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Espartaco No. 43

Marzo de 2015

Protestas en Hong Kong: Punta de lanza de la contrarrevolución capitalista

¡Expropiar a los magnates de Hong Kong!

¡Por la revolución política proletaria en China!

El siguiente artículo es una traducción de Workers Vanguard No. 1054 (17 de octubre), e incorpora una corrección al nombre de una publicación. El Movimiento Paraguas terminó a mediados de diciembre sin haber obtenido concesión alguna de parte del gobierno chino.

Los activistas por la “democracia” respaldados por el imperialismo, que buscan terminar con el control del Partido Comunista Chino (PCCh) sobre el enclave capitalista de Hong Kong, continúan bloqueando calles en algunas partes de la ciudad como lo han hecho desde finales de septiembre. Los manifestantes, conocidos como el Movimiento Paraguas, utilizando la exigencia de sufragio universal como cuña, buscan abrirle paso a los partidos capitalistas de Hong Kong para que ejerzan directamente el poder político. Está en interés de los trabajadores de todo el mundo oponerse a estas protestas. Si la burguesía de Hong Kong se hiciera con el poder político, la isla se convertiría en una plataforma para destruir el estado obrero burocráticamente deformado chino y abrir la China continental a la explotación capitalista desenfrenada.

Un coro de fuerzas reaccionarias, que abarca desde la Casa Blanca y Fox News hasta el Vaticano, ha expresado su apoyo a las exigencias del Movimiento Paraguas. En una reunión el 1° de octubre con el ministro de relaciones exteriores chino, Wang Yi, el secretario de estado estadounidense, John Kerry, subrayó el interés de Washington en las “elecciones libres” en Hong Kong. Gran Bretaña, que mantuvo la isla como colonia durante más de un siglo y medio sin la más mínima pretensión democrática, se sumó a esta exigencia; Nick Clegg, el viceprimer ministro, mandó llamar al embajador chino para expresarle su “consternación y alarma” ante la negativa de Beijing de darle “al pueblo de Hong Kong lo que tiene todo el derecho a esperar”. La “democracia” ha sido uno de los pretextos favoritos para las maquinaciones imperialistas, particularmente durante la Guerra Fría antisoviética. En el caso de las protestas de Hong Kong, sin embargo, los imperialistas han actuado con cierta reserva para no afectar su relación comercial con China.

China no es un país capitalista, aunque sus “reformas de mercado” han abierto las puertas a la inversión a gran escala de las compañías extranjeras y propiciado el surgimiento de una capa de capitalistas en la China continental. La economía china está estrechamente controlada por el régimen del PCCh; los sectores más importantes de la industria permanecen colectivizados y en manos del estado. El objetivo de los imperialistas es destruir el control del estado a través de la contrarrevolución capitalista. Para lograrlo, buscan intervenir económicamente en China y promueven fuerzas contrarrevolucionarias internas como el Movimiento Paraguas. La otra parte de esta estrategia es la presión militar que ejercen EE.UU. y aliados suyos como Japón, subrayada recientemente por una serie de provocaciones en el Mar de China Oriental y el Mar de China Meridional, por no mencionar los vuelos espías en la costa oriental china. La reacción de China ha sido bastante contenida. ¡Basta imaginar la histeria que desataría el gobierno estadounidense si la marina china fuera avistada a 80 kilómetros de las costas de California!

El Hong Kong capitalista representa una oportunidad dorada para que las potencias imperialistas fomenten un “cambio de régimen”. Y vaya que se han esforzado en hacerlo; Washington gasta cientos de miles de dólares al año en financiamientos del Departamento de Estado para desarrollar “instituciones democráticas” en el enclave y capacitar a jóvenes como activistas políticos. También han establecido operaciones de espionaje en Hong Kong, como la intervención de teléfonos celulares chinos operada por la NSA y revelada por Edward Snowden. El Movimiento Paraguas no es más que la última expresión de las manifestaciones “democráticas” anticomunistas que el imperialismo respalda desde que éstas iniciaron hace más de una década. Su exigencia actual de “elecciones libres” surge de la oposición al reciente plan de Beijing, según el cual el ejecutivo en jefe de Hong Kong será elegido a partir de una lista de candidatos aprobada por un comité bajo la influencia del PCCh.

