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Spartacist (edición en español) Número 34

Noviembre de 2006

Imperio, Multitud y la “muerte del comunismo”

La demencia senil del posmarxismo

TRADUCIDO DE SPARTACIST (EDICIÓN EN INGLÉS) NO. 59, PRIMAVERA DE 2006

Después de las protestas de la “batalla de Seattle” en noviembre de 1999 contra la Organización Mundial de Comercio la palabra “antiglobalización” se ha convertido en un término de uso corriente. La publicación en inglés, poco después, de Imperio (Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica, 2005) convirtió a sus autores, un joven académico estadounidense llamado Michael Hardt y su mentor italiano, el intelectual de la Nueva Izquierda, Antonio Negri, en portavoces mediáticos autoproclamados de los activistas antiglobalización. Esta densa y con frecuencia impenetrable obra cargada con jerga arcana posmoderna y oraciones del largo de un párrafo, fue mucho más ampliamente discutida de lo que fue realmente leída. Pero su promesa de brindar alguna coherencia teórica a un movimiento de protesta heterogéneo hizo de Imperio y su secuela, Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio (Barcelona: Random House Mondadori, 2004), un punto de referencia en un debate más amplio acerca de la globalización, las clases y el cambio social en la era postsoviética.

En Imperio y Multitud, Hardt y Negri parecían sintetizar las ideas de un estrato de intelectuales “posmarxistas” quienes sostienen que la estructura y el funcionamiento del capitalismo mundial han cambiado fundamentalmente en las últimas décadas. Dado que ahora vivimos en una economía “posindustrial, basada en la información”, argumentan, el proletariado industrial ya no es la única fuerza social revolucionaria, como lo sostiene la doctrina marxista tradicional. Las corporaciones transnacionales y los bancos han realizado una globalización completa de la producción. Los estados y otras formas de poder organizados centralmente han sido superados por una red intangible de interconexiones globales, el “Imperio”. Hardt y Negri concluyen:

“La actual recomposición global de las clases sociales, la hegemonía del trabajo inmaterial y las formas de toma de decisiones basadas en estructuras de red han cambiado de manera radical las condiciones de todo proceso revolucionario. La concepción tradicional moderna de la insurrección, por ejemplo, definida fundamentalmente en los numerosos episodios que van desde la Comuna de París hasta la Revolución de Octubre, se caracterizaba por un movimiento que iba de la actividad insurreccional de las masas a la creación de vanguardias políticas, de la guerra civil a la construcción de un gobierno revolucionario, de la construcción de organizaciones de contrapoder a la conquista del poder del Estado y de la apertura de un proceso constituyente al establecimiento de la dictadura del proletariado. Tales secuencias de la actividad revolucionaria son inimaginables hoy día.”

Multitud

Aseverando actualizar a Marx, Hardt y Negri tiran por la borda el núcleo programático del marxismo: la revolución proletaria para derrocar al sistema capitalista. Desechan las lecciones destiladas de la Comuna de París de 1871, la primera insurrección proletaria, y la historia subsiguiente del movimiento obrero revolucionario. Ridiculizan la guerra de clases y el poder proletario como nociones “viejas, cansadas y marchitas” (Ibíd.). Pero, lejos de proponer algo nuevo, Hardt y Negri ofrecen una amalgama de radicalismo de estilo de vida anarcoide y de reformismo utópico que hace recordar la “contracultura” de la Nueva Izquierda de la década de los 60: “Como argumentaremos a lo largo de este libro, la resistencia, el éxodo, el vaciamiento del poder del enemigo y la construcción de una nueva sociedad por la multitud constituyen un único y mismo proceso” (Ibíd.).

Observando que Negri “no ha aprendido nada ni olvidado nada” desde la década de 1970, el crítico Tony Judt resumió algo de la cualidad deprimente de Imperio y Multitud en su reseña “Sueños de Imperio”:

“Esto es globalización para los que sufren de discapacidad política. En lugar de la aburrida lucha de clases de antaño, tenemos al nexo imperial voraz que ahora enfrenta a un contendiente de su propia creación, la comunalidad multitudinaria descentralizada: Alien contra Depredador... Mientras la izquierda estadounidense lee Multitud, Dick Cheney puede dormir tranquilamente.”

