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Spartacist (edición en español) Número 38

Diciembre de 2013

Larissa Reissner sobre el Ejército Rojo de Trotsky

La batalla de Sviyazhsk, leyenda revolucionaria

(Mujer y Revolución)

A continuación publicamos un testimonio de la batalla de Sviyazhsk y Kazán, punto de inflexión de la Guerra Civil que estalló en 1918 contra la victoriosa Revolución de Octubre. La autora de este testimonio presencial, escrito en 1922, fue la periodista política bolchevique Larissa Reissner, quien participó en la batalla como soldado del Ejército Rojo.

La presente traducción al español —hasta donde sabemos, la única completa— se realizó a partir de la versión en Spartacist (Edición en inglés) No. 63 (invierno de 2012-13), a su vez tomada de la traducción en lengua inglesa de John G. Wright y Amy Jensen que se publicó en el número de junio de 1943 de Fourth International, órgano teórico del entonces trotskista Socialist Workers Party (Partido Obrero Socialista). En esta traducción hemos utilizado la transliteración moderna de Sviyazhsk, ciudad a la cual las más de las veces la literatura trotskista en español se ha referido como “Sviask”.

En 1918, en medio de la devastación que produjo la Primera Guerra Mundial, el joven estado obrero enfrentaba una ofensiva contrarrevolucionaria por parte de catorce fuerzas expedicionarias imperialistas y aliadas, así como una serie de ejércitos de las guardias blancas zaristas coludidas con los terratenientes y capitalistas derrocados (ver “El liberalismo burgués contra la Revolución de Octubre”, p. 4). A finales del verano, el Ejército Rojo, bajo la dirección de León Trotsky, entabló una batalla a unos 800 kilómetros al este de Moscú en las cercanías de Kazán, sobre el río Volga. Fue en esa campaña cuando se utilizó por primera vez el famoso tren blindado de Trotsky, como centro de mando estacionado en Sviyazhsk. Pese a una abrumadora inferioridad numérica, los soldados del Ejército Rojo repelieron a los contrarrevolucionarios checoslovacos a fuerza de pura determinación, de heroísmo y de abnegación revolucionarios. Esa victoria permitió la rápida concentración de unidades del Ejército, la Flota y la Flota Aérea rojos para la toma de Kazán, donde un levantamiento obrero contribuyó también a expulsar a los blancos. En 1922, Trotsky escribiría sobre aquellas batallas:

“De una masa vacilante, inestable, atomizada, se creó un verdadero ejército. Los nuestros tomaron Kazán el 10 de septiembre de 1918; al día siguiente reconquistaron Simbirsk. Este momento representa una fecha memorable en la historia del Ejército Rojo. De pronto se tenía la sensación de pisar terreno firme. Ya no eran los primeros ensayos impotentes; ahora podíamos y sabíamos combatir y vencer”.

— “El camino del Ejército Rojo” (mayo de 1922), Cómo se armó la revolución: escritos militares (Buenos Aires: Ediciones del IPS, 2006)

En el vívido ensayo de Reissner estos sucesos cobran vida.

Una comunista heroica

Larissa Reissner nació en 1895 en Lublín, Polonia, entonces bajo el dominio del zarismo ruso, en una familia de origen polaco-ruso-alemán. Pasó sus primeros años en Tomsk, la capital siberiana, donde su padre, Mijaíl, había conseguido una cátedra de leyes. Huyendo de la represión zarista, en 1903 su familia se trasladó a Berlín, donde Larissa pasaría cuatro años. Entre los visitantes asiduos de su casa había revolucionarios rusos exiliados y dirigentes de la socialdemocracia alemana, como Karl Liebknecht. Su padre militó en el bolchevismo durante unos años. A su regreso a Rusia, Larissa llevó una vida privilegiada e intelectualmente activa en San Petersburgo, frecuentando círculos socialistas y escribiendo artículos y piezas literarias.

Unos meses después de la toma del poder, Reissner se unió al Partido Bolchevique y llegaría a convertirse en la primera comisaria política del Ejército Rojo. Durante cinco años estuvo casada con Fiódor Raskólnikov, uno de los líderes bolcheviques de la revuelta de la guarnición naval de Kronstadt en julio de 1917. Durante el sitio de Kazán, Raskólnikov fue nombrado Comandante de la Flotilla Naval del Volga; Reissner dirigía la sección de inteligencia de la Flota del Volga, especializándose en misiones de espionaje detrás de las líneas enemigas.

A donde quiera que fuera, Reissner escribía apasionadamente sobre sus experiencias en la revolución. Karl Rádek, quien fuera su compañero de los últimos años, escribió tras la muerte de Reissner por tifus en 1926 que ella “no era una artista contemplativa sino una artista combativa que ve las luchas desde dentro y sabe cómo comunicar su dinámica, la dinámica del destino de la humanidad” (Richard Chappell, ed., Hamburgo en las barricadas y otros escritos sobre la Alemania de Weimar [México: Ediciones Era, 1981]).

A principios y mediados de los años 20 aparecieron en Rusia numerosas compilaciones de los artículos y ensayos de Reissner, algunas de las cuales se publicaron también en español y alemán, pero es poco lo que se ha publicado en otros idiomas. Entre sus obras se cuentan Front 1918-1919, de donde procede el artículo “Sviyazhsk”, el cual reúne sus bosquejos de la Guerra Civil; en México se publicó un pequeño folleto con una selección de sus textos bajo el título El frente (SEP, 1988), pero se dejó fuera “Sviyazhsk”. Están también Afganistán, basado en sus experiencias como parte de la delegación diplomática soviética en la corte del emir; Carbón, hierro y hombres vivientes, con artículos de sus viajes por las zonas industriales del joven estado obrero ruso; y En el país de Hindenburg, en el que describe las fábricas, la tecnología —en sus palabras, “los santuarios”— de Alemania (los tres publicados en español en el compendio titulado Hombres y máquinas [Madrid: Ed. Cenit, 1929]). Hamburgo en las barricadas, con viñetas de los días de la abortada revolución de 1923 en Alemania, donde Reissner era representante de la Comintern, está disponible en español, inglés y alemán.