En 1997, cuando Hong Kong regresó a ser parte de China después de estar bajo dominio británico, el PCCh se comprometió a mantener una economía capitalista en Hong Kong bajo el lema “un país, dos sistemas”, un proceso que también otorgó voz a los capitalistas locales en la selección del gobierno. Para los burócratas estalinistas de Beijing, este sistema tenía como objetivo promover la inversión extranjera en la China continental, demostrando a los capitalistas extranjeros que era seguro hacer negocios con China. Cuando tuvo lugar la transición, la Liga Comunista Internacional “se unió a las ovaciones mientras el Imperio Británico podrido perdía su última colonia importante”, pero advertimos que la continuación del capitalismo en Hong Kong era “un puñal dirigido a las conquistas remanentes de la Revolución China de 1949” (Espartaco No. 10, otoño-invierno de 1997). A diferencia de los capitalistas atomizados de la China continental, la burguesía de Hong Kong está políticamente organizada, con partidos que representan sus intereses de clase y una variedad de periódicos y demás medios de comunicación.

La oposición de la LCI al Movimiento Paraguas deriva de nuestra defensa militar incondicional del estado obrero chino contra el imperialismo y la contrarrevolución interna. Llamamos por la expropiación de la burguesía de Hong Kong, incluidas sus propiedades en la China continental. De igual forma, es necesario expropiar a los nuevos empresarios capitalistas en China y renegociar los términos de la inversión extranjera en el interés de los trabajadores. Estos objetivos, sin embargo, plantean la necesidad de la revolución política obrera para derrocar a la venal burocracia de Beijing, que actúa como un cáncer sobre el estado obrero y que, a través de sus políticas, ha envalentonado a las fuerzas favorables a la restauración del capitalismo en China.

Desde hace tiempo, los estalinistas de Beijing promueven la reunificación con Taiwán bajo la misma fórmula de “un país, dos sistemas” aplicada en Hong Kong. La burguesía de Taiwán, que opera bajo la protección militar directa del imperialismo estadounidense, estableció su gobierno sobre la isla después de huir de las fuerzas del PCCh de Mao Zedong. La reunificación con un Taiwán capitalista, por improbable que sea, ayudaría enormemente a las fuerzas de la restauración capitalista en la China continental, mucho más que en el caso de Hong Kong. Estamos por la reunificación revolucionaria: la revolución política proletaria en la República Popular China junto con la revolución socialista proletaria en Taiwán, que resultaría en la expropiación de la burguesía.

El que paga manda

En un útil y revelador reportaje sobre el Movimiento Paraguas aparecido en la revista New Eastern Outlook (1° de octubre), Tony Cartalucci escribe: “Basta identificar a los dirigentes, rastrear el dinero y examinar el modo en que los medios occidentales cubren estos sucesos para descubrir con certeza que, una vez más, Washington y Wall Street están trabajando duro para hacer que la isla china de Hong Kong sea tan difícil de gobernar para Beijing como sea posible”. En particular, Cartalucci detalla el papel de la National Endowment for Democracy (NED, Fundación Nacional para la Democracia), operada por el Departamento de Estado estadounidense —una fundación que estuvo metida hasta el cuello en el golpe, infestado de fascistas, en Ucrania [el año pasado]— y el National Democratic Institute (NDI, Instituto Nacional Demócrata, una subsidiaria de la NED). Las iglesias cristianas, con sus extensos y escabrosos antecedentes de organización de disidentes anticomunistas en los estados obreros deformados, también han jugado un papel prominente en el movimiento. Estas iglesias, herencia del colonialismo británico, constituyen una poderosa fuerza para la reacción social en Hong Kong, donde hay una iglesia prácticamente en cada calle.

El Movimiento Paraguas emergió de una huelga estudiantil del 22 de septiembre convocada por la Federación de Estudiantes de Hong Kong y una organización de estudiantes de secundaria y preparatoria llamada Escolarismo. Cada 1° de julio, la Federación de Estudiantes forma una parte significativa de las protestas contra el hecho de que la antigua colonia británica haya sido devuelta a China. Escolarismo es fundamentalmente la creación de Joshua Wong, de 18 años de edad, que se convirtió en activista político bajo la tutela de sus padres, militantes religiosos. (Su padre, un alto mando de la iglesia luterana, es un aguerrido opositor a los derechos homosexuales). Wong dio sus primeros pasos en la política, y se ganó la aprobación del NDI, organizando una campaña contra el temario escolar pro-Beijing, al que acusaba de ser “un lavado de cerebro”.