New York Review of Books, 4 de noviembre de 2004

Después de unas 900 páginas tortuosas de Imperio y su secuela, Hardt y Negri conceden que “un libro filosófico no es el lugar adecuado para que valoremos si el momento de la decisión política revolucionaria es inminente”, añadiendo: “Un libro como este [sic] tampoco es lugar para contestar a la pregunta: ‘¿Qué hacer?’” (Multitud). Esta franca conclusión de ignorancia corresponde a la diversidad ostentosa de lo que se llama un “movimiento de movimientos” de “un no y un millón de síes”.

Como marxistas y leninistas sí sabemos qué hacer. Luchamos por nuevas revoluciones de Octubre: el derrocamiento del sistema capitalista por parte del proletariado, aliado con otras secciones de los explotados y oprimidos. La victoria del proletariado a escala mundial pondría una abundancia material inimaginable al servicio de las necesidades humanas, sentaría las bases para la eliminación de las clases, la erradicación de la desigualdad social basada en el sexo y la abolición misma del significado social de raza, nación y etnia. Por primera vez, la humanidad se apoderará de las riendas de la historia y controlará su propia creación, la sociedad, con el resultado de una emancipación del potencial humano nunca antes soñada.

A finales de la década de 1930, después de la victoria del fascismo en Alemania y la derrota de la Revolución Española, el marxista revolucionario León Trotsky observó: “Como en toda época de reacción y declive, han aparecido por todas partes magos y charlatanes dispuestos a imponer una completa revisión del pensamiento revolucionario” (Programa de Transición [1938]). El triunfo de la contrarrevolución capitalista en la Unión Soviética y Europa Oriental a principios de la década de 1990 ha nutrido a una nueva generación de farsantes y charlatanes ideológicos. Hardt y Negri regatean sus mercancías ideológicas a los izquierdistas jóvenes, quienes, al no tener la menor idea de la capacidad revolucionaria del proletariado, aceptan el punto de vista subjetivo de que un nuevo mundo se conquistará no desarraigando la realidad material de la opresión sino cambiando las ideas en las cabezas de la gente.

Por lo tanto, es necesario volver a reafirmar las premisas básicas del materialismo histórico y los principios programáticos correspondientes del marxismo. Al hacer esto, recordamos el ejemplo de la polémica de Friedrich Engels contra un charlatán de su tiempo, La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring (1877-78). Engels colaboró activamente con Marx para escribir esta obra, que se conoce comúnmente como el Anti-Dühring (secciones del cual se publicaron después bajo el título: Del socialismo utópico al socialismo científico [1880]). Engels se burló de Dühring por sobresalir en “chillona seudociencia” y “largas trompetas” y lo acusó de “irresponsabilidad por megalomanía”. Pero también disecó metódicamente los argumentos de Dühring y su punto de vista filosófico idealista, produciendo una poderosa exposición de la concepción materialista de la historia.

Por un entendimiento materialista de la sociedad de clases

Hardt y Negri arrojan arena en los ojos de jóvenes activistas izquierdistas airados por los múltiples horrores del sistema capitalista mundial —la miseria de las masas en el “Sur Global”, el terror racista, la guerra imperialista— al brindar justificaciones “teóricas” confusas, desorientadoras y demostrablemente falsas para los prejuicios anticomunistas prevalecientes. Consuelan al medio antiglobalización mayoritariamente pequeñoburgués, con la creencia falsa de que es, por sí mismo, una fuerza para el cambio social, negando que aquéllos que aspiran a revolucionarios necesiten aliarse con la fuerza social del proletariado. Mutilan términos marxistas precisos como “clase” y promueven un movimiento “anticapitalista”, centrado en el Foro Social Mundial, que es financiado por y depende de fundaciones capitalistas e incluso de gobiernos capitalistas. En ninguna parte hacen intento alguno por analizar la realidad, ni ofrecen hechos confirmados para respaldar sus aseveraciones impresionistas.

