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Spartacist (edición en español) Número 38

Diciembre de 2013

Farsantes seudotrotskistas promueven diatriba antibolchevique

El liberalismo burgués contra la Revolución de Octubre

Reseña del libro de Alexander Rabinowitch, The Bolsheviks in Power

Este artículo está dedicado a la camarada Tweet Carter, experimentada cuadro cuyo agudo sentido de la necesidad de exponer a los falsificadores políticos contribuyó a elaborarlo. La camarada Carter murió el 20 de noviembre de 2012, mientras la versión en inglés de esta revista estaba siendo preparada para su publicación.

El 25 de octubre de 1917 (7 de noviembre, según el nuevo calendario), el Comité Militar Revolucionario, dirigido por el Partido Bolchevique de V.I. Lenin y León Trotsky, organizó una insurrección armada que barrió con los remanentes del Gobierno Provisional capitalista en Petrogrado y entregó el poder estatal al proletariado de Rusia. La tarde siguiente, Lenin subió al podio del II Congreso de los Soviets de Diputados Obreros y Soldados de toda Rusia y proclamó entre aplausos apoteósicos: “Ahora, pasamos a la edificación del orden socialista”.

Con unos cuantos breves decretos, el Congreso puso fin a ocho meses de obstrucción por parte de los mencheviques y los socialrevolucionarios (eseristas) pequeñoburgueses, ambos parte del Gobierno Provisional encabezado por el Primer Ministro “socialista” Aleksandr Kerensky. Una apelación a la paz instaba a los pueblos y gobiernos del mundo a poner fin a la carnicería de la Primera Guerra Mundial; un segundo decreto ordenaba la confiscación inmediata de las vastas propiedades de la iglesia ortodoxa rusa, los terratenientes y la autocracia en nombre de los campesinos pobres que constituían la abrumadora mayoría de la población rusa. El nuevo gobierno obrero y campesino reconoció el derecho a la autodeterminación nacional de los muchos pueblos anteriormente esclavizados al interior del imperio zarista, además de poner sus esperanzas en que los trabajadores de Alemania, Francia y otros países imperialistas siguieran su ejemplo y derrocaran a sus propias clases capitalistas gobernantes.

Literalmente desde el primer momento, el poder soviético enfrentó un intento tras otro de sofocarlo a través del sabotaje, el chantaje, el asesinato y la fuerza militar. Los mencheviques y los eseristas declararon la guerra —en nombre de la democracia— contra la república obrera y campesina, abandonando furiosos el II Congreso para hacer causa común con sus reaccionarios aliados burgueses. Aunque en Petrogrado la toma del poder se llevó a cabo prácticamente sin derramamiento de sangre, en Moscú implicó una semana de combates y cobró cientos de vidas, anticipando la sangrienta guerra civil que vendría. Los imperialistas alemanes le concedieron a Rusia un frágil y abusivo tratado de paz, a costa de vastas extensiones de territorio y gran cantidad de recursos soviéticos. Los imperialistas aliados, especialmente Gran Bretaña y Francia, conspiraron con todo tipo de provocadores y terroristas monárquicos y antisemitas y los financiaron, para luego invadir con sus propios ejércitos. A cada paso, la dirigencia bolchevique alrededor de Lenin enfrentó profundos conflictos tanto al interior de su Comité Central como con sus aliados temporales, los eseristas de izquierda, que apenas acababan de escindirse de los eseristas proimperialistas.

Varios libros han hecho la crónica de aquel trascendental primer año del poder soviético, notablemente el favorable recuento de 1930 de Victor Serge (un miembro de la Oposición de Izquierda trotskista quien más tarde regresó a sus raíces anarquistas), El año I de la Revolución Rusa (México: Siglo XXI, 3a edición, 1975). Más recientemente, el historiador estadounidense Alexander Rabinowitch, profesor emérito de la Universidad de Indiana, elaboró una nueva historia basada en décadas de investigación en los archivos soviéticos y rusos, incluidos aquellos abiertos sólo después de la destrucción contrarrevolucionaria de la Unión Soviética en 1991-92. The Bolsheviks in Power: The First Year of Soviet Rule in Petrograd es la tercera entrega de una serie sobre la Revolución de Octubre. Las obras anteriores de Rabinowitch, Prelude to Revolution: The Petrograd Bolsheviks and the July 1917 Uprising (El preludio a la revolución: Los bolcheviques de Petrogrado y la insurrección de julio de 1917 [1968]) y The Bolsheviks Come to Power: The Revolution of 1917 in Petrograd (Los bolcheviques llegan al poder: La Revolución de 1917 en Petrogrado [1976]), dan cuenta vívidamente de cómo los bolcheviques ganaron el apoyo de los obreros y soldados de Petrogrado arrebatándoselo a los mencheviques y eseristas, quienes habían usado su mayoría en los soviets para mantener en el poder a la burguesía imperialista de Rusia y frustrar los deseos de las masas de pan, tierra y libertad en los meses posteriores a la Revolución de Febrero, que barrió con la monarquía zarista.

The Bolsheviks in Power está dividido en cuatro partes. La primera aborda los debates en torno a un gobierno de coalición “socialista” de todos los partidos y la convocatoria a la Asamblea Constituyente democrático-burguesa. La segunda se centra en el tratado de paz de Brest-Litovsk con Alemania, mientras que otra describe la subsecuente ruptura con los eseristas de izquierda, basados en el campesinado, que culminó con una provocación: el asesinato del embajador alemán, el conde Mirbach. La sección final aborda el Terror Rojo emprendido por el régimen bolchevique en el contexto de la Guerra Civil y de las conspiraciones proimperialistas de los contrarrevolucionarios blancos.

Como en sus libros anteriores, Rabinowitch da muchísimos detalles al describir los apabullantes retos que la dictadura proletaria enfrentó en su primer año. En sus páginas vemos cómo la guerra imperialista, la guerra civil y el creciente colapso económico se sumaron para drenar la fuerza del proletariado de Petrogrado, sede de la revolución, así como la conciencia de la guarnición naval roja de Kronstadt, la cual había desempeñado un papel crucial en la revolución. Rabinowitch ofrece algunos elementos útiles para comprender las tensiones que enfrentaban los bolcheviques al llevar a cabo simultáneamente el trabajo del partido y la administración del gobierno, en un momento en el que los obreros más confiables y con mayor conciencia de clase estaban siendo enviados a llenar los huecos en todos los frentes de la revolución, desde el naciente Ejército Rojo hasta el combate contra la hambruna y el terror contrarrevolucionario. Probablemente lo más valioso sea la exposición de Rabinowitch de la colaboración entre los oponentes internos de Lenin y las corrientes externas al partido.

Sin embargo, The Bolsheviks in Power está impregnado del prejuicio académico burgués preponderante según el cual lo que Rusia necesitaba no era una dictadura del proletariado dirigida por los bolcheviques, sino una democracia liberal. En su prefacio a la Historia de la Revolución Rusa (1930-32), Trotsky hace una distinción clara entre el papel de defensor y el de historiador: aunque no hay razón para que el autor oculte su perspectiva política, el lector “tiene derecho a exigir de un trabajo histórico que no sea precisamente la apología de una posición política determinada, sino una exposición, internamente razonada, del proceso real y verdadero de la revolución”. La Historia de Trotsky cumple su promesa, como concederá incluso el más feroz crítico académico. No sucede lo mismo con The Bolsheviks in Power: aunque Rabinowitch a menudo presenta evidencia suficiente para que el lector atento pueda refutar la interpretación que el autor hace de los sucesos, su descripción del primer año del poder soviético está distorsionada por sus propios prejuicios políticos.

Una diatriba antibolchevique

Rabinowitch se inspira en la escuela social o “revisionista” asociada al historiador británico E.P. Thompson, que fue a su vez influida por el fermento social de la década de 1960. Rabinowitch y sus colegas revisionistas se desmarcaron de los partidarios de hueso colorado de la Guerra Fría como Leonard Schapiro y Richard Pipes (ver “Leonard Schapiro: Lawyer for Counterrevolution” [Leonard Schapiro: Abogado de la contrarrevolución], Spartacist [Edición en inglés] No. 43-44, verano de 1989, y “Richard Pipes: Exorcising the Russian Revolution” [Richard Pipes: Exorcizando la Revolución Rusa], Workers Vanguard No. 647, 7 de junio de 1996). Schapiro y sus acólitos hicieron a un lado la exactitud histórica para presentar a la Revolución de Octubre como un golpe de estado organizado por una pandilla de fanáticos sedientos de poder y determinados a erigir un régimen totalitario unipartidista. Pipes, profesor de Harvard, fue asesor de la CIA y partidario de un ataque nuclear preventivo contra la Unión Soviética en la década de 1970, además de ser ideólogo de la campaña antisoviética de Reagan contra el “imperio del mal” durante la década de 1980. Después del “retroceso del comunismo” en la Unión Soviética y Europa Oriental, Pipes progresivamente cambió el blanco de sus ataques hacia el legado democrático-burgués de la Gran Revolución Francesa de 1789.

La biografía en tres tomos de Trotsky escrita por Isaac Deutscher y la monumental historia de la primera década de la Rusia soviética en catorce volúmenes de E.H. Carr, ambas iniciadas durante la cúspide de la Guerra Fría en la década de 1950, son excepciones extraordinarias de la época a este tipo de mitología anticomunista. También son valiosas las colecciones de documentos coeditadas por H.H. Fisher, como Soviet Russia and the West, 1920-27 (La Rusia soviética y el Occidente, 1920-27 [1957]) y un volumen anterior, The Bolsheviks and the World War (Los bolcheviques y la Guerra Mundial [1940]).

Los primeros dos libros de Rabinowitch refutan de manera efectiva a la escuela de falsificación de Schapiro y Pipes, documentando minuciosamente los nexos de los bolcheviques con los obreros y los soldados de Petrogrado, quienes encontraron sus aspiraciones expresadas en el programa bolchevique. Esto a su vez le ganó apoyo a los bolcheviques entre las vastas masas campesinas: los soldados eran en su mayoría campesinos en uniforme y los propios obreros estaban separados del campo apenas por una generación o dos. Sin embargo, Rabinowitch insistía falsamente en que la gran popularidad de los bolcheviques y su disposición a colaborar con los anarcosindicalistas y otros elementos de mentalidad revolucionaria “contrastaban tajantemente con el modelo leninista tradicional” de estrictos centralismo y disciplina al nivel organizativo (The Bolsheviks Come to Power [Nueva York: Norton, 1976]). Rabinowitch argumentaba que el único camino para que Rusia avanzara era un “gobierno exclusivamente socialista de amplia representación” que incluyera a los mencheviques y los eseristas. A pesar de todo su interés inherente, The Bolsheviks Come to Power termina por reprochar a los bolcheviques por haber hecho precisamente lo que indica el título: llegar al poder.