Reissner narra el papel heroico que cumplieron muchos individuos en la batalla de Sviyazhsk. Ella también desempeñó una parte importante en aquella ardua victoria. En su autobiografía Mi vida (1929), Trotsky escribió respecto a ella:

“Larissa Reissner, la que llamó a Iván Nikitich ‘la conciencia de Sviyazhsk’, ocupa también un puesto importante en el quinto ejército como en la revolución en general. Esta maravillosa mujer, que fue el encanto de tantos, cruzó por el cielo de la revolución, en plena juventud, como un meteoro de fuego. A su figura de diosa olímpica unía una fina inteligencia aguzada de ironía y la bravura de un guerrero. Después de la toma de Kazán por las tropas blancas se dirigió, vestida de aldeana, a espiar en las filas enemigas. Pero en su aspecto había algo de extraordinario que la delató. Un oficial japonés de espionaje le tomó declaración. Aprovechándose de un descuido se lanzó a la puerta, que estaba mal guardada, y desapareció. Desde entonces trabajaba en la sección de espionaje. Más tarde, se embarcó en la flotilla del Volga y tomó parte en los combates. Dedicó a la Guerra Civil páginas admirables, que pasarán a la literatura con valor de eternidad. Supo pintar con la misma plasticidad la industria de los Urales que el levantamiento de los obreros de la cuenca del Ruhr. Todo lo quería saber y conocer, en todo quería intervenir. En pocos años se convirtió en una escritora de primer orden. Y esta Palas Atenea de la revolución, que había pasado indemne por el fuego y por el agua, fue a morir, de pronto, presa de tifus, en los tranquilos alrededores de Moscú, cuando aún no había cumplido los treinta años”.

La perspectiva de la emancipación de la mujer

El joven estado obrero movilizó a las masas obreras y campesinas en una guerra política y militar contra la invasión imperialista y en defensa de la revolución proletaria. Inspiradas en parte por la promesa bolchevique de la emancipación de la mujer, decenas de miles de mujeres se alistaron en el ejército como soldados, enfermeras, comandantes y dirigentes políticas. Sus talentos como espías resultaron tan valiosos que Lenin ordenó el establecimiento de una escuela especial donde muchas jóvenes fueron entrenadas para llevar a cabo misiones de espionaje, exploración y sabotaje tras las líneas blancas. Muchas de ellas, como Varsénika Kasparova, quien durante la Guerra Civil dirigió el Departamento de Agitación del Buró de Comisarios Militares, se adhirieron más tarde a la Oposición de Izquierda de Trotsky.

Una parte integral de la perspectiva bolchevique era el entendimiento de que la liberación de la mujer no podía separarse de la lucha por la emancipación del conjunto del proletariado. Sin embargo, dadas las condiciones desesperadas de la Guerra Civil y el carácter generalizado de la pobreza y el atraso social en aquel país predominantemente campesino, la determinación bolchevique de conducir a las mujeres a una participación plena en la vida económica, social y política resultó un desafío abrumador (ver “La Revolución Rusa y la emancipación de la mujer”, Spartacist No. 34, noviembre de 2006). Lenin y el Partido Bolchevique sabían que la plena liberación de la mujer dependía de la extensión internacional de la revolución socialista, una meta a la que estaba dedicada la Internacional Comunista, fundada en 1919.

El continuo retraso de la revolución internacional permitió que una capa burocrática dirigida por Stalin usurpara el poder en una contrarrevolución política en 1923-24. Muchos de los héroes descritos en el artículo de Reissner cayeron en las purgas estalinistas de finales de los años 30. Entre ellos estuvo Iván Nikitich Smírnov, que, como muchas de las víctimas de Stalin, había pertenecido a la Oposición de Izquierda. Toda una generación de comunistas revolucionarios fue destruida, y muchos fueron ejecutados. Los escritos de Reissner desaparecieron. Incluso cuando sus obras volvieron a editarse en tiempos de Jruschov, “Sviyazhsk” quedó fuera por su descripción de Trotsky como líder del Ejército Rojo.

Así como la burocracia estalinista aniquiló al partido de Lenin, también revirtió muchas de las conquistas de la mujer soviética. Pero el subsecuente Termidor estalinista no pudo erradicar completamente las conquistas que las mujeres habían obtenido como resultado de la socialización de los medios de producción. La contrarrevolución de 1991-92 dirigida por Boris Yeltsin arrojó a los trabajadores a la miseria, la explotación y la opresión capitalistas. La Liga Comunista Internacional hace suyas las metas liberadoras del comunismo que inspiraron tanto heroísmo y tantos sacrificios durante la Guerra Civil y lucha por nuevas revoluciones de Octubre en todo el mundo.


De los archivos del marxismo

Sviyazhsk

Por Larissa Reissner

Cuando dos camaradas que trabajaron juntos en el año 1918, que combatieron en Kazán contra los checoslovacos, y después en los Urales o en Samara y Tsaritsin, se encuentran muchos años después, tras intercambiar las primeras preguntas uno de los dos siempre termina por decir:

“¿Te acuerdas de Sviyazhsk?”. Y entonces vuelven a estrecharse las manos.

¿Qué es Sviyazhsk? Hoy es una leyenda, una de esas leyendas revolucionarias cuya crónica nadie ha escrito aún, pero que se cuentan una y otra vez de un confín al otro de la inmensidad rusa. Ningún antiguo soldado del Ejército Rojo que haya estado entre los veteranos, entre los fundadores del Ejército Obrero y Campesino, cuando de vuelta en casa recuerde los tres años de la Guerra Civil, pasará jamás por alto la insigne epopeya de Sviyazhsk, esa encrucijada a partir de la cual la ofensiva revolucionaria comenzó a extenderse cual marejada hacia los cuatro puntos cardinales. Al este, hacia los Urales; al sur, hacia el mar Caspio, el Cáucaso y las fronteras de Persia; al norte, hacia Arcángel y Polonia. No de golpe, claro está, no simultáneamente, pero fue sólo a partir de Sviyazhsk y Kazán que el Ejército Rojo se cristalizó para asumir esas formas militares y políticas que, tras una serie de cambios y perfeccionamientos, se han vuelto clásicas en la RFSSR [República Federal Socialista Soviética de Rusia].

El 6 de agosto [de 1918] numerosos regimientos formados a toda prisa huyeron de Kazán. Los mejores elementos entre ellos, el sector con mayor conciencia de clase, se aferraron a Sviyazhsk; ahí se detuvieron y resolvieron oponer resistencia, combatir. Para cuando las hordas de desertores que habían huido de Kazán se aproximaban a Nizhny Nóvgorod, la barrera erigida en Sviyazhsk ya había detenido a los checoslovacos; su general, quien intentó tomar por asalto el puente ferroviario que cruzaba el Volga, murió durante el ataque nocturno. Así, desde el primer choque entre los blancos, que acababan de tomar Kazán y por lo tanto venían con la moral más alta y mejor equipados, y el núcleo del Ejército Rojo que trataba de defender la cabeza de puente al otro lado del Volga, la ofensiva de los checoslovacos quedó decapitada; con la muerte del general Blagotic, perdieron a su jefe más capaz y popular. Ni los blancos, en el arrebato de sus victorias recientes, ni los rojos, replegados en torno a Sviyazhsk, sospechaban siquiera la importancia histórica que adquirirían aquellas primeras escaramuzas.