Comparen la documentación histórica y estadística meticulosamente investigada que se encuentra en El capital de Marx o en El imperialismo, etapa superior del capitalismo de Lenin con la manera en que Hardt y Negri crean teorías económicas y políticas que el lector debe aceptar, como en la religión, por fe. Una reseña de Multitud, por Tom Nairn —asociado desde hace mucho tiempo con New Left Review [Revista de la Nueva Izquierda]—, observa el rechazo de Hardt y Negri tanto del marxismo como del neoliberalismo capitalista, a favor de un enfoque esencialmente espiritual. Citando la fijación de los autores con el filósofo holandés del siglo XVII, Baruch Spinoza, un precursor del racionalismo ilustrado del siglo XVIII, Nairn comenta: “Muchos lectores notarán algo extraño sobre tal dependencia en una visión que antedata no sólo a David Hume y a Adam Smith, sino a Darwin, Freud, Marx y Durkheim, de una época en la que los genes y la estructura del ADN humano eran impensables” (“Make for the Boondocks” [Salgan para el campo], London Review of Books, 5 de mayo de 2005). Un ensayo posmarxista más reciente de Malcolm Bull, cita a Cicerón, Aristóteles y a Thomas Hobbes, entre otros, al argumentar que Hardt y Negri malinterpretan al pobre Spinoza, cuyo concepto de “multitud”, en cualquier caso, no ofrece marco alguno para la discusión de política contemporánea (“The Limits of Multitude” [Los límites de la multitud], New Left Review, septiembre-octubre de 2005).

Hardt y Negri son representativos de lo que hemos descrito como un profundo retroceso en la conciencia política —especialmente marcado entre los intelectuales de izquierda—, el cual preparó y, a su vez, fue profundizado por el derrocamiento final de la Revolución de Octubre y el triunfalismo imperialista acerca de la supuesta “muerte del comunismo”. Ésta es una época verdaderamente inundada de seudociencia chillona, en la que fuerzas fundamentalistas cristianas cada vez más influyentes en los corredores del poder del estado más poderoso del mundo intentan hacer pasar el mito bíblico de la creación como la última palabra en la “ciencia”.

La mayoría de los izquierdistas jóvenes consideran ahora no sólo al socialismo proletario, sino a cualquier forma de estrategia revolucionaria programáticamente definida, fuera del orden del día. Mucha de la izquierda seudomarxista niega incluso la adhesión nominal a la meta marxista de la dictadura del proletariado: el remplazo del dominio de clase capitalista por el dominio revolucionario de la clase obrera. En una breve polémica contra el idealismo posmoderno, titulada “In Defence of History” [En defensa de la historia], el historiador Eric Hobsbawm comentó:

“La mayoría de los intelectuales que se volvieron marxistas a partir de la década de 1880, incluyendo a historiadores, lo hicieron porque querían cambiar el mundo en asociación con los movimientos obrero y socialista. La motivación permaneció fuerte hasta la década de 1970, antes de que comenzara una reacción política e ideológica masiva contra el marxismo. Su principal efecto ha sido destruir la creencia de que el éxito de una forma particular de organizar a las sociedades humanas puede predecirse y ser auxiliada mediante el análisis histórico.”

Guardian [Londres], 15 de enero de 2005

El marxismo sacó la lucha por una sociedad igualitaria del ámbito del ideal espiritual o filosófico y le dio una base en un análisis científico y materialista del desarrollo histórico de la sociedad humana. “Las causas últimas de todas las modificaciones sociales y las subversiones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres, en su creciente comprensión de la verdad y la justicia eternas, sino en las transformaciones de los modos de producción y de intercambio”, escribió Engels en el Anti-Dühring. La pobreza, la opresión, la explotación y la guerra no son causadas por malas ideas, ambición, lujuria por el poder ni por otros supuestos rasgos de una “naturaleza humana” supuestamente inamovible.

El curso de la historia humana ha sido definido por una lucha continua para asegurar suficiente comida, vestido y cobijo, para proveer la supervivencia y la propagación. Durante muchos miles de años, los humanos vivieron en pequeños grupos de parentesco, compartiendo lo que obtenían de la caza y la recolección, sobre las bases de un comunismo primitivo de distribución. La invención de la agricultura permitió la producción de un excedente más allá de lo necesario para la supervivencia inmediata, lo cual abrió camino para el desarrollo posterior de los medios de producción y planteó la pregunta de quién y cómo se apropiaría de ese excedente. El desarrollo de la propiedad privada y la división de la sociedad en clases también trajo el surgimiento de la familia —la institución primordial para la opresión de las mujeres (y los jóvenes)— como un medio para entregar a la próxima generación la riqueza acumulada con base en la propiedad privada. Desde entonces, toda la historia ha sido la historia de la lucha de clases: “Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna” (Marx y Engels, Manifiesto Comunista [1848]).