Esta temática es el punto central del más reciente libro de Rabinowitch. En el prefacio plantea la siguiente pregunta: “Si el éxito del partido bolchevique en 1917 es atribuible en parte a su estilo operativo y carácter abiertos, relativamente democráticos y descentralizados, como parecía claro, ¿cómo explica uno que fuera transformado tan rápidamente en una de las organizaciones políticas más altamente centralizadas y autoritarias de la historia moderna?”. Para explicar este “hecho”, Rabinowitch termina echando mano de los mismos viejos clichés anticomunistas usados por los más estridentes partidarios de la Guerra Fría.

Al igual que Schapiro y muchos otros, Rabinowitch (si bien de forma un poco menos evidente) intenta trazar una progresión desde el régimen bolchevique de Lenin y Trotsky hasta las sangrientas purgas y los “Juicios Farsa” estalinistas de finales de la década de 1930. El corolario de este ejercicio es declarar al estalinismo descendiente natural del leninismo, enterrando deliberadamente la enormidad de la contrarrevolución política que condujo al poder a una casta burocrática conservadora y nacionalmente estrecha en 1923-24. A partir de entonces, cambió la gente que gobernaba la Unión Soviética, la manera en la que la gobernaban y los propósitos para los cuales se la gobernaba —objetivos articulados por primera vez con la proclamación por parte de Stalin del dogma nacionalista del “socialismo en un solo país” a finales de 1924—, aunque a Stalin le llevó más de una década consolidar su brutal régimen antirrevolucionario, un proceso que incluyó la exterminación física de prácticamente todos los camaradas y colaboradores cercanos a Lenin.

¿Quién es David North?

Muy apropiadamente, en la contraportada de The Bolsheviks in Power figura un comentario del historiador John L.H. Keep alabando a Rabinowitch porque “explica por qué el gobierno bolchevique se volvió más dictatorial e incluso terrorista en la medida en que trataba de controlar a una población cada vez más empobrecida y descontenta”. La euforia de Keep por el libro es compartida por el “Comité Internacional de la IV Internacional” de David North y su World Socialist Web Site (WSWS). Una reseña de Frederick Choate y David North elogia el libro como “un punto de referencia esencial para el estudio de la secuela política y social del derrocamiento del Gobierno Provisional burgués y el establecimiento del régimen bolchevique” (“Bolsheviks in Power—Professor Alexander Rabinowitch’s Important Study of the First Year of Soviet Power” [Los bolcheviques en el poder: El importante estudio del profesor Alexander Rabinowitch sobre el primer año del poder soviético], 9 de noviembre de 2007, wsws.org). No cabe duda de que Bolsheviks in Power tiene algunos méritos. Pero, en esencia, es una diatriba antibolchevique.

David North y sus antecesores son veteranos maestros en el arte de convertir lo negro en blanco. North hizo su curso de aprendiz como lamebotas y gauleiter estadounidense del corrupto y gangsteril Comité Internacional de Gerry Healy, con sede en Gran Bretaña. Healy y su séquito de ideólogos podían usar palabrería trotskista ortodoxa al tiempo que servían a los intereses de las fuerzas antiobreras más dispares, desde el estalinista chino Mao Zedong hasta los dictadores burgueses de regímenes petroleros árabes, pasando por los partidarios antisoviéticos de la Guerra Fría y la venal y derechista burocracia obrera británica. Al menos desde 1976, durante varios años los healistas recibieron dinero de varios gobiernos árabes. Después de que Healy fuera destronado por sus lugartenientes en 1985, North denunció a todos y cada uno de sus antiguos dirigentes como renegados y arrebató la corona de Healy como “líder” del “trotskismo mundial”. En años recientes, North se ha transmutado en mandarín de Oxford, proclamándose pretenciosamente una de las principales autoridades (sino es que la principal) en cuanto al legado histórico de Trotsky.

Los northistas no sólo han festejado a Rabinowitch en distintas reuniones, sino que su casa editorial alemana, Mehring Verlag, ha producido y colocado en el mercado una traducción de The Bolsheviks in Power. Para vender mejor su mercancía revisionista, estos desvergonzados oportunistas han considerado necesario distanciarse, si bien por un pelo, del profesor antibolchevique. Así, North y Choate escriben: “Hay una ausencia notable de teorización de los sucesos”, la cual “en ocasiones lleva a interpretaciones unilaterales de los sucesos examinados”.

¡Qué encubrimiento! Lejos de ser ocasionalmente unilateral, en cada coyuntura decisiva Rabinowitch responde con un contundente “no” a la pregunta de si los bolcheviques deberían haber tomado y mantenido el poder estatal. De principio a fin, este libro ataca a Lenin y Trotsky mientras mima a todos los demás, desde los bolcheviques “moderados” como Grigorii Zinóviev y Lev Kámenev, quienes se opusieron a la toma del poder bolchevique, hasta los comunistas de izquierda de Nikolai Bujarin, los cuales se unieron a los eseristas de izquierda en oposición al tratado de paz con Alemania, y los francamente contrarrevolucionarios mencheviques y eseristas (calificados de “socialistas moderados”) que marchaban al lado de sus aliados monárquicos bajo la bandera “democrática” de la Asamblea Constituyente burguesa. Con excepción de la elección a la Asamblea Constituyente en noviembre de 1917, que los eseristas ganaron fácilmente, Rabinowitch etiqueta como “dudosas”, “fraudulentas” o “manipuladas” prácticamente todas las votaciones sostenidas bajo el dominio bolchevique —sin una pizca de evidencia real—. Rabinowitch ciertamente tiene una concepción de conjunto, trátese o no de una “teorización”, y se llama democracia liberal.

La quimera de un gobierno de “todos los partidos”

Desde el momento mismo de la toma del poder por parte de los bolcheviques, Rabinowitch emprende la búsqueda de fuerzas que lo devolvieran a la burguesía. Después de que los mencheviques y los eseristas abandonaran el II Congreso de los Soviets, los indecisos que se quedaron atrás pasaron semanas haciendo aspavientos histéricos por la “unidad” y por un “gobierno soviético de todos los partidos”. Estos indecisos incluían desde el ala considerable de los bolcheviques “moderados” hasta los mencheviques-internacionalistas de Iulii Mártov y los eseristas de izquierda. Rabinowitch claramente simpatiza con los demócratas pequeñoburgueses, calificando de “excepcionalmente proféticos” a quienes se oponían a un gobierno bolchevique y afirmando (como si fuera un hecho) que el propósito de Lenin al organizar una insurrección armada era “eliminar cualquier posibilidad de que el congreso formara una coalición socialista en la que los socialistas moderados tuvieran una voz significativa”. (Ésta y todas las demás citas sin atribución que siguen vienen de The Bolsheviks in Power.)

Este argumento es, en el mejor de los casos, engañoso. ¿Qué clase de coalición podía haber entre los que estaban por el poder proletario y la revolución socialista mundial y quienes, durante la insurrección y a lo largo de los ocho meses anteriores, habían servido de fachada para los generales zaristas y bonapartistas y los kadetes, el partido de la gran burguesía, en la continuación de la guerra imperialista? Aunque exalta el “espíritu de colaboración” promovido por gente como Mártov en la primera noche del Congreso, el propio Rabinowitch admite que este espíritu se “evaporó” apenas “abandonó el auditorio la mayor parte de los mencheviques y de los eseristas para ir a ayudar a coordinar la resistencia contra las operaciones militares dirigidas por los bolcheviques”. La voz de los “socialistas moderados” se escuchó muy claramente en la forma de cañonazos contra los guardias rojos y los distritos obreros, al tiempo que estudiantes de academias militares al interior de Petrogrado y fuerzas armadas fuera de la ciudad bajo el mando de Aleksandr Kerensky, depuesto como cabeza del Gobierno Provisional, intentaban aplastar al nuevo régimen.

Kámenev, al igual que Stalin (quien muy pronto retrocedió al segundo plano), fue uno de los “bolcheviques de marzo” que habían orientado al partido hacia el apoyo al Gobierno Provisional y la unidad con los mencheviques en las semanas anteriores a que Lenin regresara del exilio en abril de 1917. Más tarde volvieron a alzar la cabeza, después de que Lenin huyera a Finlandia para escapar de la intensa represión que siguió a las Jornadas de Julio, un levantamiento abortado llevado a cabo por elementos impacientes en las fábricas y los cuarteles de Petrogrado. En esta ocasión, los “moderados” de Kámenev encarrilaron al partido hacia el parlamentarismo burgués, participando en el Preparlamento y en la Conferencia Democrática, cuerpos concebidos para mantener a raya la revolución proletaria. En octubre, Kámenev y Zinóviev actuaron abiertamente como rompehuelgas, oponiéndose públicamente —y en la prensa menchevique, nada menos— a la insurrección inminente. (Todas las fechas hasta el 31 de enero de 1918, cuando el gobierno soviético adoptó el calendario moderno, corresponden al viejo calendario juliano, que tenía trece días de atraso.)

Cuando el Vikzhel, el comité ejecutivo del poderoso sindicato ferrocarrilero controlado por mencheviques y eseristas, amenazó con tomar los ferrocarriles si los bolcheviques no accedían a negociar la unidad, Kámenev y compañía aprovecharon la oportunidad. Las pláticas con el Vikzhel resultaron en una propuesta a favor de un gobierno multipartidista en el que los bolcheviques serían una minoría impotente, ¡y Lenin y Trotsky serían completamente excluidos! Kámenev y otros bolcheviques que participaron en las negociaciones apoyaron esta propuesta; David Riazánov, otro derechista, llegó incluso a aceptar un gobierno “democrático” no soviético (es decir, un Gobierno Provisional reciclado). Esta actitud conciliadora no hizo más que fortalecer la convicción entre mencheviques y eseristas de que el régimen soviético estaba al borde del colapso.