Es muy difícil transmitir la importancia militar de Sviyazhsk sin tener a mano los materiales necesarios, sin un mapa y sin el testimonio de los camaradas que formaban las filas del V Ejército en aquel entonces. He olvidado muchas cosas: las caras y los nombres van y vienen como en la niebla. Pero hay algo que nadie olvidará jamás: la tremenda sensación de responsabilidad por la defensa de Sviyazhsk. Fue eso lo que mantuvo unidos a todos los defensores, desde los miembros del Consejo Militar Revolucionario hasta el último de los soldados rojos en busca desesperada de su regimiento en retirada, perdido en algún lugar; el soldado que había dado media vuelta, hacia Kazán, dispuesto a combatir hasta el final con un viejo fusil en la mano y una determinación fanática en el corazón. Todo el mundo comprendía la situación así: otro paso atrás abriría el Volga al enemigo hasta Nizhny (Nóvgorod), y por tanto abriría también la ruta a Moscú.

Continuar la retirada habría sido el principio del fin, la sentencia de muerte de la República de los Soviets.

Ignoro hasta qué punto esto era cierto desde el punto de vista estratégico. Si se hubiera replegado aún más, quizás el ejército habría podido consolidar un puño similar en alguno de los incontables puntos negros que salpican el mapa y, a partir de ahí, llevar su estandarte a la victoria. Pero desde el punto de vista de la moral del ejército era indudablemente cierto. Y en la medida en que retirarse del Volga significaba en ese momento el colapso total, en esa medida la posibilidad de resistir, con nuestras espaldas contra el puente, nos infundía una esperanza tangible.

La ética revolucionaria había formulado esta situación compleja de la manera más sucinta: retroceder significaba permitirle a los checos marchar hasta Nizhny y Moscú. En cambio, si Sviyazhsk y el puente resistían, el Ejército Rojo volvería a conquistar Kazán.

La llegada del tren de Trotsky

Me parece que fue al tercer o cuarto día tras la caída de Kazán cuando Trotsky llegó a Sviyazhsk. Su tren llegó a la pequeña estación con la obvia intención de permanecer ahí mucho tiempo; la locomotora jadeó un poco, la desacoplaron y partió a saciar su sed, pero no regresó. Los vagones permanecían alineados, tan inmóviles como las sórdidas chozas de paja campesinas y las barracas que ocupaba el Estado Mayor del V Ejército. Su inmovilidad subrayaba en silencio que no había a dónde ir, y que era impermisible partir.

Poco a poco, la creencia fanática de que esta pequeña estación se convertiría en el punto de partida de una contraofensiva sobre Kazán comenzó a cobrar realidad.

Cada día que pasaba iba fortaleciendo y animando a aquel apartadero miserable y olvidado de Dios, que resistía frente a un enemigo tan superior. De algún lugar en la retaguardia, de las aldeas perdidas del interior, empezaron a llegar soldados, primero de uno en uno, luego diminutos destacamentos y finalmente formaciones militares en un estado de conservación muy superior.

Aún puedo ver aquel Sviyazhsk donde ni un soldado se batió “bajo coacción”. Todo cuanto ahí había de viviente y se batía en defensa propia, todo ello se mantenía unido por las más fuertes relaciones de disciplina voluntaria, de participación voluntaria en aquella lucha que al principio parecía tan irremediablemente perdida.

Aquellos seres humanos que dormían en el suelo de la estación, en chozas mugrientas llenas de paja y trozos de vidrio, apenas tenían esperanzas de victoria, y por ello no temían a nada. A nadie le interesaba especular sobre el momento y la manera en la que aquello “terminaría”. El “mañana” simplemente no existía; sólo había un breve espacio de tiempo caliente y humoso: el hoy. Y de él se vivía, como se vive en tiempo de cosecha.

Mañana, mediodía, tarde, noche: cada hora se explotaba al máximo; cada hora debía vivirse y utilizarse hasta el último segundo. Había que seccionar cada hora cuidadosa y finamente, como se siega el trigo maduro en el campo hasta la raíz. Cada hora parecía tan plena, tan diferente de toda la vida anterior que, no bien se desvanecía, cobraba la apariencia de un milagro. Y en efecto lo era.

Los aviones iban y venían, dejando caer sus bombas sobre la estación y sobre los vagones del tren. El detestable ladrido de las ametralladoras y las parsimoniosas sílabas de la artillería se acercaban por momentos para volver a alejarse. Y, mientras tanto, un ser humano ataviado con un andrajoso capote militar, sombrero de civil y botas agujeradas que dejaban ver los dedos de los pies —en pocas palabras, uno de los defensores de Sviyazhsk— sacaba sonriendo un reloj de su bolsillo y concluía para sus adentros:

“Así que es la una y media o las cuatro y media o las seis y veinte. Por lo tanto, sigo vivo. Sviyazhsk resiste. El tren de Trotsky sigue sobre las vías. La luz de una lámpara titila tras la ventana del Departamento Político. Bien. El día terminó”.

Los abastecimientos médicos faltaban casi completamente en Sviyazhsk. Dios sabe cómo hacían los médicos para vendar las heridas. Pero semejante pobreza no avergonzaba ni asustaba a nadie. Al dirigirse a la cocina en busca de su ración de sopa, los soldados pasaban junto a las camillas de los heridos y los moribundos, pero la muerte no les infundía temor alguno. Se le esperaba todos los días, a cada momento. Yacer sobre un capote militar húmedo, con una mancha roja en la camisa, un rostro sin expresión y un mutismo que ya no era humano era algo que se daba por sentado.