Capitalismo, imperialismo y el estado-nación

El capitalismo fue históricamente progresista porque aumentó enormemente las fuerzas productivas de la sociedad; tanto así que, por primera vez, existían las bases materiales para divisar un fin a la escasez y a las divisiones de clases en su conjunto: “El gigantesco aumento de las fuerzas productivas alcanzado por la gran industria permite finalmente dividir el trabajo entre todos los miembros de la sociedad sin excepción, limitando así el tiempo de trabajo de cada cual, de tal modo que todos se encuentren con tiempo libre para participar en los comunes asuntos de la sociedad, los teoréticos igual que los prácticos” (Anti-Dühring).

Al mismo tiempo, la propiedad privada de los medios de producción se convirtió cada vez más en una barrera para el desarrollo continuo de las fuerzas productivas. Engels explicó:

“Tanto las fuerzas productivas producidas por el moderno modo de producción capitalista cuanto el sistema de distribución de bienes por él creado han entrado en hiriente contradicción con aquel modo de producción mismo, y ello hasta tal punto que tiene que producirse una subversión de los modos de producción y distribución que elimine todas las diferencias de clase, si es que la entera sociedad moderna no tiene que perecer. La certeza de la victoria del socialismo moderno se basa en ese hecho material y tangible que se impone con irresistible necesidad y en forma más o menos clara a las cabezas de los proletarios explotados; en eso, y no en las ideas de lo justo y lo injusto que alimenten los sabios de gabinete.”

Ibíd.

El surgimiento del imperialismo moderno al final del siglo XIX marcó el inicio de una época de decadencia capitalista global. El sistema del estado-nación, que había servido como un crisol para la llegada al poder de una clase capitalista moderna, entró en un conflicto cada vez mayor con las necesidades del orden económico internacional que el mismo capitalismo había engendrado. Las grandes potencias capitalistas, que habían dividido al mundo mediante conquistas imperiales sangrientas, se embarcaron en una serie de guerras para redividirlo, buscando expandir sus posesiones coloniales y esferas de influencia a expensas de sus rivales.

A la sangrienta barbarie de la Primera Guerra Mundial —que en palabras de Trotsky “desencadenó contra la cultura humana un espantoso pogrom” (Terrorismo y comunismo [Anti Kautsky], 1920)— le siguieron apenas dos décadas de “paz” antes de que las potencias imperialistas se embarcaran en una segunda conflagración global. La Segunda Guerra Mundial vio el epítome de la barbarie capitalista con el Holocausto Nazi de la población judía europea —el cual sólo terminó con la liberación por el Ejército Rojo soviético de la Europa Oriental ocupada por los nazis— y la incineración de unos 200 mil civiles japoneses por bombas atómicas de EE.UU. en Hiroshima y Nagasaki. Una guerra mundial interimperialista futura se luchará, probablemente, con armas nucleares de todos los lados, amenazando con el aniquilamiento de toda la humanidad.

Bajo el sistema imperialista moderno, un puñado de estados capitalistas avanzados en Norteamérica, Europa y Japón, explotan y oprimen a las masas subyugadas coloniales y semicoloniales en Asia, África y América Latina, deteniendo la modernización socioeconómica y cultural completa de la abrumadora mayoría de la humanidad. Una sociedad justa, igualitaria y armoniosa, requiere superar la escasez económica a escala global mediante una economía socialista planificada internacionalmente. Aun así, muchos verdes y anarquistas ven a la tecnología a gran escala como inherentemente maligna (aunque pocos de ellos renunciarían personalmente a la medicina moderna, la comunicación y el transporte por una vida donde la supervivencia misma es una lucha diaria). Por su parte, Hardt y Negri “rebaten” el materialismo marxista, simplemente declarando el fin de la escasez por acto de magia:

“Esa idea de una guerra fundacional de todos contra todos se basa en una economía de propiedad privada y de escasez de recursos. La propiedad material, como la de una finca, la del agua o la de un coche, no puede existir en dos lugares al mismo tiempo: si lo tengo y lo uso yo, niego que lo tengas y lo uses tú. En cambio, la propiedad inmaterial, como la de una idea, una imagen, una forma de comunicación, es infinitamente reproducible... Hoy día sigue habiendo escasez de algunos recursos, pero otros muchos, y en especial los elementos más nuevos de la economía, no funcionan según la lógica de la escasez.”