La puesta en práctica de la propuesta del Vikzhel habría significado el suicidio de la revolución, pero Lenin la detuvo al día siguiente, el 1° de noviembre. Fue en esa reunión del Comité Bolchevique de Petrogrado que Lenin hizo su famosa declaración, en un discurso suprimido posteriormente por los estalinistas, de que “Trotsky ha dicho hace ya bastante tiempo que el acuerdo era imposible. Trotsky lo ha comprendido y, desde entonces, no ha habido mejor bolchevique que él” (Trotsky, La revolución desfigurada [1929]). Lenin advirtió a Zinóviev, Kámenev y demás que, o seguían la disciplina del partido y dejaban de negociar con los enemigos de la revolución, o serían expulsados. En respuesta, éstos abandonaron sus puestos gubernamentales y renunciaron desafiantemente (“bajo presión”, según Rabinowitch) al Comité Central, jurando continuar la lucha por un gobierno de todos los partidos y la Asamblea Constituyente. Años más tarde, Trotsky comentó:

“Así, pues, quienes habían combatido la insurrección armada y la conquista del Poder como una aventura, intervinieron, después de la victoria de la insurrección, para hacer restituir el Poder a los partidos a los cuales se lo arrebató el proletariado... En otros términos, se trataba de salir por la puerta soviética al camino del parlamentarismo burgués”.

— Trotsky, Lecciones de Octubre (1924)

En “Del diario de un publicista”, una serie de artículos escritos en septiembre de 1917, Lenin había ridiculizado la afirmación del menchevique de izquierda Nikolai Sujánov de que los soviets podían ejercer influencia sobre el gobierno burgués y había celebrado el llamado de Trotsky a boicotear el Preparlamento y la Conferencia Democrática. Cada vez que las puertas de la revolución no estaban atrancadas contra las ilusiones parlamentarias, los obreros fueron víctimas de la catástrofe. Tan sólo unos meses después de Octubre, la revolución finlandesa fue ahogada en sangre por el barón Mannerheim y sus aliados alemanes gracias a que la irresoluta y heterogénea socialdemocracia finlandesa trató de crear una vereda hacia la democracia parlamentaria en medio de una guerra civil. Otto Kuusinen, un dirigente socialdemócrata de izquierda que más tarde se volvió comunista, recordó: “Resolvimos eludir la revolución, porque no deseábamos arriesgar las conquistas democráticas que habíamos realizado y porque, además, esperábamos salvar aquel recodo de la historia mediante hábiles maniobras parlamentarias... No teníamos fe en la revolución; no fundábamos en ella ninguna esperanza; no aspirábamos a hacer una revolución” (citado en Serge, Año I). El que la Revolución Rusa tuviera éxito se debió a la línea dura de Lenin y Trotsky contra la conciliación y la coalición.

El argumento de que los bolcheviques también deberían haber cedido el poder sobre la base de consideraciones democráticas formales ha sido el caballo de batalla recurrente de los socialdemócratas. Cuando este argumento fue levantado en la Independent Socialist League (Liga Socialista Independiente) de Max Shachtman en Estados Unidos a principios de la década de 1950, James Robertson, más tarde cofundador de la tendencia espartaquista, lo rechazó categóricamente. Ceder el poder habría sido “una traición de primer orden”, escribió Robertson (“Should the Bolsheviks Have Surrendered State Power?” [¿Deberían haber cedido el poder estatal los bolcheviques?], Forum, mayo de 1954). Como él insistió: “No había otro partido capaz de gobernar Rusia a través de los soviets, por no hablar de dirigir la III Internacional sobre líneas revolucionarias”. Robertson señaló que si los bolcheviques hubieran cedido el poder, ello habría significado no sólo la derrota del estado obrero, sino también la destrucción de los bolcheviques como organización revolucionaria.

Con la derrota de la oposición de Kámenev y Zinóviev, los eseristas de izquierda se resignaron a unirse al gobierno bolchevique, cosa que hicieron a mediados de noviembre, habiendo fusionado ya de antemano el cuerpo dirigente del Congreso de Soviets de Diputados Campesinos, dirigido por los eseristas de izquierda, con el Comité Ejecutivo Central de los soviets de obreros y soldados. Los eseristas de izquierda se unieron a los bolcheviques porque “a pesar de que su comportamiento grosero nos es totalmente ajeno”, como lo expresó la dirigente eserista de izquierda María Spiridónova, “las masas...los siguen” (citado en The Bolsheviks in Power).

La Asamblea Constituyente

Habiendo sido incapaz de cortar de raíz la revolución, ya sea mediante la fuerza de las armas o a través del chantaje “negociado”, la contrarrevolución se congregó en torno a los preparativos para la Asamblea Constituyente. Durante los meses que habían estado en el gobierno, los mencheviques y los eseristas habían hecho todo lo que estaba en su poder para posponer su convocatoria. Pero ahora clamaban por la Asamblea Constituyente, viéndola como el vehículo para la contrarrevolución “democrática”. En esto tenían razón. Para los bolcheviques, los eventos de 1917-18 clarificaron en la lucha la relación entre la dictadura proletaria (los soviets) y la democracia burguesa (la Asamblea Constituyente). Fue a partir de esta experiencia que Lenin y Trotsky terminaron por oponerse a la Asamblea Constituyente, dado que ésta sólo podía estar contrapuesta al poder soviético. Como la “dictadura democrática del proletariado y el campesinado”, que Lenin repudió en sus Tesis de Abril, el llamado por una Asamblea Constituyente era un vestigio del viejo programa mínimo bolchevique por una república democrática.

A pesar de guardar serias dudas al respecto, Lenin accedió a mantener el compromiso anterior a Octubre de convocar rápidamente a la Asamblea Constituyente. Las elecciones, realizadas en noviembre sobre la base de listas partidistas obsoletas, preparadas antes de que los eseristas de izquierda se escindieran de los de derecha y de que el impacto de la revolución penetrara en el campo, le otorgaron a los eseristas una mayoría general del 58 por ciento. En Petrogrado, donde las masas conocían muy bien las posiciones de los distintos partidos, los “socialistas moderados” fueron aplastados. Los bolcheviques obtuvieron 45 por ciento del voto, centrado en los cuarteles y los distritos obreros, mientras que los kadetes quedaron en segundo lugar con 26 por ciento, proveniente de la élite burguesa y sus subordinados en la clase media. La sociedad estaba polarizada: a favor o en contra de la revolución.

Después de rehusarse, predeciblemente, a reconocer el poder soviético en su sesión inaugural el 5 de enero, la Asamblea Constituyente fue disuelta sin prácticamente oposición alguna por parte de las masas. Trotsky recordó el comentario de Lenin después del hecho:

“Naturalmente, no aplazando la convención hemos corrido un riesgo extraordinario; ha sido una gran imprudencia. Pero ahora podemos felicitarnos de que haya sucedido así. La disolución de la Asamblea Constituyente por el poder soviético representa la liquidación pública y completa de la democracia formal en nombre de la dictadura revolucionaria. Será una buena lección”.

— citado en Trotsky, Lenin (Barcelona: Librería Catalonia, s/f)

Rabinowitch deja bastante claras sus simpatías sobre esta cuestión, lamentando que el 5 de enero marcó el “fin de los intentos por establecer un sistema democrático multipartidista al estilo occidental en Rusia durante la mayor parte del siglo XX”. A pesar de ello, se siente obligado a reconocer que el apoyo a la Asamblea Constituyente estaba limitado en gran medida a las clases privilegiadas. Los resultados de la elección, observa, “demostraron un fuerte respaldo a las políticas revolucionarias de los bolcheviques y al poder soviético entre las clases bajas de la región de Petrogrado”. En contraste, una manifestación del 28 de noviembre convocada por la Unión por la Defensa de la Asamblea Constituyente (UDAC) —un bloque de kadetes, eseristas, mencheviques y los socialistas populares liberales— estaba compuesta “de ciudadanos bien vestidos en su mayoría” e incluyó “encendidos discursos llamando por el fin inmediato del dominio soviético”.

La UDAC, controlada por los kadetes, estaba determinada a utilizar la inauguración de la Asamblea Constituyente para provocar un alzamiento contrarrevolucionario, un hecho que Rabinowitch hace todo lo posible por negar. Censura a Trotsky por hablar de un levantamiento kadete; etiqueta como “actos de provocación” el que se calificara a los kadetes como “enemigos del pueblo” y el que algunos de sus líderes hayan sido arrestados; insiste en que el Comité Central de los eseristas rechazó formalmente un plan hilado por su Comisión Militar para “secuestrar o asesinar dirigentes bolcheviques”. Y, sin embargo, Lenin fue víctima de un atentado el 1° de enero, como admite Rabinowitch, “por parte de un pequeño grupo idealista de jóvenes oficiales del ejército que habían venido desde el frente hasta Petrogrado para proteger la Asamblea Constituyente”. Y, como admite de dientes para afuera Rabinowitch, “al menos algunos de los instigadores” de una manifestación “pacífica” promovida por la UDAC el 5 de enero “esperaban que se transformara en una insurrección armada bajo la consigna ‘Todo el poder a la Asamblea Constituyente’”.

La noción promovida por mencheviques y eseristas de que un régimen democrático estable podía consolidarse sobre la base de la Asamblea Constituyente era una quimera. Estos partidos eran básicamente fuerzas agotadas —desgastadas a lo largo de meses de traiciones abiertas al servicio de la burguesía— y, para entonces, eran poco más que adjuntos de los kadetes, los militaristas y los imperialistas aliados. La verdadera importancia de la Asamblea Constituyente era su valor como hoja de parra “democrática” de la reacción. Una conferencia eserista en mayo de 1918 resolvió “derrocar la dictadura bolchevique y establecer un gobierno basado en el sufragio universal y dispuesto a aceptar la ayuda aliada en la guerra contra Alemania” (citado en E.H. Carr, La Revolución Bolchevique, 1917-1923, Vol. 1 [Madrid: Alianza Editorial, 1973]).

Esto sirvió de modelo al autodenominado Comité de Miembros de la Asamblea Constituyente (Komuch). En junio de 1918, este cuerpo dominado por los eseristas estableció un gobierno en la Rusia central sobre la base de las bayonetas de la Legión Checa, leal al nacionalista burgués Thomas Masaryk y sus amos en París y Londres. Enfocado como está en Petrogrado, Rabinowitch sólo hace referencia de pasada al Komuch. En cambio, Victor Serge no se anda con rodeos acerca de estos contrarrevolucionarios: “Toda ciudad conquistada era escenario de una gran matanza de comunistas y de sospechosos” (Serge, Año I). Sin embargo, cuando el Komuch demostró ser ineficaz en su combate contra los rojos, fue derrocado por los blancos del general Kolchak, quien procedió a ejecutar a varios de los “demócratas” eseristas.