¡Hermandad! De pocas palabras se ha abusado tanto que se han vuelto patéticas. Pero a veces la hermandad llega, en los momentos de mayor penuria y peligro: abnegada, sagrada, irrepetible en el intervalo de una sola vida. Y nadie puede decir que ha vivido o que sabe algo de la vida si nunca pasó la noche sobre el suelo con la ropa desgastada y llena de piojos, pensando cuán maravilloso es el mundo, ¡cuán infinitamente maravilloso! Que aquí lo viejo fue derrocado y la vida se bate a mano limpia por su verdad irrefutable, por los cisnes blancos de su resurrección, por algo mucho más grande y mucho mejor que este pedazo de cielo estrellado que se muestra a través de la oscuridad azabache de una ventana con los vidrios rotos: por el futuro de toda la humanidad.

Una vez cada siglo se establece contacto y se transfunde sangre nueva. Esas hermosas palabras, esas palabras casi inhumanas en su belleza, y el olor de la transpiración viva, la respiración viva de los que duermen a tu lado sobre el suelo. No hay pesadillas ni sentimentalismo, pero mañana amanecerá y el camarada G., un bolchevique checo, cocinará una tortilla de huevo para toda la “banda”, y el jefe del Estado Mayor se pondrá una camisa vieja que lavó por la noche y estará tiesa por la helada. Amanecerá un nuevo día en el que alguno morirá, sabiendo en el último segundo que la muerte no es sino una cosa entre tantas otras y de ningún modo la principal, que una vez más Sviyazhsk resistió y que en la pared sucia sigue escrito con tiza “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.

Contra la corriente

Así transcurrieron, uno tras otro, los lluviosos días de agosto. Las líneas débiles y pobremente equipadas no se replegaron; el puente seguía en nuestras manos, y de la retaguardia, de muy atrás, comenzaban a llegar refuerzos.

Junto a las telarañas otoñales que surcaban el aire se tendieron verdaderos cables de teléfono y telégrafo, y una especie de aparato enorme, pesado y defectuoso comenzó a funcionar en la estación de ferrocarril olvidada de Dios; Sviyazhsk, ese punto minúsculo que apenas puede discernirse en el mapa de Rusia, ese punto del cual, en un momento de huida y desesperanza, la revolución se había aferrado. Allí se reveló todo el genio organizativo de Trotsky, quien logró restablecer las líneas de abastecimiento e hizo llegar a Sviyazhsk nueva artillería y algunos regimientos por sobre vías férreas abiertamente saboteadas; se obtuvo todo lo necesario para la ofensiva inminente. Además, debe tenerse en cuenta que este trabajo debió llevarse a cabo en el año 1918, cuando la desmovilización aún estaba en su apogeo, cuando la aparición en las calles de Moscú de un solo destacamento del Ejército Rojo bien vestido habría causado verdadera sensación. Después de todo, esto exigía nadar contra la corriente, contra el agotamiento de cuatro años de guerra, contra las corrientes impetuosas de una revolución que barría en todo el país con los vestigios de la disciplina zarista y el odio ciego a todo lo que hiciera recordar el ladrido con el que los antiguos oficiales trasmitían sus órdenes, el odio a los cuarteles y a la vieja vida militar.

A pesar de todo ello, los pertrechos aparecían ante nuestros ojos. Llegaban periódicos, llegaban botas y capotes. Y donde se reparten botas —para que uno las conserve—, es que existe un mando firme, verdaderamente sólido. Ahí las cosas son estables; el ejército permanece sólidamente atrincherado y la idea de huir no le pasa por la cabeza. ¡Las botas son cosa seria!

En la época de Sviyazhsk no existía aún la Orden de la Bandera Roja, de otra forma se la habría concedido a centenares. Todo el mundo, incluso los cobardes, los nerviosos y los obreros y soldados del Ejército Rojo que eran simplemente mediocres, todos sin excepción llevaron a cabo hechos increíbles y heroicos. Todos se superaron a sí mismos. Igual que las corrientes desbordan sus cauces en primavera, así desbordaban ellos, alegremente, sus capacidades normales.

Tal era la atmósfera. Recuerdo haber recibido, por una casualidad extraordinaria, unas cuantas cartas de Moscú. En ellas se hablaba de cómo la pequeña burguesía se disponía a revivir, eufórica, las grandiosas jornadas de la Comuna de París.

Y, mientras tanto, el frente más avanzado y peligroso de la República pendía de un hilo, de una vía férrea, y ardía, poniendo en marcha una conflagración heroica y sin precedentes que bastaría para tres años más de una guerra famélica, tifoideica y errante.

Los hombres que lo lograron

En Sviyazhsk, Trotsky, quien logró dar al Ejército recién nacido una columna vertebral de acero, quien se enraizó en el suelo negándose a ceder un solo centímetro de terreno pasara lo que pasara, quien pudo mostrar ante el puñado de defensores una sangre más fría que la de cualquiera, en Sviyazhsk, Trotsky no estuvo solo. Ahí se habían congregado viejos obreros del partido, futuros miembros del Consejo Militar Revolucionario de la República y de los Consejos Militares de los diversos ejércitos a quienes el historiador futuro se referirá como los mariscales de la Gran Revolución. Rosengoltz y Gussev, Iván Nikitich Smírnov, Kobozev, Mezhlauk, el otro Smírnov y muchos otros camaradas cuyos nombres he olvidado. Entre los marinos, recuerdo a Raskólnikov y al difunto Markin.

Casi desde el primer día, Rosengoltz hizo surgir de su vagón la oficina del Consejo Militar Revolucionario: extraía mapas desvaídos y hacía repiquetear máquinas de escribir —sólo Dios sabe de dónde las había sacado—; en resumen, empezó a construir un aparato organizativo fuerte y geométricamente perfecto, preciso en sus relaciones, inagotable en su capacidad de trabajo y simple en su estructura.

A partir de entonces, en cualquier ejército y frente, siempre que el trabajo empezaba a atascarse, inmediatamente se enviaba a Rosengoltz, como se traslada en una bolsa a una abeja reina para soltarla en una colmena destruida, e inmediatamente empezaba a construir y a organizar, formando células y haciendo zumbar los hilos del telégrafo. Pese a su capote militar y a la enorme pistola que llevaba al cinto, no podía discernirse nada de marcial en su porte, ni en su rostro pálido y un tanto suave. No era ahí donde residía su tremenda fuerza, sino en su innata capacidad de establecer y renovar contactos, de acelerar un flujo sanguíneo estancado e infectado hasta hacerlo alcanzar velocidades explosivas. Al lado de Trotsky, era como una dinamo constante, bien aceitada y silenciosa, cuyas potentes palancas no dejaban de moverse día tras día, tejiendo la red indestructible de la organización.