Multitud

Nuestros pioneros profesores posmarxistas no son ni muy originales ni muy radicales. Charles Leadbeater, un admirador y consejero (por honorarios) muy apreciado del gobierno laborista de Tony Blair en Gran Bretaña, escribió dos años antes que Imperio:

“No hay mejor manera de expresar el valor económico de la transformación del conocimiento, que pensar en la economía doméstica de los alimentos. Piense en el mundo como si estuviera dividido en pasteles de chocolate y en recetas para pasteles de chocolate... Todos podemos usar la misma receta para pastel de chocolate al mismo tiempo, sin que a nadie le vaya peor. No se asemeja en nada a una rebanada de pastel.”

—Leadbeater, Living on Thin Air: The New Economy [Vivir de aire: la nueva economía]
(Londres: Penguin Books, 1999)

Poco antes de la Revolución Francesa de 1789, cuando se le dijo a la reina María Antonieta que la gente pobre de París no tenía pan, ella supuestamente contestó: “Que coman pastel”. Leadbeater ha superado a María Antonieta. Les dice a las masas empobrecidas del “Sur Global”: ¡Que coman recetas para pastel! Como Engels dijo de Herr Dühring: “Con esta facilidad pasa la viva fuerza del birlibirloque filosóficorreal por encima de los más insuperables obstáculos” (Anti-Dühring).

La respuesta al huracán Katrina mostró vívidamente cómo es que la “lógica de la escasez” sigue dominando aún en el país capitalista más rico de la tierra. El desprecio de la venal clase dominante estadounidense por los negros pobres de Nueva Orleans —dejados a la merced de las inundaciones porque no tenían los medios para salir de la ciudad— quedó evidenciado para la horrorizada audiencia televisiva de todo el mundo.

Las divagaciones conceptuales de Hardt y Negri no se deben tomar más seriamente que los efectos especiales, generados por computadora, de películas de Hollywood como The Matrix. En el mundo de realidad virtual de Imperio, Hardt y Negri llaman por una “ciudadanía global” y un salario social universal. Lograr un salario social universal, con base incluso en el salario mínimo legal estadounidense de 5.15 dólares por hora, requeriría un gasto anual mayor que el ingreso bruto actual (de 2004) de todo el mundo. Alcanzar esta meta llevaría consigo un enorme salto hacia adelante en la productividad humana, por no mencionar una revolución en el modo de producción y distribución; pero Hardt y Negri rechazan la perspectiva de una economía planificada internacionalmente y niegan incluso que la escasez material sigue siendo un problema central que enfrenta la humanidad.

El Octubre Rojo, la Unión Soviética y su destino

Tanto los seudoizquierdistas como los derechistas abiertos presentan al llamado “fracaso del experimento soviético” como prueba irrefutable de que cualquier intento de remplazar al capitalismo con un “sistema hegemónico” o un “socialismo jerárquico” está condenado a colapsar bajo el peso de sus metas necesariamente “totalitarias”. Repitiendo la sabiduría común de los ideólogos imperialistas y de los periódicos sensacionalistas respecto al colapso de la Unión Soviética, Hardt y Negri entonan: “La resistencia a la dictadura burocrática fue el motor de la crisis” (Imperio). ¿Y qué hay de la secuela? Hardt y Negri no incluyen mención alguna del colapso social y económico catastrófico y sin precedente histórico de la Rusia postsoviética, Ucrania y otras antiguas repúblicas soviéticas. El empobrecimiento de mucha de la población de Europa Oriental y de la antigua URSS parecería ser inmaterial para estos autoproclamados profetas del futuro.