Otra fuerza en las protestas a favor de la “democracia” capitalista es la dirección de Occupy Central, que mantiene, desde hace tiempo, estrechos lazos con los imperialistas. El más celebrado de los fundadores de Occupy, el profesor de derecho Benny Tai, es un ponente habitual en los eventos patrocinados por la NED. Otros dirigentes incluyen a Chu Yiu-ming, un ministro de la iglesia bautista que ayudó a llevar disidentes procapitalistas a EE.UU. después de las protestas de 1989 en la Plaza Tiananmen de Beijing, y Martin Lee, presidente y fundador del capitalista Partido Demócrata de Hong Kong y ganador del Premio a la Democracia otorgado por la NED en 1997. En abril de 2014, Lee y la también dirigente de Occupy, Anson Chan, viajaron a Washington, donde se entrevistaron con [el vicepresidente] Joe Biden y [la congresista republicana] Nancy Pelosi. Otro líder de Occupy Central, el magnate de los medios Jimmy Lai, negó estar conspirando con EE.UU. después de que en mayo se reuniera por cinco horas en su yate privado con su “buen amigo”, el antiguo subsecretario de defensa estadounidense y neoconservador, Paul Wolfowitz (Standard de Hong Kong, 20 de junio).

Después de que la policía usara gas lacrimógeno y gas pimienta para desalojar a los estudiantes que habían bloqueado el área alrededor de las oficinas centrales del gobierno a finales de septiembre, la Confederación de Organizaciones Sindicales de Hong Kong (CTU) convocó a una huelga general de un día. Esta organización sindical, que representa fundamentalmente a maestros y oficinistas, forma parte de la tradición anticomunista de “sindicatos libres” respaldados por los imperialistas, en contraste con la Federación Sindical de Hong Kong, favorable a Beijing. Entre los patrones que respaldaron la huelga de la CTU se encuentra la compañía publicitaria McCann Worldgroup Hong Kong, que le hizo saber a sus empleados que “la compañía no castigará a nadie que apoye algo más importante que el trabajo” (South China Morning Post, 30 de septiembre).

No hay duda alguna acerca de la naturaleza reaccionaria de las protestas “democráticas”, dominadas por estudiantes y otros estratos pequeñoburgueses. Un manifestante le dijo al New York Times (7 de octubre) que prefería “ser gobernado por un país democrático”; su playera con la bandera británica, el delantal de carnicero de los antiguos gobernantes coloniales de Hong Kong, dejó en claro a qué se refería. Los manifestantes frecuentemente combinan el anticomunismo más descarado con el altivo desdén por los habitantes de la China continental, a los que se refieren despectivamente como una “plaga”.

Hong Kong: Maquiladora de “cuello blanco”

La Revolución China de 1949 tuvo una importancia histórica mundial. Cientos de millones de campesinos se levantaron y tomaron la tierra en la que sus ancestros habían sido explotados desde tiempos inmemoriales. La creación subsecuente de una economía colectivizada y centralmente planificada sentó las bases para un progreso social enorme. La revolución permitió un avance exponencial en la situación de la mujer respecto a la condición miserable en la que vivían, arraigada en prácticas confucianas como el matrimonio forzado. Una nación que había sido expoliada y dividida por las potencias extranjeras logró unificarse (con la excepción de Hong Kong, Taiwán y Macao) y liberarse del yugo imperialista.

Sin embargo, la dirección del PCCh de Mao Zedong, una casta burocrática montada sobre el estado obrero, hizo que la revolución estuviera deformada desde el inicio. A diferencia de la Revolución de Octubre rusa de 1917, llevada a cabo por un proletariado con conciencia de clase dirigido por el internacionalismo bolchevique de V.I. Lenin y León Trotsky, la Revolución China de 1949 fue el resultado de una guerra de guerrillas campesina dirigida por las fuerzas nacionalistas estalinistas de Mao. Los regímenes de Mao y sus sucesores (incluido el actual, Xi Jinping), modelados a partir de la burocracia estalinista que usurpó el poder político en la Unión Soviética en 1923-24, han predicado la noción profundamente antimarxista de que el socialismo, una sociedad igualitaria y sin clases, basada en la abundancia material, puede construirse en un solo país. En oposición a la perspectiva de la revolución obrera internacional, el “socialismo en un solo país” siempre ha significado acomodarse al imperialismo mundial.