Una de las virtudes de The Bolsheviks in Power es que confirma ampliamente, en contradicción con los puntos de vista y las intenciones del autor, que la Asamblea Constituyente sirvió a cada paso a quienes procuraban impedir, subvertir, rechazar y, en última instancia, derrocar al poder soviético. En otras palabras, era un grito de guerra de la contrarrevolución.

El tratado de paz de Brest-Litovsk

Apenas disuelta la Asamblea Constituyente, el régimen soviético enfrentó una crisis todavía más profunda. El II Congreso de los Soviets, dirigido por los bolcheviques, se había comprometido a trabajar por dar fin inmediato a la guerra imperialista. Cómo lograrlo era tema de un ríspido debate que llevó al Partido Bolchevique al borde de la escisión y puso fin a la coalición con los eseristas de izquierda. Fue sólo gracias a la firmeza y a la autoridad política de Lenin que el partido y el estado sobrevivieron intactos.

Aunque los Aliados hicieron caso omiso de la declaración de paz de los soviets, las Potencias Centrales encabezadas por Alemania accedieron a un armisticio. Alemania insistió en que la discusión sobre los términos de la paz tuviera lugar en la ciudad polaca de Brest-Litovsk, sede del cuartel general del ejército alemán. Las Potencias Centrales tenían sus propias razones para dar fin rápidamente a la guerra con Rusia, como documenta John Wheeler-Bennett en su exhaustivo recuento de 1938, Brest-Litovsk: The Forgotten Peace, March 1918 (Brest-Litovsk: La paz olvidada, marzo de 1918; Nueva York: W.W. Norton & Co., 1971). El hartazgo hacia la guerra era generalizado: en enero de 1918 estalló un efímero levantamiento revolucionario en Alemania, en tanto que Viena era sacudida por enormes huelgas contra la escasez de alimentos y por la paz inmediata. Alemania estaba determinada a transferir sus ejércitos del Frente Oriental para conducir lo que esperaba sería la ofensiva final contra la Entente anglofrancesa antes de que sus nuevos aliados estadounidenses pudieran llegar con todas sus fuerzas; Austria, desangrada y al borde de la hambruna, estaba desesperada por conseguir la paz a cualquier costo.

Los bolcheviques inicialmente tenían la esperanza de que la revolución proletaria en Rusia inspiraría en el corto plazo a los obreros de otros países europeos a derrocar a sus gobernantes y a conducir a una paz universal y democrática. Pero no fue así. A pesar de ello, una parte considerable de la dirección del partido, encabezada por Bujarin, argumentaba que una paz separada con Alemania sería una traición a la causa de la revolución mundial. Rechazando como cuestión de principios cualquier acuerdo con los imperialistas, aseguraban que el único camino posible para el estado soviético era librar una guerra revolucionaria contra Alemania, incluso si ello significaba la muerte de la revolución en Rusia. La lógica subyacente era que un estado obrero aislado y relativamente débil no podía usar jamás los conflictos temporales entre las potencias imperialistas para sus propios fines y, por tanto, su vida sería muy corta.

Rabinowitch, sin hacer demasiados comentarios, describe cómo Lenin, sobre la base de investigación y entrevistas exhaustivas, llegó muy pronto a la conclusión de que el ejército ruso estaba desintegrándose rápidamente y no estaba en condiciones de pelear. Lenin argumentó a favor de aceptar inmediatamente los términos de Alemania, sin importar cuan onerosos fueran. En esto, representaba una minoría del Comité Central a la que se oponían no sólo los comunistas de izquierda, sino también Trotsky, quien proponía una posición intermedia de “ni guerra ni paz” (rehusarse a continuar la guerra, rehusarse a firmar el tratado). La posición de Trotsky ganó, dando como resultado el rápido avance de las fuerzas alemanas, que anexaron cientos de kilómetros adicionales de territorio soviético. Trotsky entonces retrocedió y Lenin finalmente pudo convencer al Partido Bolchevique y al gobierno soviético de aceptar términos incluso más onerosos para que la revolución pudiera sobrevivir y continuar la lucha en otra ocasión. Era necesario resistir hasta que la revolución alemana madurara, argumentaba Lenin, porque de otro modo “estamos perdidos” (Informe Político del Comité Central, 7 de marzo de 1918, VII Congreso Extraordinario del PC(B) de Rusia).

Rompiendo la disciplina, Bujarin se unió a Mártov y los eseristas de izquierda (y, desde luego, también a los de derecha y los mencheviques) en la denuncia pública del tratado de Brest. Lenin lo puso con toda claridad: “No firmar la paz en estos momentos equivale a declarar la insurrección armada o la guerra revolucionaria contra el imperialismo alemán. Es, o bien una frase, o bien una provocación de la burguesía rusa que ansía que lleguen los alemanes” (“Nota sobre la necesidad de firmar la paz”, 24 de febrero de 1918). El que los comunistas de izquierda y los eseristas de izquierda se encontraran a sí mismos en un bloque con los oportunistas más derechistas en oposición al tratado de Brest, a pesar de sus distintos impulsos, subraya que esta oposición fundamentalmente corría paralela a las exigencias de los imperialistas aliados de que Rusia continuara la guerra con Alemania.

El IV Congreso de los Soviets en marzo ratificó el tratado por una mayoría abrumadora. En respuesta a una serie de oponentes de la paz, un delegado campesino apoyó, de manera simple pero poderosa, la posición de Lenin:

“Camaradas: hemos luchado durante cuatro años; estamos agotados. No tenemos ejército. No tenemos provisiones. Los alemanes tienen un ejército. Está a unos cuantos kilómetros de Moscú y Petrogrado. Está listo para avanzar. Estamos indefensos”.

— citado en Wheeler-Bennett, Brest-Litovsk

De hecho, tan sólo días antes del Congreso la dirección bolchevique había trasladado la sede del gobierno a Moscú para huir del cerco alemán-finlandés que se estrechaba en torno a Petrogrado. Esto le da a Rabinowitch la oportunidad de lanzar cínicas acusaciones de cobardía, comentando burlón: “los principales héroes de ‘Octubre’ se escabulleron a Moscú, presas evidentes del pánico”. Rabinowitch aborrece todo lo que fue fuerte y resuelto en la revolución, mientras que exalta todo lo que fue débil y desorganizado. Pero Lenin y Trotsky eran revolucionarios, no románticos liberales. Sabían que los líderes proletarios no son fácilmente remplazables.

Ésta fue una lección por la que el proletariado alemán pagó con la sangre de sus dirigentes revolucionarios con mayor autoridad. Cuando el gobierno alemán, de “socialistas moderados”, se movilizó para aplastar el Levantamiento Espartaquista en Berlín en enero de 1919, los líderes espartaquistas Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht no salieron de la línea de fuego. Fueron masacrados, por orden de los socialdemócratas, a manos del Freikorps, que ya había probado la sangre en la batalla contra el bolchevismo en los países bálticos.

El levantamiento de los eseristas de izquierda

Rabinowitch reconoce que “la promesa de paz inmediata” había sido “uno de los aspectos más atractivos” del programa bolchevique en 1917. En efecto, la promesa de tierra y paz fue clave para atraer el enorme peso del campesinado —incluidos aquéllos en uniforme que conformaban el grueso de las unidades militares— detrás del proletariado revolucionario. A pesar de ello, Rabinowitch procede a justificar la reacción fanáticamente antibolchevique a la ratificación del tratado. Los eseristas de izquierda (junto con cuatro comunistas de izquierda) se retiraron del Sovnarkom, el gobierno soviético. Los eseristas de izquierda, informa Rabinowitch, “también escalaron su guerra de guerrillas contra los alemanes en la región báltica y Ucrania” y “comenzaron a dar pasos para poner en práctica un programa de terrorismo contra altos funcionarios alemanes”.

De hecho, estas acciones equivalían a una declaración de guerra contra el gobierno soviético existente. Aun así, los bolcheviques permitieron que los eseristas de izquierda mantuvieran una influencia considerable en varias administraciones soviéticas locales, así como en la agencia soviética para combatir el sabotaje y la contrarrevolución, la Cheka, conocida como la “espada de la revolución” y dirigida por el bolchevique polaco Feliks Dzerzhinsky. El 6 de julio, poco después de la inauguración del V Congreso de los Soviets, dos miembros eseristas de izquierda de la Cheka entraron a la delegación alemana en Moscú, citando la autoridad de Dzerzhinsky, y asesinaron al embajador alemán. Esto anunció un levantamiento armado contra el poder soviético.

No es así, concluye el sabio profesor después de haber “revisado toda la evidencia publicada e inédita disponible”. El asesinato del conde Mirbach no fue parte de un levantamiento antisoviético; fue simplemente “un acto equivocado”, una decisión “tomada al vapor” después de que las esperanzas de los eseristas de izquierda de eliminar el tratado de Brest y “dar nueva forma a las políticas del Sovnarkom fueran destruidas” en el V Congreso. Para concluir, Rabinowitch juega su mejor carta en defensa de sus clientes: un levantamiento antisoviético era “completamente inconcebible” para los eseristas de izquierda dado que “el centro del credo de los eseristas de izquierda incluía la hegemonía de los soviets revolucionarios y democráticos”.

Rabinowitch mismo ofrece evidencia suficiente de una conspiración de eseristas de izquierda contra el gobierno soviético. Lejos de haber tomado una decisión al vapor, los eseristas de izquierda habían estado conspirando durante al menos tres meses, a espaldas del gobierno y en contra de la abrumadora voluntad del Congreso de los Soviets, para provocar un renovado ataque alemán contra el estado soviético. Mientras Mirbach era asesinado “prácticamente todo el Comité Central de los eseristas de izquierda estaba reunido en el centro de comando militar” de la Cheka, donde el eserista de izquierda Dmitri Popov aún mantenía el control de “formidables fuerzas militares”. A Dzerzhinsky lo tomaron como rehén. El Kremlin fue blanco de cañonazos.

Esa noche, el dirigente eserista de izquierda Prosh Proshian dirigió un destacamento de marineros para ocupar la Oficina Central de Telégrafos —¡hecho que Rabinowitch minimiza, confinándolo a una nota al pie!—. Declarando que “matamos a Mirbach, el Sovnarkom está bajo arresto”, Proshian ordenó que todos los telegramas firmados por Lenin, Trotsky o Sverdlov fueran suprimidos por representar un peligro “al actual partido en el poder, en particular los eseristas de izquierda” (citado en The Bolsheviks in Power). A la mañana siguiente, una unidad militar eserista de izquierda atrincherada en la Escuela de Pajes de Petrogrado desafió los intentos bolcheviques de negociar su rendición, dando inicio a una batalla callejera campal en la que los eseristas de izquierda mataron a diez soldados del Ejército Rojo (un hecho que Rabinowitch omite).