La Revolución de Octubre hizo realidad las enseñanzas de Marx y Engels. Los obreros, encabezando a las masas campesinas empobrecidas, tomaron el poder estatal, remplazando la dictadura de clase del capital con una dictadura del proletariado: un paso necesario en el camino a una sociedad global, sin clases e igualitaria, en la que el estado en tanto instrumento de represión se ha extinguido completamente. Un gobierno basado en consejos democráticamente elegidos (soviets) de obreros y campesinos expropió a los capitalistas y a los terratenientes, quebró su resistencia y procedió a organizar una economía planificada, basada no en la ganancia sino en las necesidades de la sociedad. Pese a la pobreza y al atraso inimaginables, la Rusia soviética estaba en la vanguardia de todas las formas de liberación social (ver: “La Revolución Rusa y la emancipación de la mujer”, página 64).

El que los obreros pudieran tomar y mantener el poder estatal en un país atrasado, en el que ellos mismos en su mayoría estaban apartados de sus orígenes campesinos por sólo una generación o dos y eran una pequeña minoría comparados con el campesinado, fue una muestra del papel singular del proletariado como la agencia de la revolución social en esta época. Trotsky elaboró este entendimiento en Resultados y perspectivas (1906), como parte de su teoría de la revolución permanente, que señalaba que las tareas democráticas remanentes en la Rusia zarista atrasada, tales como las cuestiones agraria y nacional, sólo podían resolverse en el contexto del poder proletario; pero la revolución permanente tenía como premisa revoluciones proletarias victoriosas en las potencias industriales de Europa occidental. La masa de obreros de Rusia, no sólo los líderes bolcheviques, veía a la Revolución de Octubre como el comienzo de la revolución socialista mundial. La Rusia Roja ayudó a inspirar una conciencia revolucionaria en millones de obreros alrededor del mundo. La turbulencia revolucionaria envolvió a gran parte de Europa, centralmente Alemania, después de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la clase obrera no llegó al poder en ningún otro país. Éste fue principalmente el resultado de las políticas contrarrevolucionarias de los falsos dirigentes obreros socialdemócratas y la ausencia de partidos de vanguardia con autoridad como el Partido Bolchevique que Lenin había construido en la Rusia zarista.

Así, la Rusia soviética surgió de siete años de guerra imperialista y guerra civil aislada internacionalmente y devastada económicamente. Su proletariado había sido físicamente diezmado y estaba políticamente exhausto. Su gigantesco campesinado (principalmente los estratos más acomodados) comenzaba a reivindicar sus propios intereses de clase pequeñoburgueses. (Para un análisis más profundo acerca de esto último, ver: “Kronstadt 1921: Bolchevismo vs. contrarrevolución”, página 8.) Estas condiciones permitieron el crecimiento de una capa burocrática en el aparato gubernamental del estado soviético y del Partido Comunista gobernante. Aprovechando la amplia desmoralización que siguió al fracaso de otra oportunidad revolucionaria más en Alemania en 1923, la burocracia puso en juego su control político. Al tiempo que mantenía los fundamentos sociales establecidos por el Octubre Rojo, esta contrarrevolución política marcó una transformación cualitativa en cómo y con qué propósitos se gobernaba a la Unión Soviética.

La burocracia se volvió cada vez más hostil a la lucha por la revolución socialista en los países capitalistas. A finales de 1924, Stalin promulgó el dogma ridículo de que el socialismo podía ser construido en la Unión Soviética sola, si tan sólo se pudiera asegurar que los imperialistas no la atacaran militarmente. Los partidos comunistas alrededor del mundo fueron transformados en herramientas de la diplomacia soviética que buscaba la “coexistencia pacífica”. Trotsky, a la cabeza de la Oposición de Izquierda (OI), luchó contra la degeneración burocrática de la Revolución Rusa tanto en el Partido Comunista soviético como en la Internacional Comunista. La OI luchó por mantener el programa internacionalista de extender las conquistas de la Revolución Rusa a otros países, el programa que había animado al estado y partido soviéticos en los primeros años de la revolución.

