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Espartaco No. 48 |
Diciembre de 2017 |
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De los archivos del marxismo
Sobre la erupción del volcán en Martinica de 1902 por Rosa Luxemburg
El siguiente artículo de la dirigente revolucionaria marxista Rosa Luxemburg se escribió poco después de la masiva erupción del volcán que en mayo de 1902 mató a unas 40 mil personas en la isla caribeña de Martinica, que hasta la fecha es una colonia del imperialismo francés. El artículo apareció originalmente en el periódico socialdemócrata, Leipziger Volkszeitung (15 de mayo de 1902). Para la actual edición lo hemos traducido de la versión inglesa publicada en The Rosa Luxemburg Reader (Monthly Review Press [2004]). En él expresa la hipocresía de las grandes potencias europeas que, con las manos manchadas con la sangre de millones, se apresuraban a ayudar a Martinica.
A lo largo del artículo Luxemburg se refiere a varias guerras y revoluciones. Entre ellas se cuentan las Guerras del Opio con que occidente intervino en China a mediados del siglo XIX; la Comuna de París de 1871, en que el proletariado gobernó brevemente la ciudad antes de ser aplastado por el ejército francés con el apoyo de las fuerzas alemanas, con más de 20 mil masacrados; y las Guerras de los Boers de 1880-1881 y 1899-1902, en las que los imperialistas británicos aplastaron brutalmente a los estados afrikaner independientes del sur de África, que a su vez gobernaban por sobre la población africana negra. Las demás referencias serán explicadas en el texto entre corchetes.
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Montañas de escombros humeantes, montones de cadáveres destrozados, un mar hirviente y humeante de fuego a donde quiera que se mire, lodo y cenizas: eso es todo lo que queda de la pequeña y floreciente ciudad que pendía de la falda escarpada del volcán como una golondrina que revolotea. Durante un tiempo se escuchó al gigante furioso rabiar y retumbar contra las pretensiones humanas, el ciego autoengaño de los enanos bípedos. Pero como verdadero gigante, tenía un gran corazón incluso en su furia, así que le advirtió a las imprudentes creaturas que pululaban a sus pies. Exhaló humo, lanzó nubes llameantes, oíanse en sus entrañas ebullición, borboteo y explosiones como velos de rifles y trueno de cañones. Pero los señores de la tierra, aquéllos que mandan en los destinos humanos, conservaron intacta la fe...en su propia sabiduría.
El día 7 [de mayo], la comisión que el gobierno había enviado anunció al preocupado pueblo de St. Pierre que todo estaba en orden así en la tierra como en el cielo. ¡Todo en orden y no hay por qué alarmarse!—¡Tal como se había dicho en la víspera del Juramento del Juego de Pelota, en los salones intoxicados por los bailes de Luis XVI, mientras en el cráter del volcán revolucionario se acumulaba lava ígnea para la terrible erupción! ¡Todo en orden, paz y tranquilidad en todas partes!—, así se había dicho en Viena y en Berlín en vísperas de la erupción de marzo de hace 50 años [el estallido de las revoluciones europeas de 1848]. El viejo y sufriente titán de Martinica no acató los informes de la honorable comisión: no bien había el gobernador tranquilizado al pueblo el día 7, a primera hora del día 8 hizo erupción y en cuestión de minutos sepultó al gobernador, a la comisión y al pueblo, a las casas, las calles y los barcos, bajo la exhalación ígnea de su corazón indignado.
Su obra fue radicalmente minuciosa. 40 mil vidas humanas fueron segadas, un puñado de estremecidos refugiados fue rescatado. El viejo gigante puede tronar y borbotear en paz: ha mostrado su fuerza, se ha vengado terriblemente el insulto a su poder primordial.
Y, ahora, a las ruinas de la ciudad aniquilada en Martinica, llegan nuevos huéspedes, a los que nunca ha se visto: seres humanos. No son señores ni siervos, no son negros ni blancos, no son ricos ni pobres, no son dueños de plantaciones ni esclavos asalariados, son seres humanos quienes han aparecido en la pequeña isla devastada, seres humanos que no sienten más que el dolor, que no ven más que el desastre y que no quieren sino ayudar y socorrer. ¡El viejo Monte Pelee ha obrado el milagro! Han quedado olvidados los días de Fashoda [en 1898, estuvo a punto de estallar una guerra entre Gran Bretaña y Francia por un incidente en Fashoda, Sudán], ha quedado olvidado el conflicto de Cuba, olvidada “la Revanche” —los franceses y los británicos, el zar y el senado de Washington, Alemania y Holanda donan dinero, mandan telegramas, extienden la mano para ayudar—. Una hermandad de pueblos contra el odio abrasador de la naturaleza, una resurrección del humanismo sobre las ruinas de la cultura humana. El precio de recordarles su humanidad ha sido alto, pero no pudieron ignorar la voz del tronante Monte Pelee.