Rabinowitch quisiera culpar a Lenin de todo, acusando a los bolcheviques de provocar a los eseristas de izquierda y de “fabricar” una mayoría bolchevique en el V Congreso de los Soviets. (La acusación de “fabricación”, admite el autor, está basada en “evidencia circunstancial” y en la “duda persistente” acerca de cómo podía ser que los bolcheviques mantuvieran un apoyo tan amplio.) El hecho es que los eseristas de izquierda se colocaron, de manera voluntaria, fuera de la legalidad soviética; tres meses después intentaron un segundo levantamiento, esta vez en el Segundo Destacamento de la Flota del Báltico. Habiendo cometido suicidio político, rápidamente se desintegraron en varios fragmentos; los mejores elementos —incluido uno de los asesinos de Mirbach, Iakov Blumkin— se pasaron a los bolcheviques. Para los bolcheviques, por otro lado, el intento de sublevación por parte de sus antiguos aliados tuvo un efecto saludable, como observó Trotsky en su tributo de 1925 al organizador bolchevique Iakov Sverdlov:

“A pesar de que, por supuesto, jamás se llegó siquiera a hablar de confundir las organizaciones, el bloque con los socialrevolucionarios de izquierda indiscutiblemente tendió a hacer un poco nebulosa la conducta de nuestro partido... El relajamiento, la falta de vigilancia y de cohesión entre los miembros del partido recientemente ubicados en el aparato estatal todavía fresco se expresa nítidamente en el simple hecho de que el núcleo básico de la sublevación estaba formado por la organización de los socialrevolucionarios de izquierda en las tropas de la Cheka.

“El cambio salvador ocurrió, literalmente, en el plazo de dos o tres días. Durante los días de la insurrección montada por uno de los partidos gobernantes contra el otro, cuando todas las relaciones personales bruscamente fueron puestas en cuestión y los funcionarios en las instituciones estatales comenzaron a oscilar, fue cuando los mejores y más entregados elementos comunistas en todo tipo de instituciones rápidamente cerraron filas entre sí, rompiendo todos los lazos con los socialrevolucionarios y combatiéndolos... Puede decirse que fue precisamente en esos momentos cuando el partido, en su mayoría, tomó realmente conciencia de su papel como organización gobernante, como el dirigente del estado proletario, como el partido de la dictadura del proletariado no sólo en sus aspectos políticos sino también en los organizativos”.

— Trotsky, “Iakov Sverdlov” (1925)

Los eseristas de izquierda, un partido campesino

Sin importar cuán sincera fuera la creencia en el socialismo y el poder soviético de los dirigentes eseristas de izquierda, como ellos los entendían, su perspectiva era fundamentalmente ajena a la del proletariado revolucionario. De manera típica, mientras se unían al clamor por un gobierno de todos los partidos en los días subsecuentes a la insurrección, los eseristas de izquierda propusieron sin éxito que la mitad del Comité Ejecutivo Central de los soviets estuviera compuesta por delegados campesinos y hasta una tercera parte por representantes de las dumas municipales burguesas (ver John L.H. Keep, ed., The Debate on Soviet Power: Minutes of the All-Russian Executive Committee of Soviets, Second Convocation, October 1917-January 1918 [El debate sobre el poder soviético: Actas del Comité Ejecutivo de los Soviets de toda Rusia, segunda convocación, octubre de 1917-enero de 1918; Londres: Oxford University Press, 1979]). Como los populistas que eran, los eseristas de izquierda no veían ninguna distinción fundamental entre el campesinado y el proletariado. Eran “el partido de los campesinos medios”, observa Serge: “Inmediatamente se aclaran ante nuestros ojos sus vacilaciones, sus tendencias anarquizantes, su hábito de oponer la espontaneidad a la organización, su aversión al estado centralizado y al ejército regular, su apego a la guerra de guerrillas, su espíritu democrático en constante oposición al espíritu dictatorial de los bolcheviques” (Año I). La alianza de los eseristas de izquierda con los bolcheviques era inherentemente inestable.

La situación desesperada de la república soviética no dejaba lugar a románticos ni a vendedores de ilusiones. En los meses anteriores a la Revolución de Octubre, en artículos como “La catástrofe que nos amenaza y cómo combatirla” (septiembre de 1917), Lenin había hecho notar el estrangulamiento de la producción industrial y la amenaza de hambruna para argumentar por la toma inmediata del poder estatal por parte del proletariado. El sabotaje capitalista y las intrigas contrarrevolucionarias no hicieron sino incrementarse después de Octubre. La situación fue exacerbada cualitativamente por la paz de los saqueadores, cuando Alemania se hizo del control de hasta 70 por ciento de la industria metalúrgica rusa, 45 por ciento de su producción de combustibles y 55 por ciento de su producción de grano. Con Petrogrado y Moscú al borde del hambre masiva, gran parte de la población huyó al campo. Decenas de miles de los obreros con mayor conciencia de clase habían sido integrados a la administración soviética o enviados a los diversos frentes de la Guerra Civil. Los que quedaron atrás estaban en su mayoría desesperados y desmoralizados.

Frente a esta situación, los eseristas de izquierda argumentaron, escribe Rabinowitch con aprobación, que “la base social principal del gobierno revolucionario tiene que ser la aún enorme, saludable y políticamente capaz clase de campesinos trabajadores de Rusia: los campesinos medios y pobres que trabajan sus modestas parcelas”. Éste era un argumento para liquidar la dictadura de clase del proletariado a favor de una masa atomizada de pequeños propietarios, lo que conduciría rápidamente a la anarquía y la restauración capitalista. Los eseristas de izquierda se opusieron a la “dictadura sobre la distribución de alimentos” de los bolcheviques, implantada para lidiar con el rampante acaparamiento de grano por parte de los campesinos acomodados, y prohibieron que sus miembros participaran en los destacamentos de distribución de alimentos que eran cruciales para abastecer las ciudades y al Ejército Rojo. Se opusieron a los intentos de los bolcheviques por llevar la guerra de clases al campo a través de la formación de Comités de Campesinos Pobres (kombedy), quejándose, en palabras de Rabinowitch, de que “una nueva categoría entera de pequeños propietarios” serían “definidos como enemigos de clase”.

El caso Shchastny

Incluso mientras los eseristas de izquierda conspiraban para organizar su levantamiento antisoviético, fuerzas más siniestras buscaban capitalizar las dificultades extremas que enfrentaba la república soviética para fomentar la contrarrevolución. Rabinowitch dedica varias páginas de su libro a defender apasionadamente al capitán de la marina soviética Aleksei Shchastny, quien asumió el mando de la Flota del Báltico en marzo de 1918. Conocido ampliamente como “almirante”, Shchastny ganó sus laureles organizando la “Marcha del Hielo”, en la que más de 200 barcos amenazados por las fuerzas alemanas y finlandesas atravesaron las aguas cubiertas de hielo hacia la relativa seguridad de Kronstadt.

En este punto, Trotsky remplaza a Lenin como el villano principal del recuento de Rabinowitch. Éste último acusa al dirigente del Ejército Rojo de haber tendido una trampa a Shchastny para arrestarlo y de haber organizado “unilateralmente una investigación, un juicio montado y una condena a muerte bajo el cargo espurio de intentar derrocar la Comuna de Petrogrado”, la administración local soviética. Shchastny fue ejecutado el 21 de junio. El caso supuestamente fabricado por Trotsky, se nos informa, finalmente fue revertido con la “rehabilitación” del capitán contrarrevolucionario en 1995...¡por el régimen contrarrevolucionario de Boris Yeltsin! Algunos años después, un artículo de Rabinowitch, “The Shchastny File: Trotsky and the Case of the Hero of the Baltic Fleet” (El expediente Shchastny: Trotsky y el caso del héroe de la Flota del Báltico, Russian Review, octubre de 1999), fue traducido al ruso en una versión expandida para facilitar una nueva oleada de calumnias contra Trotsky por parte de los apologistas de la nueva Rusia capitalista.

Éste no fue un linchamiento, como quiere hacer creer Rabinowitch, sino una corte marcial necesaria en el momento en que el destino del estado soviético pendía de un hilo. Como explicó el biógrafo de Trotsky, Isaac Deutscher:

“El proceso tuvo por objeto inculcar en la mente del ejército naciente la idea —que cualquier ejército establecido da por sentada— de que ciertos actos deben considerarse y castigarse como traición; y sirvió para intimidar a los oficiales que simpatizaban con las Guardias Blancas. En una guerra civil, cualquier castigo menos severo que la muerte rara vez tiene efecto disuasivo. El temor a la prisión no detiene al traidor en potencia, porque éste en todo caso confía en la victoria del otro bando, que lo liberará, lo honrará y lo recompensará; o tal vez puede esperar cuando menos una amnistía al término de la guerra civil”.

— Deutscher, El profeta armado (México: Ediciones Era, 1976)

En su prisa por condenar a Trotsky por conducir “posiblemente el primer ‘Juicio Farsa’ soviético” —refiriéndose al sello distintivo de las sangrientas purgas realizadas por Stalin a finales de la década de 1930—, Rabinowitch opta por ocultar el testimonio del colaborador de Shchastny en su conspiración, el teniente Fedotov, que reveló en sus memorias de 1944 lo que le había confiado Shchastny:

“Los bolcheviques son agentes alemanes, van a tratar de entregarle la flota a los alemanes para que puedan usarla contra los aliados. Algo va a suceder, sin embargo, que va a detenerlos... La Flota del Báltico hizo posible la revolución bolchevique, la Flota del Báltico pondrá fin al poder bolchevique”.