No recuerdo exactamente qué tipo de trabajo desempeñaba oficialmente I.N. Smírnov en el Estado Mayor del V Ejército, si pertenecía al Consejo Militar Revolucionario o si al mismo tiempo encabezaba el Departamento Político; pero, más allá del título o marco de su trabajo, él encarnaba la ética de la revolución. Él era el criterio moral supremo, la conciencia comunista de Sviyazhsk.

Incluso la masa de soldados sin partido y los comunistas que no lo habían conocido antes se percataban inmediatamente de sus asombrosas pureza e integridad. Es muy poco probable que él mismo supiera hasta qué punto inspiraba temor, pues nada temía más un soldado que el mostrarse cobarde o débil ante los ojos de aquel hombre, que jamás le alzaba la voz a nadie y que simplemente era siempre él mismo, sereno y valeroso. Nadie imponía tanto respeto como Iván Nikitich. Todo el mundo percibía que, cuando llegara el momento más grave, él sería el más fuerte, el más valiente.

Con Trotsky: era morir en batalla tras haber disparado la última bala; era morir con entusiasmo, sin sentir las heridas. Con Trotsky: era el sagrado sufrimiento de la lucha; palabras y gestos que recordaban las mejores páginas de la Gran Revolución Francesa.

Pero con el camarada Smírnov (así nos parecía entonces y así lo comentábamos murmurando entre nosotros mientras yacíamos acurrucados sobre el suelo durante aquellas noches, ya heladas, del otoño), con el camarada Smírnov uno sentía serenidad absoluta aun estando “contra la pared”, al ser interrogado por los blancos o al verse prisionero en sus mazmorras. Sí, así se hablaba de él en Sviyazhsk.

Boris Danílovich Mijáilov llegó poco después, me parece que directamente de Moscú, o de alguna otra ciudad del centro. Llegó con un abrigo de civil sobre los hombros y en el rostro la expresión brillante y variable de quien acaba de librarse de la prisión o de la gran ciudad.

A las pocas horas, ya se había apoderado de él la salvaje intoxicación de Sviyazhsk. No bien se cambió de ropa, partió en una misión de reconocimiento por los alrededores del Kazán ocupado por los blancos. A los tres días regresó, fatigado, con la cara curtida por el viento y el cuerpo devorado por los omnipresentes piojos. Pero, en recompensa, estaba sano y salvo.

La profunda transformación interna que sufren quienes llegan al frente revolucionario ofrece un espectáculo fascinante: primero se encienden como un cobertizo de paja al que se le prendiera fuego por los cuatro costados, para luego enfriarse hasta quedar convertidos en una única pieza de hierro forjado, uniforme, limpia y resistente al fuego.

El más joven de todos era Mezhlauk. Valerian Ivánovich. A él le había ido particularmente mal. Su hermano menor y su esposa se habían quedado en Kazán y, según se rumoreaba, los habían fusilado. Después se supo que su hermano en efecto había muerto y que su esposa había sufrido horriblemente. En Sviyazhsk no se acostumbraba quejarse ni hablar de las desventuras propias, así que Mezhlauk guardaba un silencio honesto, hacía su trabajo y caminaba en su largo capote de caballería sobre el fango pegajoso del otoño, todo él concentrado en un único punto que le calcinaba: Kazán.

Entretanto, los blancos habían empezado a darse cuenta de que, con su resistencia fortalecida, Sviyazhsk se estaba convirtiendo en algo grande y peligroso.

Las escaramuzas y los ataques intermitentes cesaron; comenzó un sitio regular con fuerzas numerosas y bien organizadas por todos lados. Pero ya habían dejado ir el momento oportuno.

El viejo Slavin —comandante del V Ejército que, si bien no era un coronel muy talentoso, conocía su oficio a fondo— se enfocó en un punto clave de la defensa, trazó un plan preciso y lo llevó a cabo con una obstinación verdaderamente letona.

Sviyazhsk se mantenía firme, con los pies clavados en el suelo como un toro que enfilara la amplia frente contra Kazán, plantado inconmoviblemente en su sitio y agitando con impaciencia sus cuernos afilados como bayonetas.

Una soleada mañana de otoño, llegaron a Sviyazhsk algunos angostos, ágiles y veloces torpederos de la flota del Báltico. Su llegada causó sensación. El Ejército ya se sentía cubierto por el lado del río. Una serie de duelos de artillería comenzó sobre el Volga, tres o cuatro veces al día. Cubierta por el fuego de las baterías que habíamos ocultado en la ribera, nuestra flotilla ya se aventuraba muy lejos. De esas incursiones, una particularmente audaz fue la que emprendió la mañana del 9 de septiembre el marino Markin, uno de los fundadores y héroes más destacados de la Flota Roja. Tripulando un torpe remolcador acorazado, ese día se arriesgó a ir muy lejos, hasta los muelles mismos de Kazán; desembarcó, ametralló las baterías enemigas hasta poner a sus cuadrillas en fuga, y retiró los percutores a varios cañones.

En otra ocasión, a altas horas de la noche del 30 de agosto, nuestras naves se acercaron a Kazán, bombardearon la ciudad, prendieron fuego a varias barcazas cargadas de municiones y provisiones y se retiraron sin perder un solo buque. Trotsky, al lado del comandante, se hallaba entre los tripulantes del torpedero Prochny, al cual se le tuvo que reparar el mecanismo de dirección mientras la corriente lo llevaba al lado de una barcaza enemiga, ante la boca de los cañones de las Guardias Blancas.

Cuando llegó Vatzetis, comandante en jefe del frente oriental, la ofensiva contra Kazán ya estaba en plena marcha. La mayoría de los nuestros, incluyéndome, carecía de datos precisos sobre el resultado de la conferencia. Pero no tardamos en enterarnos de algo que llenó a todos de satisfacción: nuestro viejo (así llamábamos entre nosotros a nuestro comandante) se había opuesto a la opinión de Vatzetis, quien quería atacar Kazán desde la orilla izquierda del río, la cual ofrece un terreno llano y expuesto; nuestro comandante, en cambio, decidió lanzar el asalto desde la ribera derecha, que domina la ciudad.