Un ejemplo notorio es la actitud de la dirección del PCCh con respecto al dominio de Gran Bretaña sobre Hong Kong. Durante la guerra civil que antecedió a la Revolución de 1949, Mao ordenó que las fuerzas del PCCh se detuvieran frente al Río Shenzhen, que separa Hong Kong del continente. A cambio, Gran Bretaña estuvo entre los primeros países en reconocer a la República Popular China. En 1959, Mao declaró: “Es mejor que Hong Kong se mantenga como está... Su estado actual todavía nos es útil”. En 1967, comunistas y dirigentes sindicales en Hong Kong organizaron un movimiento de protesta contra el dominio británico, coronado por huelgas a gran escala a lo largo de más de ocho meses. Esta lucha fue traicionada por el régimen maoísta, que prefería mantener relaciones amistosas con los colonizadores imperialistas.

Al mantener Hong Kong como un centro del capital financiero, Beijing otorga a la población ciertas libertades políticas que le niega a la población de la China continental. Estas libertades van de la mano con la reputación de Hong Kong como maquiladora de “cuello blanco”, en la que los oficinistas trabajan frecuentemente doce horas para recibir el salario de ocho. En el periodo previo a 1997, Hong Kong era un centro del comercio y la industria ligera, donde los obreros sufrían una explotación brutal, eran obligados a vivir en condiciones horrendas y carecían de los derechos más básicos. El 80 por ciento de los empleos en la manufactura han desaparecido de la ciudad desde el inicio de la década de 1990, conforme los capitalistas de Hong Kong han trasladado sus operaciones a la China continental. En una de las ciudades más caras del mundo, repleta de tiendas de diseñador y hoteles de lujo, un quinto de la población vive debajo de la línea de pobreza oficial. Para la mayoría de los jóvenes el porvenir pinta muy mal. Pero, mientras tanto, muchos funcionarios corruptos del PCCh continúan enriqueciéndose gracias a sus conexiones con los operadores financieros de Hong Kong.

La situación desesperada de los más de 300 mil trabajadores domésticos de Hong Kong —97 por ciento de ellos provenientes de Indonesia y las Filipinas— subraya de manera especialmente aguda la división de clases en el territorio. Después de vivir por siete años en Hong Kong, otros inmigrantes reciben el derecho al voto. No sucede lo mismo con los trabajadores domésticos. Sin recurso alguno contra los patrones violentos o abusivos, los trabajadores domésticos despedidos deben abandonar el país en un plazo de dos semanas. Como explicaba un artículo de Al Jazeera (30 de septiembre): “Los manifestantes en Hong Kong exigen democracia, pero no para sus trabajadores domésticos”. Nuestra exigencia de expropiar a los magnates de Hong Kong traza una aguda línea de clases contra los manifestantes proimperialistas y hace concreto el llamado por defender y extender las conquistas de la Revolución de 1949.

¡Por la democracia obrera, no la contrarrevolución capitalista!

La democracia capitalista es, en realidad, una de las formas políticas que asume la dictadura de la burguesía. Bajo este sistema, la clase obrera se ve reducida políticamente a individuos atomizados. La burguesía puede manipular eficazmente al electorado gracias a su control sobre los medios de comunicación, el sistema educativo y otras instituciones que forman la opinión pública. En todas las democracias capitalistas, los funcionarios del gobierno, elegidos o no, están esencialmente en el bolsillo de los bancos y las grandes corporaciones.

La democracia parlamentaria, que existe principalmente en los países imperialistas ricos, le da al grueso de la población la oportunidad de decidir cada cierto número de años qué representante de la clase dominante va a reprimirla. Como explicó Lenin en su polémica de 1918 La revolución proletaria y el renegado Kautsky:

Mil obstáculos impiden a las masas trabajadoras participar en el parlamento burgués (que nunca resuelve las cuestiones más importantes dentro de la democracia burguesa: las resuelven la Bolsa y los Bancos) y los obreros saben y sienten, ven y perciben perfectamente que el parlamento burgués es una institución extraña, un instrumento de opresión de los proletarios por la burguesía, la institución de una clase hostil, de la minoría de explotadores”.