— citado en Evan Mawdsley, The Russian Revolution and the Baltic Fleet (La Revolución Rusa y la Flota del Báltico, Londres: Macmillan Press, 1978)

Incluso sin la declaración de Fedotov, el recuento de Rabinowitch proporciona suficientes pruebas para demostrar que los cargos contra Shchastny estaban lejos de ser espurios. La paz de Brest había traído consigo un resurgimiento de la Gran Mentira de que los bolcheviques eran agentes alemanes, mentira que había sido utilizada por Kerensky y la burguesía para perseguir y aterrorizar a los obreros y soldados bolcheviques en el verano de 1917, algunos meses antes de la toma del poder bolchevique. Ahora, bajo órdenes estrictas de evitar cualquier acción que provocara una renovada invasión alemana, Shchastny promovía la noción de que el gobierno bolchevique estaba en una alianza secreta con la Alemania imperialista para vender a la Madre Rusia. No es una coincidencia, como admite Rabinowitch en “The Shchastny File”, que Shchastny fuera un “patriota ruso”, “activo, según algunos informes, en una organización socialista moderada de oficiales navales” (Russian Review, octubre de 1999). En el centro de esta conspiración “socialista moderada” al interior de la marina soviética estaba un agente monárquico británico, el capitán Francis Cromie, que había prometido a sus cómplices reubicarlos en Gran Bretaña. Cromie murió poco después en una balacera con tropas de la Cheka, cuando éstas irrumpieron en una reunión clandestina de agentes imperialistas y contrarrevolucionarios rusos.

Shchastny y otros spetsy (antiguos oficiales y funcionarios zaristas que habían accedido a servir como especialistas bajo mando rojo) llamaron por una movilización bélica en defensa “de la patria...no del poder soviético”. Shchastny condujo a sus marineros a rechazar la autoridad del nuevo comisario de la Flota del Báltico, Iván Flerovsky, nombrado por Trotsky. En el III Congreso de delegados de la Flota del Báltico, Shchastny se alzó desafiante contra los bolcheviques, vociferando que “había llegado el momento de que el gobierno central se ponga en pie y combata a los alemanes”. En mayo, los minadores bajo el mando de Shchastny llamaron por remplazar a la Comuna de Petrogrado con una dictadura de la Flota del Báltico y se movilizaron en defensa de dos oficiales “devotamente antibolcheviques” que habían promovido este llamado. Cuando Shchastny fue arrestado, llevaba consigo cartas falsificadas que supuestamente demostraban la colaboración secreta entre los bolcheviques y el gobierno alemán (Rabinowitch sólo acepta en una nota al pie que éstas eran, de hecho, falsificaciones).

La simpatía de Rabinowitch por su “héroe” es tan grande que ni siquiera se molesta en citar los argumentos de Trotsky contra Shchastny. Para cerrar su detallado testimonio ante la corte marcial el 20 de junio de 1918, Trotsky afirmó:

“Shchastny profundizó, persistente y firmemente, la brecha entre la flota y el poder soviético. Sembrando el pánico, sistemáticamente promovió su candidatura para el papel de salvador...

“Cuando los señores almirantes y generales empiezan, durante una revolución, a hacer su propio juego político, deben estar siempre preparados para tomar responsabilidad por su juego, en caso de que fracase. El almirante Shchastny ha perdido la partida”.

— “The First Betrayal” (La primera traición) en The Military Writings and Speeches of Leon Trotsky: How the Revolution Armed (Escritos y discursos militares de León Trotsky: Cómo se armó la revolución), Vol. 1 (Londres: New Park Publications, 1979)

Agitación contrarrevolucionaria en Petrogrado

La conspiración en la Flota del Báltico avanzó en paralelo a acontecimientos similares en la propia ciudad de Petrogrado. La Asamblea Extraordinaria de Delegados de Fábricas y Plantas de Petrogrado (AED) emergió en la primavera de 1918, cuando el gobierno soviético era particularmente vulnerable debido a la severa escasez de alimentos en la ciudad. Rabinowitch retrata a la AED como una suerte de movimiento espontáneo y elemental, pero los propios hechos que menciona revelan que no se trataba sino de un nuevo ardid por parte de los mismos “socialistas moderados” contrarrevolucionarios, tramado después de la disolución de la Asamblea Constituyente. Sus pocos baluartes eran las plantas en las que los mencheviques y los eseristas mantenían cierta influencia, centralmente aquéllas dedicadas a la producción para la guerra, como la fábrica Obujov. Otra era la fábrica San Gali, “que había sido una isla de calma relativa entre la administración y los obreros en el periodo revolucionario” y se volvió combativa sólo contra el régimen bolchevique. Serge da una medida del estado de ánimo atrasado y antisemita cultivado por la AED con la siguiente cita de un orador eserista en la fábrica Putilov: “[Hay que] tirar al Neva a los judíos, constituir un comité de huelga y dejar el trabajo” (Serge, Año I).

Bajo la consigna de renovar la revolución volviendo a convocar la Asamblea Constituyente, la AED buscaba derrocar el dominio soviético. Ésta decidió organizar una marcha provocadora separada el Primero de Mayo, la cual al menos una parte de la dirección de la AED esperaba que condujera a enfrentamientos sangrientos con las fuerzas gubernamentales; la marcha fue cancelada en el último momento por falta de apoyo entre los obreros. El 20 de junio, V. Volodarsky, un dirigente bolchevique de Petrogrado, fue asesinado cerca de la fábrica Obujov. Durante los dos días siguientes, los minadores de la Flota del Báltico se unieron a los obreros de Obujov en un intento fallido de insurrección contra los bolcheviques.

La AED murió en silencio a fines de julio, después de fracasar en su intento por obtener apoyo significativo para una huelga general el 2 de julio. Rabinowitch condena la “dudosa ‘autoridad’” del recién elegido soviet de Petrogrado para tratar de detener la huelga general y condena también la “brutal supresión”, que principalmente consistió en el cierre de imprentas hostiles, advertencias de encarcelamiento para los agitadores y patrullas armadas en las calles. La muerte de un dirigente bolchevique a manos de terroristas eseristas, en cambio, no merece ser calificada como brutal. Lejos de ello, Rabinowitch se queja de que Volodarsky había “amordazado” a la incendiaria prensa eserista hasta poco antes de las elecciones del soviet de Petrogrado. El joven bolchevique Ilyin-Zhenevsky describe la amarga reacción de los obreros con conciencia de clase frente al asesinato de Volodarsky:

“Le habíamos dado a nuestros oponentes políticos todas las oportunidades para combatirnos en las elecciones al soviet de Petrogrado. Habíamos permitido la publicación de todos sus periódicos. Habíamos escuchado con calma todos sus discursos demagógicos y difamatorios en las reuniones obreras. Habíamos puesto mucho cuidado de no usurpar sus ‘derechos civiles’. Y así nos respondieron”.

— A.F. Ilyin-Zhenevsky, The Bolsheviks in Power: Reminiscences of the Year 1918 (Los bolcheviques en el poder: Recuerdos del año 1918, Londres: New Park, 1984)

Terror Rojo vs. reacción blanca

Conforme el verano daba paso al otoño, la Rusia soviética estaba sumergida de un extremo a otro en un mar de intervención militar aliada, conspiraciones contrarrevolucionarias internas, hambruna y cólera. El 30 de agosto, asesinos eseristas dieron muerte al jefe de la Cheka en Petrogrado (PCheka), M.S. Uritsky, un revolucionario veterano y dirigente experimentado que se había unido a los bolcheviques junto con Trotsky como parte de los mezhraiontsy, miembros del Comité Interdistrital, en 1917. Esa misma noche, otro grupo de asesinos casi logró dar muerte a Lenin afuera de una reunión en una fábrica de Moscú. Victor Serge señala: “Todos tuvieron la sensación de que había sonado una hora suprema; no le quedaba a la revolución otra alternativa que matar o dejarse matar” (Año I). Para combatir el Terror Blanco rampante, fue proclamado el Terror Rojo.

A pesar de documentar la multitud de conspiraciones y revueltas fallidas llevadas a cabo en colaboración directa con agentes británicos y franceses de alto rango, Rabinowitch no encuentra evidencia de “una gran conspiración nacional e internacional contra el poder soviético” en el asesinato de Uritsky. En cambio, acusa a los bolcheviques de utilizar el asesinato de Uritsky y el intento de asesinato contra Lenin para “lanzar una orgía de tomas de rehenes y ejecuciones políticamente motivadas por parte de la PCheka” y de promover “la justicia del linchamiento” con artículos editoriales “incendiarios”.

El resultado de esta “orgía de ejecuciones” fueron unos 500 muertos a manos de la Cheka en Petrogrado y un número mucho menor en Moscú en la semana posterior al asesinato de Uritsky, con números similares o menores en otras ciudades. La Krasnaya Gazeta de Petrogrado declaró: “Que nuestros enemigos nos dejen construir en paz la nueva vida. Entonces dejaremos de acosarlos, desentendiéndonos del odio que llevan dentro” (citado en Serge, Año I). Rabinowitch guarda silencio acerca de las verdaderas orgías de asesinatos masivos emprendidas por los blancos. Serge documenta que en Finlandia los blancos victoriosos dispararon con balas expansivas contra 200 mujeres en un mismo lugar y ametrallaron a 600 guardias rojos a sangre fría en otro, matando en total a decenas de miles de obreros desarmados y sus familias, y eso fue después del combate. En su biografía de Larissa Reissner, que a la edad de 23 años se convirtió en la primera comisaria mujer en el Ejército Rojo, Cathy Porter describe las masacres y los pogromos que acompañaron a la Legión Checa y al gobierno de los eseristas y el Komuch dondequiera que tuvieron influencia decisiva, por breve que ésta fuera: en Samara “los bolcheviques fueron masacrados en las calles y hubo una epidemia de linchamientos”; en Kazán “las calles estaban cubiertas de cuerpos desnudos y mutilados, con los ojos arrancados y las credenciales del partido clavadas en el pecho” y así sucesivamente (Porter, Larisa Reisner [Londres: Virago Press, 1988]).

Rabinowitch no menciona el que probablemente fue el evento militar más importante de 1918: la batalla de Sviyazhsk, en las afueras de Kazán (ver “Larissa Reissner sobre el Ejército Rojo de Trotsky”, página 64). Ahí, con el famoso tren de Trotsky como centro neurálgico, el Ejército Rojo resistió a una fuerza mucho mayor de blancos y empezó a establecerse como una verdadera fuerza. Bajo las órdenes de Trotsky, 27 soldados, incluidos varios comunistas, que se habían rendido al pánico y huido del enemigo fueron enjuiciados y fusilados. Como Reissner relata en “Sviyazhsk”, un escrito de alrededor de 1922:

“El ejército entero estaba ansioso con habladurías de comunistas convertidos en cobardes, de que las leyes no habían sido escritas para ellos, de que ellos podían desertar impunemente mientras que un soldado de base ordinario sería ejecutado como un perro.

“De no haber sido por el valor excepcional de Trotsky, del comandante del ejército y de otros miembros del Consejo Militar Revolucionario, la reputación de los comunistas que trabajaban en el ejército habría sufrido un duro golpe y quedado arruinada durante mucho tiempo”.