Avanzan los blancos

Pero precisamente en el momento en que la totalidad del V Ejército se disponía a atacar, cuando sus principales fuerzas finalmente comenzaban a empujar hacia delante en medio de constantes contraataques y batallas que duraban días enteros, tres “luminarias” de la Rusia de las Guardias Blancas se reunieron para acabar de una vez por todas con la prolongada épica de Sviyazhsk. Al frente de una fuerza considerable, Sávinkov, Kappel y Fortunátov se lanzaron a un asalto desesperado contra la estación ferroviaria contigua a Sviyazhsk, con el fin de apoderarse de la propia Sviyazhsk y del puente sobre el Volga. El ataque fue brillantemente ejecutado: tras un largo rodeo, los blancos se precipitaron súbitamente sobre la estación de Shijrana, la acribillaron, ocuparon sus edificios, cortaron toda comunicación con el resto de la vía férrea y quemaron el tren de municiones que estaba estacionado ahí. La pequeña fuerza que vigilaba Shijrana fue masacrada hasta el último hombre.

Pero eso no fue todo: literalmente cazaron y exterminaron a todo ser vivo que habitaba la pequeña estación. Tuve la oportunidad de ir a Shijrana unas horas después del ataque y pude ver las huellas de esa violencia pogromista totalmente irracional que distinguía las victorias de aquellos caballeros, que nunca se sentían amos ni futuros habitantes de las tierras que accidental y temporalmente conquistaban.

En un patio, una vaca yacía brutalmente asesinada (y digo “asesinada” a propósito, no “muerta”). El gallinero estaba lleno de pollos, a los que estúpidamente habían acribillado, ofreciendo un aspecto terriblemente humano. Al pozo, a la pequeña huerta y a las casas las habían tratado como a seres humanos capturados, que encima fueran bolcheviques y “sheenies” [término peyorativo para referirse a los judíos]. A todo le habían sacado las vísceras. Había restos de animales y objetos esparcidos por todas partes: diezmados, profanados, espantosamente muertos. Al lado de estos vestigios de todo cuanto alguna vez fue una residencia humana, la muerte indescriptible e inexpresable del puñado de ferrocarrileros y soldados del Ejército Rojo que había sido tomado por sorpresa parecía encajar en la naturaleza de las cosas.

Sólo en las ilustraciones de Goya sobre la campaña española y la guerrilla puede encontrarse semejante armonía entre los árboles azotados por el viento inclinándose con el peso de los ahorcados, el polvo de los caminos, la sangre y las piedras.

De la estación de Shijrana, el destacamento de Sávinkov se dirigió a Sviyazhsk siguiendo la vía del tren. Nosotros enviamos nuestro tren blindado “Rusia Libre” a detenerlo. Si mal no recuerdo, iba equipado con armas navales de largo alcance. Su comandante, sin embargo, no estuvo a la altura de su misión. Viéndose rodeado por ambos flancos (o eso le pareció), abandonó su tren y se apresuró a regresar ante el Comité Militar Revolucionario para “dar parte”.

En su ausencia, el “Rusia Libre” fue acribillado e incendiado. Su carcaza carbonizada y humeante habría de permanecer por mucho tiempo ahí, descarrilada al lado de la vía, en las proximidades de Sviyazhsk.

Tras la destrucción del tren blindado, el camino al Volga parecía completamente despejado. Los blancos se hallaban justamente delante de Sviyazhsk, a verstá o verstá y media del cuartel general del V Ejército [una verstá equivale a poco más de un kilómetro]. El pánico cundió. Una parte del Departamento Político, si no es que su totalidad, se precipitó a los muelles y abordó los vapores.

El regimiento que combatía prácticamente en las riberas del Volga, aunque río arriba, vaciló y luego huyó con sus comandantes y comisarios. Al alba, sus destacamentos frenéticos se encontraban a bordo de los buques del Estado Mayor de la flota de guerra del Volga.

En Sviyazhsk quedaron sólo el Estado Mayor del V Ejército con sus oficiales y el tren de Trotsky.

De cómo se salvó Sviyazhsk

Lev Davídovich [Trotsky] movilizó a todo el personal del tren: a sus oficinistas, telegrafistas y enfermeros, así como a la guardia al mando del jefe del Estado Mayor de la flota, el camarada Lepetenko (quien, por cierto, fue uno de los soldados de la revolución más valerosos y abnegados, cuya biografía podría darle a este libro su capítulo más brillante); en una palabra, a todo el que pudiera sostener un fusil.

Las oficinas del mando quedaron desiertas. Ya no había “retaguardia”. Se había lanzado todo contra los blancos, que habían avanzado casi hasta la estación. Entre Shijrana y las primeras casas de Sviyazhsk, todo el camino estaba labrado por los obuses y cubierto de caballos muertos, armas abandonadas y cartuchos vacíos. Y cuanto más cerca de Sviyazhsk, mayor era el caos. El avance de los blancos sólo fue detenido después de que hubieron saltado sobre el esqueleto carbonizado del tren blindado, aún humeante y oliendo a metal fundido. Tras haber alcanzado violentamente el umbral mismo de la ciudad, su avance se detuvo y empezó a replegarse como resaca, pero sólo para arrojarse de nuevo contra las reservas de Sviyazhsk, movilizadas a toda prisa. Ahí ambos bandos se encontraron frente a frente por varias horas; ahí hubo muchos muertos.

Los blancos se convencieron de que lo que tenían ante ellos era una división fresca y bien organizada que de algún modo sus servicios de inteligencia habían pasado por alto. Exhaustos por su asalto de 48 horas, los soldados tendieron a sobreestimar la fuerza de su enemigo, y no sospecharon siquiera que lo que enfrentaban no era sino un puñado de combatientes formado a toda prisa, y que detrás de ellos estaban sólo Trotsky y Slavin, sentados ante un mapa en una pieza insomne y llena de humo del cuartel general desierto, en el centro de un Sviyazhsk despoblado por cuyas calles pasaban silbando las balas.

A lo largo de aquella noche, como todas las anteriores, el tren de Lev Davídovich se quedó ahí, como siempre, quieto y sin locomotora. Aquella noche no se molestó ni a una sola de las secciones del V Ejército que avanzaban sobre Kazán dispuestas a tomarla por asalto; ni una sola se desvió del frente para proteger a un Sviyazhsk prácticamente indefenso. El ejército y la flota no se enteraron del ataque nocturno sino cuando ya había terminado, cuando los blancos ya habían emprendido la retirada firmemente convencidos de que frente a ellos había una división casi entera.

Al día siguiente, 27 desertores que habían huido a los buques en el momento más crítico fueron juzgados y fusilados. Entre ellos había varios comunistas. Luego se hablaría mucho sobre el fusilamiento de aquellos 27, especialmente en la retaguardia, claro, donde nadie entendía cuán delgado había sido el hilo del que pendían el camino a Moscú y toda la ofensiva contra Kazán, llevada a cabo con nuestros últimos recursos y nuestras últimas fuerzas.