Lenin también enfatizó: “No hay estado, incluso el más democrático, cuya constitución no ofrezca algún escape o reserva que permita a la burguesía lanzar las tropas contra los obreros, declarar el estado de guerra, etc. ‘en caso de alteración del orden’ —en realidad, en caso de que la clase explotada ‘altere’ su situación de esclava e intente hacer algo que no sea propio de esclavos—”.

En su campaña por destruir al estado obrero degenerado soviético y a sus aliados en el bloque oriental, los imperialistas promovieron toda clase de fuerzas contrarrevolucionarias que agitaban la bandera de la “democracia” contra el “totalitarismo” estalinista. Su propósito era derrocar a los regímenes comunistas como fuera, incluidas las elecciones libres en las que los campesinos y otras capas pequeñoburguesas pudieran ser movilizadas junto con sectores de obreros políticamente atrasados contra el estado obrero. Cuando los regímenes estalinistas se acercaban al punto del colapso terminal, las elecciones de 1989 en Polonia llevaron al poder a un gobierno contrarrevolucionario encabezado por Solidarność, cuya consolidación marcó la restauración del dominio capitalista. Un suceso decisivo en la reunificación capitalista de Alemania en la primavera de 1990 fueron las elecciones que ganó la Unión Democrática Cristiana, el partido gobernante del imperialismo alemán.

Al resquebrajarse frente a la ofensiva capitalista, las burocracias estalinistas demostraron que no eran una clase propietaria, sino una casta frágil y contradictoria que descansaba sobre el estado obrero. Una condición clave para la victoria de la contrarrevolución en Europa del Este, Europa Central y en la propia Unión Soviética en 1991-92 fue que la clase obrera, desmoralizada y atomizada después de décadas de mal gobierno estalinista, no actuó para detener las fuerzas de la restauración capitalista y tomar el poder político en su propio nombre. Estas contrarrevoluciones constituyeron una derrota histórica para los trabajadores al nivel mundial. Millones de obreros en los antiguos estados obreros perdieron sus empleos y las prestaciones que tenían garantizadas, los derechos de las mujeres retrocedieron (por ejemplo, con la prohibición del aborto en Polonia) y los pueblos de la antigua Unión Soviética y Yugoslavia se vieron desgarrados por masivos baños de sangre nacionalistas. Mientras tanto, EE.UU. y otras potencias imperialistas se sintieron envalentonadas para extender sus depredaciones alrededor del mundo y contra la población trabajadora en sus propios países.

En China, una contrarrevolución capitalista significaría regresar a la esclavitud imperialista y la destrucción de conquistas sociales históricas. En respuesta a las aspiraciones de los trabajadores tanto en Hong Kong como en el continente de obtener derechos democráticos y un gobierno que represente sus intereses, los trotskistas retomamos el modelo del estado obrero soviético durante sus primeros años. Como explicó Lenin en una polémica contra Kautsky, un enconado opositor a la Revolución de Octubre: “El Poder soviético es el primero del mundo (mejor dicho el segundo, porque la Comuna de París empezó a hacer lo mismo) que incorpora al gobierno a las masas, precisamente a las masas explotadas”.

Una revolución política obrera en China pondría las decisiones sobre el rumbo de la economía y la organización de la sociedad en manos de consejos electos de obreros y campesinos, acabando con los malos manejos y la corrupción de la burocracia. Bajo la dirección de la gigantesca clase obrera china, los sectores no proletarios, como el campesinado, tendrían de hecho una mayor voz mediante su representación en esos consejos de la que tienen en cualquier república capitalista. China ha dado pasos gigantescos en términos de urbanización e industria en las últimas décadas, acumulando al mismo tiempo enormes reservas financieras. Sin embargo, el desarrollo de China en todas las áreas, y particularmente en términos de su actualmente atrasada agricultura, depende crucialmente de la revolución proletaria en los países capitalistas avanzados, que abriría el camino a una economía planificada mundial basada en los niveles más altos de tecnología e industria. Esta perspectiva trotskista, cuya premisa es la defensa incondicional del estado obrero chino contra los imperialistas y los enemigos de clase internos, no tiene nada en común con el programa de contrarrevolución “democrática” del campo proimperialista.