Medidas severas como éstas fueron indispensables para forjar el ejército disciplinado y cohesionado que habría de derrotar a los blancos y sus aliados imperialistas. Aunque la Guerra Civil continuó hasta 1920, Sviyazhsk fue un punto de inflexión.

La Revolución Alemana de 1918-19

A unos cuantos meses de esta batalla, mientras Petrogrado celebraba el primer aniversario de la Revolución de Octubre, llegaron electrizantes noticias de que consejos de obreros, soldados y marineros habían surgido por toda Alemania y que el káiser había sido derrocado. Recordando el espíritu de patriotismo que había impregnado a la oposición al tratado de Brest, Lenin escribió:

“La amargura, el resentimiento y la violenta indignación provocados por esta paz son fáciles de comprender, y no hace falta decir que nosotros los marxistas sólo podíamos esperar de la vanguardia consciente del proletariado que comprendiera la verdad de que hacíamos y estábamos obligados a hacer grandes sacrificios nacionales en aras de los supremos intereses de la revolución proletaria mundial...

Pero resultó como dijimos.

“El imperialismo alemán, que parecía ser el único enemigo, se derrumbó. La revolución alemana, que parecía ser un ‘sueño-farsa’ (utilizando la conocida expresión de Plejánov), se ha convertido en una realidad. El imperialismo anglo-francés, pintado por la fantasía de los demócratas pequeñoburgueses como amigo de la democracia y defensor de los oprimidos, resultó ser una bestia salvaje que impuso a la república alemana y al pueblo de Austria condiciones peores que las de Brest, una bestia salvaje que utilizó ejércitos de republicanos ‘libres’ —franceses y norteamericanos— como gendarmes, verdugos y estranguladores de la independencia y la libertad de las naciones pequeñas y débiles”.

— “Las valiosas declaraciones de Pitirim Sorokin” (20 de noviembre de 1918)

La revolución alemana fracasaría, a pesar de sus circunstancias objetivas bastante favorables. En lugar de un partido de tipo bolchevique, templado a lo largo de años de lucha y de una escisión definitiva con los oportunistas mencheviques en 1912, había sólo un puñado de pequeños grupos con mentalidad revolucionaria, principalmente la Spartakusbund de Luxemburg y Liebknecht, que permaneció al interior del centrista Partido Socialista Independiente (USPD) de Karl Kautsky hasta la fundación del Partido Comunista a finales de diciembre de 1918. Los socialdemócratas chovinistas dirigidos por Noske, Scheidemann y Ebert se hicieron del control de los consejos de obreros, soldados y marineros, los neutralizaron y, en colaboración con el USPD, subordinaron estos órganos potenciales de la revolución a un nuevo gobierno burgués, coronado con una Asamblea Nacional democrática, el equivalente alemán de la Asamblea Constituyente. Luxemburg y Liebknecht fueron asesinados (y poco después también lo fue Leo Jogiches, camarada polaco de Luxemburg) y la revolución fue ahogada en sangre. Así se aplicó en Berlín, en 1918-19, la perspectiva impulsada por mencheviques como Theodore Dan en Petrogrado en 1917. Trotsky observó:

“Si el menchevismo estaba impregnado de las costumbres y el espíritu de la socialdemocracia alemana de la época de la decadencia, Dan parecía sencillamente un miembro de Comité del partido alemán, algo así como un Ebert de menos categoría. Un año después, el Dan alemán practicaba con éxito, en su país, la política que pretendiera practicar, con poca fortuna, el Ebert ruso. Pero las causas del éxito de aquél y del fracaso de éste no deben buscarse en las personas, sino en las circunstancias”.

— Trotsky, Historia de la Revolución Rusa

Rabinowitch utiliza la derrota de la Revolución Alemana como coda a su fábula moralizante sobre el “extremismo bolchevique”. Danzando sobre la multitud de cadáveres de obreros revolucionarios alemanes, concluye:

“Por un breve periodo, existió en Alemania una suerte de poder dual, con soviets de obreros y soldados operando en paralelo a un nuevo gobierno provisional. Pero la vasta mayoría de estos soviets estaban controlados por los moderados. Comprometidos con una democracia parlamentaria de tipo occidental, consolidaron su poder y restauraron una calma relativa... La aversión hacia el extremismo bolchevique fue un factor significativo que dio forma al resultado moderado de la revolución alemana de 1918”.

Este “resultado moderado”, la República de Weimar, fue un episodio plagado de crisis que culminó con el régimen nazi de Hitler.

Piratas políticos

Esto nos lleva de vuelta a esos distribuidores y agentes de prensa de The Bolsheviks in Power, la World Socialist Web Site de David North. ¿Cómo puede ser que una organización que afirma ser trotskista propale una obra hostil a Lenin y Trotsky y a su defensa del incipiente estado obrero soviético? De hecho, esta clase de políticas antisoviéticas están completamente en línea con la historia del Comité Internacional (CI) bajo el mando de North y su predecesor, Gerry Healy. Cuando lo desean, los northistas pueden usar palabrería trotskista ortodoxa. Pero, tomando prestado el término de Lenin, son “bandidos políticos”, es decir, piratas políticos capaces de enarbolar cualquier bandera para atacar cualquier blanco. Siempre que sirvió a sus intereses oportunistas episódicos y frecuentemente grotescos, el CI utilizó gustoso los tribunales capitalistas contra sus oponentes en el movimiento obrero, actuó como agente de prensa a sueldo para distintos regímenes petroleros del Medio Oriente y en general se arrastró ante todo tipo de fuerzas de clase distintas al proletariado. En 1966, los healistas emprendieron una acción legal en Londres contra Ernest Tate, quien se declaraba trotskista, cuando éste trató de hacer público el brutal ataque que sufrió a manos de los golpeadores de Healy; en 1981, utilizando a la luminaria healista Vanessa Redgrave como fachada, de igual manera demandaron al socialista británico Sean Matgamna después de que éste señalara las relaciones entre el CI y la Libia del coronel Kadafi (ver “Implosión healysta”, Spartacist No. 18, octubre de 1986). La única constante política durante todo esto fue una hostilidad sostenida contra la defensa de las conquistas de la Revolución Rusa.

Cuando los imperialistas intensificaron su campaña para destruir al estado obrero soviético a finales de la década de 1970 y durante la de 1980, los healistas/northistas abogaron por las fuerzas de la contrarrevolución. Celebraron la “Revolución Islámica” virulentamente anticomunista de Jomeini en Irán, echaron porras a los degolladores muyajedín contra el Ejército Rojo en Afganistán, promovieron a los nacionalistas clericales de Solidarność respaldados por el imperialismo en Polonia y se sumaron a la defensa de los “derechos nacionales” empujada por el movimiento Sajudis, infestado de fascistas, en Lituania y por otros reaccionarios similares en las “naciones cautivas” del Báltico. El anticomunismo fue una carta que el CI de Healy, con North al mando de su operación estadounidense, jugó todo lo que pudo.

En vísperas de la huelga de los mineros de 1984-85, la batalla de clases más significativa vista en Gran Bretaña en décadas, el Workers Revolutionary Party (WRP, Partido Obrero Revolucionario) de Healy actuó como soplón al servicio de la clase dominante británica y sus lugartenientes obreros en la burocracia del Trades Union Congress (TUC, Congreso Sindical) contra el combativo sindicato minero. En 1983, el periódico del WRP arremetió contra el líder del sindicato minero, Arthur Scargill, por denunciar correctamente a Solidarność como “antisocialista”. Esta “revelación” healista contra Scargill fue lanzada para coincidir con la conferencia anual del TUC; el objetivo era generar furor en la prensa burguesa, siempre hostil a los sindicatos, y entre los aguerridos combatientes de la Guerra Fría en la dirigencia del TUC y el Partido Laborista, que la utilizaron para aislar a los mineros y preparar la traición contra ellos.

Tan sólo unos cuantos años antes, la prensa healista (incluido el periódico de North, el Bulletin) endosó el asesinato en 1978 de 21 miembros del Partido Comunista iraquí —que históricamente había contado con el apoyo de sectores clave del proletariado en ese país— a manos del régimen baathista de Saddam Hussein (ver “Healyites: Kill a Commie for Qaddafi” [Los healistas: Mata a un comunista por Kadafi], Workers Vanguard No. 230, 27 de abril de 1979). Por éste y otros servicios a una serie de jeques, coroneles y dictadores árabes, la organización de Healy —según datos del propio CI— fue recompensada con más de un millón de libras esterlinas proveniente de los gobernantes de Irak, Libia, Kuwait y Abu Dhabi, entre otros (ver, por ejemplo, “Northite Blood Money” [El dinero ensangrentado de los northistas], Workers Vanguard No. 523, 29 de marzo de 1991). En la actualidad, North trata de hacer pasar estos crímenes como obra exclusiva del “líder fundador” Gerry Healy. No es para nada el caso.

Ni uno solo de los dirigentes del CI objetó a las grotescas traiciones llevadas a cabo para obtener el dinero que llegaba a cubetadas de los regímenes burgueses del Medio Oriente. Por el contrario, Healy fue depuesto por sus otrora leales lugartenientes, entre ellos North, únicamente cuando el flujo de dinero se detuvo. Cuando la organización de Healy colapsó en 1985, North se autoproclamó nuevo monarca de los remanentes de este basurero. North aprovechó la destrucción de la Unión Soviética —un objetivo al que contribuyó el CI— para decretar que los sindicatos en todas partes eran herramientas de la burguesía (“The End of the USSR” [El fin de la URSS], Bulletin, 10 de enero de 1992). Muy pronto, North repudió también todas y cada una de las luchas por la autodeterminación nacional (una demanda que los northistas habían defendido apasionadamente cuando servía a la causa del antisovietismo), caracterizándolas como irremediablemente reaccionarias.

David North, quien ahora acusa de difamación a Trotski: Una biografía del anticomunista Robert Service, se fogueó él mismo en la difamación. En la década de 1970, North escaló a la cima de la organización healista estadounidense sobre el cadáver político de su predecesor, Tim Wohlforth, gracias a su coautoría de “Security and the Fourth International” (La seguridad y la IV Internacional), una calumnia sicótica que cuestiona la integridad revolucionaria de algunos de los colaboradores más cercanos de Trotsky en la década de 1930 e incluye acusaciones sin fundamento de que los dirigentes del entonces trotskista Socialist Workers Party de EE.UU. eran a la vez agentes del FBI y de la policía secreta estalinista. Hasta la fecha, el World Socialist Web Site de North promueve orgullosamente “Security and the Fourth International”.

