavitud. En todos estos casos, sólo la revolución proletaria socialista puede eliminar la opresión nacional, racial y étnica. Esto subraya la necesidad de forjar partidos leninistas-trotskistas de vanguardia que actúen como un tribuno del pueblo.
¡Por el internacionalismo proletario!
Como claramente presentó Trotsky en La revolución permanente:
“El triunfo de la revolución socialista es inconcebible dentro de las fronteras nacionales de un país. Una de las causas fundamentales de la crisis de la sociedad burguesa consiste en que las fuerzas productivas creadas por ella no pueden conciliarse ya con los límites del Estado nacional. De aquí se originan las guerras imperialistas, de una parte, y la utopía burguesa de los Estados Unidos de Europa, de otra. La revolución socialista empieza en la palestra nacional, se desarrolla en la internacional y llega a su término y remate en la mundial. Por lo tanto, la revolución socialista se convierte en permanente en un sentido nuevo y más amplio de la palabra: en el sentido de que sólo se consuma con la victoria definitiva de la nueva sociedad en todo el planeta.”
En México, Sudáfrica y otras partes, muchos izquierdistas señalan el tremendo poderío económico y militar de EE.UU. para concluir que una revolución obrera sería necesariamente aplastada por los imperialistas. Nadie negaría que EE.UU. y otras potencias capitalistas representan un obstáculo formidable a las revoluciones proletarias. Pero los países imperialistas son sociedades divididas en clases con profundo descontento y contradicciones insolubles, lo que necesariamente lleva a la lucha de clases y otras luchas sociales. En el curso de una lucha de clases tajante y mediante el instrumento de un partido revolucionario que eduque pacientemente a la clase obrera no sólo en el entendimiento de su propio poder, sino también de sus intereses históricos, los obreros cobrarán conciencia de sí mismos como una clase que lucha para sí y por todos los oprimidos contra el orden capitalista.
Las precondiciones de la revolución serán distintas en distintas partes del mundo. Cuando éstas se cumplan, la situación en cualquier país en particular y en el mundo será distinta a la actual, y la conciencia de la clase obrera habrá cambiado significativamente. Nuestra lucha por forjar partidos leninistas de vanguardia se basa en el entendimiento de que, cuando estos partidos echen raíces en la clase obrera, esto reflejará un cambio cualitativo en la conciencia política del proletariado.
Las luchas del proletariado en el mundo semicolonial están totalmente entrelazadas con las de los obreros de los centros imperialistas. Una revolución proletaria en México tendría un impacto masivo en el proletariado multirracial estadounidense, cuyo creciente componente latino constituye un puente humano entre las luchas de los obreros en EE.UU. y en América Latina. Un levantamiento revolucionario proletario en Sudáfrica resonaría poderosamente entre los trabajadores y los jóvenes del mundo, especial, pero por cierto no únicamente, entre la población negra que forma una capa de importancia estratégica de la clase obrera en EE.UU. y Brasil. Una revolución obrera en Sudáfrica también encendería luchas a lo largo del continente, destruyendo al gendarme regional del África subsahariana. A su vez, una toma proletaria del poder estatal en alguno de los países imperialistas tendría enormes repercusiones revolucionarias en Asia, África y América Latina.
En la serie “El barril de pólvora sudafricano” publicada en 1994 en Workers Vanguard, escribimos:
“Por el momento, Sudáfrica es un eslabón debilitado en la cadena del sistema capitalista mundial que ata a las neocolonias del Tercer Mundo a los estados imperialistas de Norteamérica, Europa Occidental y Japón. Es necesario movilizar las fuerzas del proletariado para romper esa cadena en sus eslabones más débiles, y luego luchar como locos para llevar la batalla a los centros imperialistas, buscando aliados contra el enemigo cruel de todos los oprimidos: el capital internacional. Así, la lucha por construir un Partido Bolchevique sudafricano es inseparable de la lucha que nosotros, en la Liga Comunista Internacional, estamos dando para reforjar una IV Internacional auténticamente trotskista.”
La lucha por la revolución socialista mundial ciertamente no es fácil. Pero lo que verdaderamente es imposible es que la subordinación de la clase obrera al enemigo de clase resulte en algo distinto a la continuación del círculo vicioso de derrotas y traiciones desmoralizantes. |
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