Para empezar, el ejército entero estaba ansioso con habladurías de comunistas convertidos en cobardes, de que las leyes no habían sido escritas para ellos, de que ellos podían desertar impunemente mientras que un soldado de base ordinario sería ejecutado como un perro.

De no haber sido por el valor excepcional de Trotsky, del comandante del ejército y de otros miembros del Consejo Militar Revolucionario, la reputación de los comunistas que trabajaban en el ejército habría sufrido un duro golpe y quedado arruinada durante mucho tiempo.

Ningún discurso, por bueno que fuera, habría podido convencer a un ejército que en las últimas seis semanas había sufrido todas las privaciones posibles, combatiendo casi a mano limpia, sin contar siquiera con vendajes, de que la cobardía no era cobardía y de que para el culpable podía haber “circunstancias atenuantes”.

Se dice que entre los fusilados había muchos buenos camaradas, incluso algunos cuyos servicios anteriores compensarían su culpa a cambio de algunos años de prisión y exilio. Es totalmente cierto. Nadie cuestiona que su muerte tuvo el propósito de fortalecer esos preceptos del viejo código militar de “servir de ejemplo”, mientras que al redoble de los tambores se aplica la divisa de “ojo por ojo, diente por diente”. Desde luego, Sviyazhsk fue una tragedia.

Pero todo el que haya experimentado la vida en el Ejército Rojo, que haya nacido y se haya templado con él en las batallas de Kazán, atestiguará que el espíritu de hierro de este ejército no se habría forjado nunca, que la fusión entre el partido y las masas de soldados, entre los simples soldados y las alturas del mando, no se habría consumado si, en la víspera del asalto a Kazán, donde cientos de soldados habrían de dar la vida, el partido no hubiera mostrado claramente ante los ojos del ejército entero que estaba dispuesto a ofrendarle a la Revolución ese sacrificio enorme y sangriento; que el partido también estaba sujeto a las severas leyes de la disciplina camaraderil; que el partido también tenía el valor de aplicar sin miramientos, incluso a sus propios miembros, las leyes de la República Soviética.

El fusilamiento de aquellos 27 cubrió la brecha que los famosos asaltantes habían abierto en la unidad del V Ejército y en su confianza en sí mismo. La andanada de fusilería que castigó tanto a comunistas y comandantes como a simples soldados, por cobardía y comportamiento deshonroso en batalla, forzó al sector de las masas de soldados con menos conciencia de clase y más propensión a desertar (sector que, desde luego, también existía) a sobreponerse y a cerrar filas en torno a quienes marchaban a la batalla conscientemente y libres de toda coacción.

Precisamente en esos días se decidió la suerte de Kazán y con ella la suerte de toda la intervención blanca. El Ejército Rojo recuperó la confianza, se regeneró y fortaleció durante las largas semanas de defensa y ataque.

Fue en esas condiciones de peligro constante y bajo las mayores pruebas morales que desarrolló sus leyes, su disciplina y sus nuevos estatutos heroicos. Por vez primera, el pánico ante la superioridad técnica del enemigo se disolvió. Ahí se aprendía a avanzar pese al fuego de cualquier artillería. Y así, inconscientemente, a partir del instinto elemental de conservación, surgieron nuevos métodos de guerra, esos métodos de batalla específicos que ya se estudian en las más prestigiosas academias militares como los métodos de la Guerra Civil. Un hecho de la mayor importancia fue que en ese momento se encontrara en Sviyazhsk un hombre como Trotsky.

El papel de Trotsky

Independientemente de su vocación o su nombre, está claro que el creador del Ejército Rojo, el futuro presidente del Consejo Militar Revolucionario de la República, había de hacerse presente en Sviyazhsk, tenía que pasar por toda la experiencia práctica de aquellas semanas de combate, tenía que recurrir a toda su fuerza de voluntad y a todo su genio organizativo para la defensa de Sviyazhsk, para defender el organismo militar aplastado bajo el fuego de los blancos.

Además, en la guerra revolucionaria interviene otra fuerza, otro factor sin el cual no se puede obtener la victoria: el poderoso romanticismo de la Revolución, que permite a quien acaba de estar en las barricadas adoptar inmediatamente las férreas formas de la maquinaria militar sin perder el paso raudo y ligero obtenido en las manifestaciones políticas, ni la independencia y flexibilidad de espíritu conseguidos a lo largo de años de militancia en condiciones de clandestinidad.

Para vencer en 1918 hubo que tomar todo el fuego de la revolución, todo su calor incandescente, y uncirlo al patrón vulgar, repelente y ancestral del viejo ejército.

Hasta ahora la historia siempre había resuelto ese problema mediante trucos escénicos imponentes pero vetustos, convocando a escena a algún individuo “con sombrero de tres picos y uniforme de campaña” para que éste o algún otro general montado en un caballo blanco hiciera trizas la carne y la médula revolucionarias y formara con los pedazos repúblicas, banderas y consignas.

En la construcción de su ejército, como en tantas otras cosas, la Revolución Rusa siguió su propio camino. La insurrección y la guerra se fundieron en una, el Ejército y el Partido crecieron juntos, inextricablemente entrelazados, y en las banderas de los regimientos quedaron inscritos sus objetivos comunes, las fórmulas más tajantes de la lucha de clases. En los días de Sviyazhsk, esto aún no tomaba forma y apenas flotaba en el aire buscando un modo de expresarse.

De una u otra manera, el Ejército Obrero y Campesino tenía que hallar una expresión, asumir una forma exterior, producir sus propias fórmulas, pero, ¿cómo? Todavía nadie lo tenía claro. En ese momento, naturalmente, no había un curso, no había preceptos ni había un programa dogmático del que ese organismo titánico pudiera servirse para crecer y desarrollarse.

Al interior del partido y de las masas había sólo un presagio, un presentimiento creativo de esa organización militar revolucionaria que nunca se había visto y a la cual cada día de batalla le susurraba alguna nueva característica real.

El gran mérito de Trotsky reside ahí, en su capacidad de capturar al vuelo el menor gesto de las masas que llevase ya la impronta de esa fórmula organizativa única que tanto se buscaba.