Hace algunos años, North desplegó su más reciente bandera: la de defensor seudoacadémico de León Trotsky contra historiadores anticomunistas como Service, Geoffrey Swain e Ian Thatcher. ¿Cómo concilia North esto con su adulación de la diatriba antibolchevique de Rabinowitch? A través de ese viejo método que hizo famoso Iosif Stalin: el papel (o el ciberespacio) acepta todo lo que se escriba en él. En su reseña de 2007 de The Bolsheviks in Power, North y Choate simplemente esconden bajo el tapete muchos de los puntos más abiertamente antileninistas. Rabinowitch, a pesar de sus prejuicios liberales democráticos, es un historiador capaz y serio. Los northistas son simples sinvergüenzas. Sólo gente así, después de leer el libro, podría alabar a Rabinowitch por afanarse a la “objetividad consistente” y por desaprobar la “tendencia ‘prodemocracia’ del rechazo que considera a la Unión Soviética un experimento humano salido de control”.

Se requiere de un tapete gigantesco para efectuar un encubrimiento como éste. La reseña northista no ofrece indicio alguno de la opinión de Rabinowitch —ni la de ellos mismos, si a ésas vamos— sobre la Asamblea Constituyente y su disolución. (En cambio, nos informan que “contradice totalmente la mayor parte de los recuentos antibolcheviques convencionales”.) Tampoco hay referencia alguna a la simpatía de Rabinowitch hacia los oponentes del tratado de Brest, ni de su actitud liberal moralizante en torno al Terror Rojo. Las pocas veces que North y Choate critican a Rabinowitch, lo hacen en un tono colegial y distante. (El texto introductorio de los northistas a la edición alemana ni siquiera incluye la mayoría de estas críticas.)

Sobre el gobierno de coalición de todos los partidos escriben: “Uno percibe que las simpatías del historiador están con los moderados, pero es difícil ver, sobre la base del material presentado por el Profesor Rabinowitch, cómo sus esfuerzos por efectuar un compromiso político con los mencheviques pudieran haber tenido éxito sin revertir el derrocamiento del Gobierno Provisional”. Muy difícil, en efecto. Lo que uno percibe es que los northistas se sienten un poco indispuestos por lo que denominan la “línea cada vez más intransigente” de Lenin y Trotsky, lo cual imputan al “papel intratable de los oponentes de los bolcheviques”. En breve, ¡el problema es que los mencheviques y los eseristas no actuaban de buena fe!

North y Choate regañan a Rabinowitch por su virulenta denuncia de la carta de Lenin del 22 de mayo de 1918, publicada con el título “El hambre”. Lenin caracterizó a los eseristas de izquierda como vacilantes e instó a los obreros de “Piter” (Petrogrado) a asumir un papel de vanguardia en los destacamentos de distribución de alimentos. Rabinowitch brama enfurecido que la carta —“acosando a los obreros para que se unan a una procesión religiosa hacia el campo”— es “atrevida”, “alarmista” e “imprudente”. Después de ofrecer la observación consoladora de que “Lenin era franco y honesto en sus políticas”, North y Choate dejan la cuestión a juicio del público: “Que sea el lector quien decida si Lenin está ‘acosando a los obreros’ o si su carta es ‘alarmista e imprudente’”. Y de inmediato le aseguran al lector que, de cualquier modo, se trata de una cosa sin importancia ya que el propio Lenin admitió más tarde que “se cometieron errores terribles”. En efecto lo admitió, ¡pero lo que Rabinowitch condena como un terrible error es la política entera de los bolcheviques hacia los campesinos y los eseristas de izquierda!

La única sección del libro de Rabinowitch sobre la que North y Choate expresan seria consternación es la del caso Shchastny: “Acusar a Trotsky de participar en ‘posiblemente el primer “Juicio Farsa” soviético’ simplemente es indigno de un historiador del calibre de Rabinowitch... Esperamos que Rabinowitch reconsiderará”. Esto no es más que un buen consejo de negocios. A nadie le ayuda que Rabinowitch sea percibido como un antibolchevique “convencional” más, lo cual tendría un efecto negativo en los intentos de North de hacerse una carrera como el defensor de Trotsky en los círculos académicos. Los autores de la reseña preguntan: “¿No debería ser más circunspecto el autor en su condena de Trotsky?”. Más circunspecto, sí —como North lo es con Rabinowitch—. Y más comprensivo también; si Trotsky era un matón brutal no era su culpa: “la dureza que percibe [Rabinowitch] en el comportamiento de Trotsky (en especial hacia Shchastny) ignora la brutalidad generalizada no sólo en la sociedad rusa, sino también en Europa Occidental desde la Primera Guerra Mundial”.

North: En defensa del anticomunismo socialdemócrata

Esta clase de necedades liberales está claramente al centro de In Defense of Leon Trotsky (En defensa de León Trotsky, Oak Park, Michigan: Mehring Books, 2010), escrito por North. El “Trotsky” al que defiende North contra los historiadores anticomunistas sería muy bien recibido en cualquier velada liberal o socialdemócrata: un fantástico escritor, una mente ingeniosa y un buen narrador, y además un esposo, padre e hijo ejemplar —por no mencionar que fue un acérrimo oponente del totalitarismo estalinista y su víctima por antonomasia—. En el libro de North no encontramos sino mendrugos del Trotsky que forjó implacablemente al Ejército Rojo —vencedor de una legión de ejércitos contrarrevolucionarios imperialistas y locales—, del Trotsky que hizo pedazos en sus polémicas a indecisos, conciliadores y enemigos de la revolución y que hasta el día de su muerte sostuvo la defensa militar incondicional del primer estado obrero. North no deja duda alguna de cuál es su audiencia: “Harvard University Press ha caído en la deshonra” al publicar la versión original en inglés de Trotski: Una biografía, de Robert Service. ¡Harvard, un centro ideológico del imperialismo estadounidense y sus depredaciones, mancillada por haber publicado un libro dedicado a demoler la figura de Trotsky!

No es nada sorprendente que la cuestión de la defensa militar incondicional de la URSS no aparezca ni una sola vez en el libro de North. Después de trabajar por años para destruir a la Unión Soviética, lo único que lamenta North es que su destrucción no haya puesto fin a las calumnias contra Trotsky. North, desde luego, no puede repudiar abiertamente la Revolución de Octubre. Por ello degrada a Lenin, fundador y encarnación del bolchevismo.

Por poner sólo un ejemplo, North contrasta venenosamente al cosmopolita Trotsky con el gran ruso Lenin: “Lenin entero está contenido en la Revolución Rusa. Pero para Trotsky fue sólo un episodio más de su vida, un episodio muy importante, sin duda, pero sólo un episodio en el drama mayor de la revolución socialista mundial” (op. cit.). Sobre esta base no hay modo de saber que Lenin, de forma única entre los socialdemócratas revolucionarios, luchó desde el inicio de la Primera Guerra Mundial por la formación de una nueva, III Internacional y por una ruptura completa y definitiva con los socialchovinistas de la II Internacional —una conclusión que Trotsky resistió hasta bien entrada la guerra—. Sin esta lucha, Octubre no hubiera sucedido.

Las insinuaciones que lanza North para retratar al principal dirigente bolchevique como un provinciano ruso estrecho de miras no son más que calumnias. En un artículo de 1914, “El orgullo nacional de los gran rusos”, Lenin contrasta las tradiciones revolucionarias de las masas rusas a las atrocidades e infamias de la autocracia zarista para argumentar en contra de la “defensa de la patria” y por los derechos nacionales de los pueblos oprimidos por Rusia. North cita un párrafo aislado de este artículo y comenta: “Sería injusto leer este artículo como una concesión política de Lenin al chovinismo gran ruso”. ¡“Injusto” sin duda! North continúa:

“Lo que Lenin probablemente [!] concebía como un tributo a las tradiciones revolucionarias de la clase obrera gran rusa muy bien podría haber sido interpretado [!!] por los sectores más atrasados de los obreros del partido como una elevación de las capacidades revolucionarias de los gran rusos. Trotsky hizo una crítica justificada de la formulación de Lenin”.

Ibíd.

De hecho, North implica que Trotsky condenó la supuesta capitulación de Lenin al chovinismo gran ruso. Aquí North promueve una mentira estalinista refutada por Trotsky hace más de 80 años. En su ataque contra el “socialismo en un solo país” en La Internacional Comunista después de Lenin (1928), Trotsky cita un pasaje de un artículo de 1915 en el que polemiza contra los socialchovinistas que examinan “las perspectivas de la revolución social en el marco nacional”. North reproduce este pasaje (con convenientes omisiones y elipsis) para construir su caso contra Lenin, y simplemente entierra el hecho de que Trotsky, inmediatamente después de su cita, escribe: “Partiendo de la interpretación falsa que daba a la polémica de 1915, Stalin ha intentado, más de una vez, presentar las cosas como si la mención del ‘espíritu nacional’ limitado se refiriese a Lenin. Es difícil imaginar un absurdo más grande”. Podría decirse lo mismo de la “defensa” que hace David North de León Trotsky.

David North y cía. arrastran a Lenin por el fango, hacen de Trotsky un ícono y rezan en el altar de la socialdemocracia. Las pretensiones de North de precisión académica son tan falsas como sus pretensiones de trotskismo. Alexander Rabinowitch, por otro lado, puede presumir un cierto grado de coherencia. En una reseña de 1978 de la biografía Leon Trotsky, del socialdemócrata de izquierda Irving Howe, Rabinowitch declaró abiertamente:

“Aislada y sobrecargada, la dictadura del partido [bajo Lenin], degeneró hacia el totalitarismo estalinista...

“A pesar de sus críticas sostenidas contra Stalin, hasta el momento de su asesinato en México en 1940, Trotsky no cuestionó la validez de sus conjeturas prerrevolucionarias acerca de las perspectivas para el socialismo en Rusia”.

Nation, 23 de septiembre de 1978

Al menos esto último es cierto. Trotsky nunca cuestionó la validez de su teoría de la revolución permanente, ni la importancia histórico-mundial de la Revolución de Octubre. Luchó hasta el final por defender las conquistas de esa revolución y por restaurarla al programa internacionalista y liberador del bolchevismo contra la burocracia estalinista nacionalista y antirrevolucionaria. Las calumnias anticomunistas no pueden hacer nada para atenuar el faro que será una vez más el bolchevismo para los explotados y los oprimidos del mundo.

 

Spartacist (edición en español) No. 38

SpE No. 38

Diciembre de 2013

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