Debido a la devastación económica causada por la Guerra Civil y al atraso extremo de la economía rural, el régimen bolchevique se vio forzado, en 1921, a permitir un mercado privado limitado de granos y bienes de consumo. La OI entendió que el estrato de campesinos mejor acomodados (kulaks) y los pequeños comerciantes representaban un peligro potencial a la propiedad colectivizada en la que se basaba el estado obrero. Al tiempo que la creciente casta burocrática conciliaba a los kulaks cada vez más, la OI propugnó un impuesto al excedente agrícola, para ayudar a financiar el desarrollo industrial planificado, así como una política de incentivos materiales para que los campesinos más pobres colectivizaran voluntariamente sus tierras. Cuando los kulaks procedieron a acaparar sistemáticamente el grano para elevar los precios en 1928, amenazando con matar de hambre a las ciudades, la burocracia se vio forzada a llevar a cabo parte del programa de la OI, aunque de manera deformada. De una manera típicamente brutal y burocrática, Stalin colectivizó forzosamente al campesinado. Este viraje puso alto a la amenaza inmediata de restauración capitalista en la URSS. La política paralela de desarrollo industrial planificado, aunque llena de tremendas distorsiones burocráticas y mala administración, permitió a la Unión Soviética construir una sociedad industrial moderna, en la que la clase obrera tenía acceso a la medicina, la ciencia, la educación y la cultura.

Lo que fracasó en la Unión Soviética no fue el marxismo, sino la perversión estalinista expresada en los dogmas de “socialismo en un solo país” y la “coexistencia pacífica”. Trotsky insistió en que la Unión Soviética, pese a sus éxitos económicos, no sobreviviría en un largo plazo histórico en un mundo dominado por estados capitalistas imperialistas. La planificación central sólo puede funcionar de forma efectiva bajo un régimen de democracia soviética, que permite la participación necesaria de los propios obreros en la regulación e implementación del plan. No obstante, como escribió Trotsky en su análisis incisivo del estalinismo:

“El socialismo ha demostrado su derecho a la victoria, no en las páginas del Capital, sino en una arena económica que constituye la sexta parte de la superficie del globo; no en el lenguaje de la dialéctica, sino en el del hierro, del cemento y de la electricidad. Aun en el caso de que la U.R.S.S., por culpa de sus dirigentes sucumbiera a los golpes del exterior —cosa que esperamos firmemente no ver— quedaría, en prenda del porvenir, el hecho indestructible de que la revolución proletaria fue lo único que permitió a un país atrasado obtener en menos de veinte años resultados sin precedentes en la historia.”

La revolución traicionada (1936)

A lo largo de la década de 1930, la economía soviética colectivizada se expandió rápidamente, incluso cuando el mundo capitalista estaba hundido en la Gran Depresión. El desarrollo tecnológico soviético fue reconstruido después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, tal que para 1961 pudo mandar un hombre al espacio. Desde 1960 hasta 1980, se puso en marcha una campaña de construcción masiva, con el fin de brindar a cada familia urbana un departamento de alquiler nominal. Esto era considerado un derecho de la ciudadanía soviética, como el derecho al trabajo, a la educación pública y a los servicios médicos gratuitos. Éstos eran logros históricos de la economía planificada, pese al terrible lastre burocrático del mal gobierno estalinista, que engendró una opacidad gris a lo largo de toda la sociedad, desde la calidad pobre de los bienes de consumo hasta el sofocamiento de la vida intelectual.

¿Y ahora? En los seis años después de la contrarrevolución, el producto nacional bruto de la Rusia postsoviética cayó en un 80 por ciento. Los salarios reales se desplomaron en una cantidad similar. Mucha de la población urbana se vio forzada a cultivar alimentos en pequeños huertos urbanos para sobrevivir. Hoy, millones en Rusia y en las otras antiguas repúblicas soviéticas están al borde de la inanición, al tiempo que la falta de vivienda es enorme.