Francia llora por los 40 mil muertos de la pequeña isla, y el mundo entero se apresura a secar las lágrimas de la República madre. ¿Pero qué ocurrió cuando, hace siglos, Francia derramó torrentes de sangre por las Antillas Mayores y Menores? En la costa oriental de África se alza una isla volcánica: Madagascar. Hace 50 años, vimos a la desconsolada República, que hoy llora por sus hijos muertos, someter ahí a los obstinados nativos a su yugo con cadenas y espada. Ahí no abrió la boca volcán alguno: fueron las bocas de los cañones franceses las que escupieron muerte y exterminio; el fuego de la artillería francesa barrió de la faz de la tierra a miles de vidas humanas florecientes hasta que un pueblo libre quedó postrado en el suelo, hasta que la reina oscura de los “salvajes” fue conducida como trofeo a la “Ciudad Luz”.
En la costa asiática, bañada por las olas del océano, se alzan las sonrientes Filipinas. Hace seis años vimos a los benevolentes yankees, vimos al senado de Washington en acción [referencia a la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, en la que EE.UU. tomó posesión de las Filipinas y Cuba; la guerra había tenido lugar cuatro años atrás, no seis]. Ahí no hubo montañas que escupieran fuego, ahí fueron los fusiles estadounidenses los que segaron vidas humanas por la mitad; el cartel del azúcar llamado senado hoy envía dólares de oro a Martinica, miles y miles, para robarle vidas a los escombros, pero entonces enviaba a Cuba cañones sobre cañones, acorazados sobre acorazados, millones de dólares sobre millones de dólares, para sembrar muerte y devastación.
Ayer, hoy...muy lejos en el sur de África, donde hace apenas unos años un pequeño y tranquilo pueblo que vivía de su trabajo y en paz, vimos cómo los ingleses desataban el caos, los mismos ingleses que en Martinica salvan a las madres para sus hijos y a los hijos para sus padres: allá los veíamos pisotear cadáveres, cadáveres de niños con sus botas de soldado, chapoteando en piscinas de sangre, muerte y miseria a uno y otro lado.
Ah, y los rusos, el valeroso, el acomedido, el sensible zar de Todas las Rusias —¡un viejo conocido!—. Ya lo hemos visto a usted en las murallas de Praga [no la capital checa, sino el suburbio de Varsovia, que en español se escriben igual], donde la cálida sangre polaca brotó en torrentes y pintó el cielo de rojo con sus vapores [en 1831, el ejército zarista suprimió un alzamiento polaco en ese suburbio]. ¡Pero esos eran los viejos tiempos! ¡No! Hoy, hace apenas unas semanas, hemos visto a los benevolentes rusos en las carreteras polvosas, en las aldeas rusas arruinadas, enfrentar cara a cara a las turbas harapientas, salvajemente agitadas y rugientes; el fuego de fusilería tronó, el mujik agonizante cayó a tierra, la roja sangre del campesino se mezcló con el polvo de la carretera. Deben morir, deben caer, porque el hambre dobló sus cuerpos, porque pedían pan, ¡pan!
Y también te hemos visto a ti, oh República Madre, tan pródiga en lágrimas. Fue el 23 de mayo de 1871: el glorioso sol de primavera bañaba París; miles de seres humanos pálidos, con ropa de trabajo, esperaban amontonados en las calles, en los patios carcelarios, cuerpo con cuerpo y cabeza con cabeza; a través de los agujeros en los muros, los morteros asomaban sus bocas sedientas de sangre. Ningún volcán hizo erupción ahí, ni se derramó lava alguna. Tus cañones, República Madre, fueron apuntados contra la apretada multitud, gritos de dolor desgarraron el aire. ¡Más de 20 mil cadáveres cubrieron el pavimento de París!
Y a todos ustedes —sean franceses o ingleses, rusos o alemanes, italianos o estadounidenses— ya los hemos visto trabajar juntos en fraternal acuerdo, unidos en una gran liga de naciones, ayudándose y guiándose unos a otros: fue en China. Ahí también olvidaron ustedes todas las querellas que los separan, ahí también hicieron la paz entre los pueblos...para el asesinato y la antorcha comunes. ¡Ah, cómo caían las coletas ante las balas de ustedes, como el trigal maduro azotado por el granizo! ¡Ah, cómo se arrojaban al agua la mujeres gimiendo, con sus muertos en sus fríos brazos, huyendo de la tortura de los ardientes brazos de ustedes!
Y ahora han acudido a Martinica, otra vez como un solo corazón y una sola mente; ayudan, rescatan, secan las lágrimas y maldicen al catastrófico volcán. Monte Pelee, gigante de gran corazón, puedes reírte, puedes mirar con desprecio a esos asesinos benévolos, a esos carnívoros sollozantes, a esas bestias en ropas de samaritanos. Pero llegará un día en que otro volcán levante su voz de trueno: un volcán que, quieran o no, ya está hirviendo y borbotando, y que barrerá su cultura hipócrita y manchada de sangre de la faz de la tierra. Y sólo en sus ruinas las naciones se unirán en una verdadera humanidad, que no conocerá más que un enemigo: la naturaleza muerta y ciega.
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