Lamebotas de los demócratas capitalistas

Uno de los ejemplos más flagrantes del apoyo a la causa burguesa en Hong Kong es el de Socialist Action [Acción Socialista], que, al igual que Socialist Alternative [Alternativa Socialista] en EE.UU., forma parte del Comité por una Internacional de los Trabajadores (CIT) de Peter Taaffe. Esta organización, con una reputación falsa de trotskista, tiene una larga y deplorable historia de apoyo a la contrarrevolución capitalista en nombre de la oposición a la dictadura. En la Unión Soviética, entre agosto y septiembre de 1991, los antecesores del CIT en la tendencia Militante se sumaron a las fuerzas de la restauración capitalista en las barricadas de Boris Yeltsin en Moscú. En contraste, nuestra internacional trotskista distribuyó decenas de miles de volantes llamando a los obreros soviéticos a aplastar las fuerzas contrarrevolucionarias dirigidas por Yeltsin y respaldadas por la Casa Blanca de George H.W. Bush.

El CIT, que descarta a China como capitalista y autoritaria, se encuentra entre los porristas más rabiosos del Movimiento Paraguas. Un artículo en China Worker (30 de septiembre) del CIT describe entusiasta la posibilidad de que “la lucha por la democracia se extienda a toda China; la chispa inicial muy bien podría darla el movimiento que protesta en Hong Kong”. ¡El CIT comparte con el Departamento de Estado estadounidense su deseo ferviente de que el movimiento a favor de la “democracia” sea utilizado contra la “dictadura del PCCh” en la China continental!

El CIT sugiere que el Movimiento Paraguas puede convertirse en un nuevo Tiananmen, en referencia a la revuelta entre mayo y junio de 1989 que sacudió a la China continental. Los partidarios de la “democracia” en Hong Kong organizan cada junio una enorme conmemoración del aniversario del levantamiento de Tiananmen, pintándolo como una protesta estudiantil a favor de la democracia capitalista contra el malvado régimen comunista. Nada podría estar más lejos de la verdad.

Los acontecimientos de 1989 alrededor de la Plaza Tiananmen comenzaron con una protesta estudiantil a favor de mayores libertades políticas y contra la corrupción de los altos mandos de la burocracia. Inicialmente, a la protesta se sumaron obreros individuales, pero pronto se unieron contingentes organizados de fábricas y otros lugares de trabajo; la elevada inflación y la creciente desigualdad, causadas por el programa burocrático de construir el “socialismo” a través de las reformas de mercado, empujaron a los obreros a la acción. Aunque algunos jóvenes aspiraban a una democracia capitalista estilo occidental, las protestas estuvieron dominadas por el canto de La Internacional —el himno internacional de la clase obrera— y otras expresiones de conciencia prosocialista.

Varias organizaciones obreras que surgieron durante las protestas tenían las características de los órganos embrionarios del poder obrero. “Cuerpos de piquetes obreros” y grupos “dispuestos a morir” basados en las fábricas se organizaron para defender a los estudiantes de la represión, en abierto desafío al decreto de ley marcial del régimen de Deng Xiaoping. Los grupos obreros empezaron a asumir la responsabilidad de la seguridad pública después de que el gobierno de Beijing se desvaneciera y la policía desapareciera de las calles. La participación del proletariado chino en las protestas, tanto en Beijing como a lo largo del país, fue lo que las convirtió en una revolución política incipiente. Después de estar paralizado durante semanas, el régimen del PCCh desató una sangrienta represión en Beijing entre el 3 y el 4 de junio.

Los obreros demostraron enorme capacidad de lucha y establecieron lazos con los soldados, algunos de los cuales se negaron a disparar sobre los manifestantes. Pero, por sí solos, no pudieron llegar al entendimiento de que era necesaria una revolución política para deshacerse del dominio deformante de la burocracia del PCCh. Para que la clase obrera adquiera esta conciencia es indispensable la intervención de un partido marxista revolucionario.

Los imperialistas no se detendrán hasta que hayan destruido al estado obrero chino y estén nuevamente en total libertad de saquear al país. El orden mundial capitalista, dominado por los imperialistas, con su impulso por controlar mercados y reducir el salario y los niveles de vida de los obreros, es incompatible con el desarrollo hacia el socialismo. Para abrir ese camino son indispensables revoluciones obreras en Japón, EE.UU. y otros países capitalistas avanzados. Para hacer este programa realidad buscamos unir las luchas de los obreros en los centros imperialistas con la defensa de las conquistas ya obtenidas, incluidas las de la Revolución China de 1949.■

 

Espartaco No. 43

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