Trotsky examinaba y aplicaba todas esas pequeñas prácticas a través de las cuales la asediada Sviyazhsk simplificó, aceleró y organizó su trabajo de combate, y no solamente en el estricto sentido técnico. No. Cada combinación exitosa de “especialista y comisario”, de quien da las órdenes y quien las ejecuta y asume la responsabilidad por ellas, cada combinación exitosa, tras haber sido puesta a prueba por la experiencia y formulada lúcidamente, se transformaba inmediatamente en una orden, una circular, un reglamento. De este modo se impidió que la experiencia revolucionaria viva se perdiera, se olvidara o se deformara.

La norma que regía en todas partes no era la mediocridad, sino su contrario, lo mejor, las cosas geniales que las masas mismas concebían en los momentos más explosivos y creativos de la lucha. Tanto en las cosas pequeñas como en las grandes —ya se tratara de asuntos tan complejos como la división del trabajo al interior del Consejo Militar Revolucionario, o del gesto rápido, vivaz y amistoso que intercambiaban a manera de saludo un comandante rojo y un soldado cuando se cruzaban, ambos atareados y con prisa por llegar a algún lugar—, todo se tomaba de la vida misma, se asimilaba y regresaba a las masas en forma de norma para su uso universal. Y siempre que las cosas dejaban de avanzar, cuando se atascaban o salían mal, había que averiguar qué había fallado, había que ayudar, había que tirar como tira la partera del recién nacido durante un parto complicado.

Se puede ser un orador muy articulado, se puede dar a un nuevo ejército una forma plástica impecablemente racional, y a pesar de ello hacer su espíritu estéril, permitir que se evapore sin poder mantenerlo vivo en la almadraba de las fórmulas jurídicas. Para evitar lo anterior hay que ser un gran revolucionario; se debe poseer la intuición de un creador y un potente transmisor de radio interno, sin lo cual no hay forma de mantener el contacto con las masas.

En última instancia, es precisamente ese instinto revolucionario lo que constituye el más alto tribunal, lo que depura con exactitud su nueva justicia creativa de todo cuanto tenga un fondo contrarrevolucionario profundamente oculto. Ese instinto revolucionario deja caer el puño de su violencia sobre la falaz justicia formal en nombre de la suprema justicia proletaria, que no permite a sus elásticas leyes osificarse, aislarse de la vida ni poner sobre los hombros del Ejército Rojo cargas mezquinas, irritantes o innecesarias.

Trotsky tenía ese sentido intuitivo.

En él, el revolucionario nunca se dejaba marginar por el soldado, el dirigente militar o el comandante. Y cuando, con su voz terrible e inhumana, enfrentaba a un desertor, le temíamos como a uno de los nuestros, un gran rebelde que aniquilaría a cualquiera por vil cobardía, por traición no al ejército, sino a la causa de la revolución proletaria mundial.

Era imposible que Trotsky hubiese sido un cobarde, pues de lo contrario el desprecio de aquel extraordinario ejército lo habría aplastado, y jamás le habría perdonado a un debilucho el derramamiento de la sangre fraternal de aquellos 27 con que roció su primera victoria.

Cuando ya no faltaban más que unos cuantos días para que nuestras tropas ocuparan Kazán, Lev Davídovich tuvo que dejar Sviyazhsk; las noticias del atentado contra Lenin exigían su presencia en Moscú. Pero ni el asalto de Sávinkov contra Sviyazhsk, organizado magistralmente por los socialrevolucionarios, ni el intento de asesinar a Lenin que el mismo partido llevó a cabo casi simultáneamente, podían ya detener al Ejército Rojo. La marejada final de la ofensiva inundó Kazán.

A altas horas de la noche del 9 de septiembre, las tropas abordaron los buques y al amanecer, hacia las 5:30, aquellos lerdos transportes de varios puentes, escoltados por los torpederos, llegaron ante los muelles de Kazán. Era extraño navegar bajo la luz de la luna frente al molino medio derruido de techo verde, detrás del cual había estado una batería de los blancos; frente al casco medio quemado del “Delfín”, que yacía desvalijado y encallado en la ribera desierta; por aquellos meandros, lenguas de tierra, bancos de arena y ensenadas que nos resultaban tan familiares y sobre los cuales la muerte había estado paseando del amanecer al crepúsculo durante tantas semanas, a los cuales habían cubierto nubes de humo y donde habían fulgurado los haces dorados de la artillería.

Navegamos con las luces apagadas y en absoluto silencio sobre la gentil corriente, negra y fría, del Volga.

Detrás de popa, una ligera espuma vibra sobre la susurrante estela que se desvanece entre unas olas que nada recuerdan y que fluyen indiferentes hacia el Caspio. Y, sin embargo, apenas el día anterior, el lugar por el que nuestro gigantesco buque se desliza en silencio había sido un remolino desgarrado y surcado por la explosión continua de proyectiles. Y aquí, justo donde el ala de alguna ave nocturna acaba de golpear sigilosamente el agua, de la cual asciende una ligera bruma hacia el aire frío, ayer mismo se habían levantado torrentes de espuma blanca; ayer, las órdenes habían resonado incesantemente y los delgados torpederos se habían abierto paso bajo una lluvia de esquirlas, entre el humo y las llamas, con los cascos vibrando por la impaciencia comprimida de los motores y por la retroacción de sus baterías de dos cañones que disparaban una vez por minuto con un ruido que hacía pensar en un hipo de hierro.

La gente disparaba, se dispersaba bajo la estruendosa tormenta de obuses, trapeaba la sangre de las cubiertas... Y ahora todo es silencio; el Volga fluye tal como hace mil años y como seguirá fluyendo durante siglos.

Alcanzamos los muelles sin disparar un tiro. Las primeras luces del amanecer encendían el cielo. En la penumbra gris y rosa empezaron a aparecer fantasmas jorobados, negros y calcinados. Grúas, vigas de las construcciones quemadas, postes de telégrafo destrozados...cada cosa parecía haber soportado una pena infinita y haber perdido ya la capacidad de sentir, como un árbol con las ramas secas y retorcidas. Era el reino de la muerte cubierto por las rosas heladas del amanecer septentrional.

Los cañones abandonados con las bocas hacia arriba parecían en la penumbra figuras abatidas, congeladas en una desesperanza muda, con las cabezas apoyadas sobre unas manos frías y húmedas de rocío.

Niebla. La gente empieza a temblar de frío y de tensión nerviosa. El olor del aceite de las máquinas y de las cuerdas con alquitrán permea el aire. El cuello azul del artillero gira con el movimiento de su cuerpo mientras contempla con asombro cómo la ribera despoblada y áfona reposa en un silencio de muerte.

Esto es la victoria.

 

Spartacist (edición en español) No. 38

SpE No. 38

Diciembre de 2013

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