Hardt, Negri y otros adoradores del hecho consumado proclaman que el colapso de la Unión Soviética era inevitable. Pero, en realidad, de haber prevalecido un programa internacionalista revolucionario, el resultado podría haber sido muy diferente. En las décadas después de la Revolución de Octubre hubo numerosas oportunidades para revoluciones proletarias en los países capitalistas avanzados, las cuales hubieran roto el aislamiento del primer estado obrero del mundo, hubieran hecho añicos el control de la burocracia nacionalista y hubieran reanimado la conciencia revolucionaria del proletariado soviético. Trotsky y la Oposición de Izquierda llevaron a cabo una lucha sin tregua para defender las conquistas revolucionarias tanto en contra de las amenazas externas como de las internas. Lucharon por derrotar al estalinismo y restaurar el internacionalismo bolchevique y la democracia soviética en la Unión Soviética. Guiados por nuestro programa trotskista, en 1989-92, la Liga Comunista Internacional intervino, de manera única, primero en Alemania Oriental y luego en la Unión Soviética, con el programa de la revolución política proletaria: el derrocamiento de la burocracia estalinista en desintegración y su remplazo por un gobierno basado en consejos obreros.

Pese a la destrucción de la URSS, alrededor de un cuarto de la población mundial sigue viviendo en países en los que los explotadores capitalistas no ejercen dominio directo —los estados obreros deformados restantes: Cuba, Vietnam, Corea del Norte y, sobre todo, China, el país más poblado del mundo—. Sin embargo, China apenas amerita una mención en Imperio y en Multitud, mucho menos cualquier indicación de que es una sociedad con algo digno de defender. En esto también, Hardt y Negri toman sus indicaciones de los gobernantes imperialistas, quienes presentan a China como un campo gigante de “trabajo esclavo”; una imagen repetida por los falsos líderes socialdemócratas y sindicales anticomunistas. Esto se hizo evidente en las protestas de 1999 en Seattle donde, detrás de las imágenes adorables de “tortugas y camioneros unidos” elogiadas por Hardt, Negri y otros ideólogos de la antiglobalización, hubo un siniestro batir de tambores de la burocracia sindical estadounidense de la AFL-CIO para que Washington tomara acción de manera más contundente contra China.

En contraste, la LCI lucha por la defensa militar incondicional de China contra el imperialismo y la contrarrevolución capitalista. Actualmente, China sigue siendo lo que ha sido desde la Revolución de 1949: un estado obrero gobernado burocráticamente, similar en su estructura a la antigua Unión Soviética. Pese a las incursiones importantes tanto del capitalismo extranjero como del nacional, los elementos principales de su economía están colectivizados. En una época en la que casi todos los países capitalistas desarrollados practican la austeridad fiscal, el gobierno de China lanzó proyectos de infraestructura monumentales, tales como presas y canales. La propiedad estatal del sistema bancario ha protegido a China hasta ahora de los flujos volátiles de capital especulativo de corto plazo, que arruinan periódicamente a las economías de los países capitalistas neocoloniales en Asia Oriental y también en América Latina.

En la medida en que resguardan las vastas “zonas de libre comercio” para el capital chino del exterior y el capital extranjero, los burócratas de Beijing se han convertido, de alguna manera, en contratistas laborales para los imperialistas. Sin embargo, las potencias capitalistas no descansarán hasta que China esté completamente bajo la bota del mercado mundial imperialista. Estados Unidos ha estado construyendo bases en el Asia Central, intentando rodear a China de instalaciones militares estadounidenses y recientemente firmó un pacto con Japón para defender el bastión de ultramar de Taiwán. Tarde o temprano, las tensiones sociales explosivas dentro de la sociedad china destrozarán a la burocracia gobernante. Entonces, la cuestión se planteará de manera decisiva: la revolución política proletaria para abrir el camino al socialismo o la esclavización capitalista y la subyugación imperialista. Los trabajadores y la juventud izquierdista de todo el mundo tienen un interés en esta lucha. La contrarrevolución capitalista sería devastadora para los pobres en el campo, los obreros y las mujeres de China y envalentonaría a los capitalistas internacionalmente para lanzar ataques más salvajes contra los obreros, trabajadores rurales, las mujeres, las minorías y los inmigrantes. También intensificaría la competencia entre las potencias imperialistas, especialmente EE.UU. y Japón y conduciría a más aventuras militares imperialistas contra los países semicoloniales alrededor del mundo.

Disparates sobre una “nueva economía” y la arrogancia pequeñoburguesa

El que Marx y Engels se dieran cuenta de que la lucha de clases era el camino a la transformación revolucionaria de la sociedad capitalista y que el proletariado era la clase revolucionaria de la época moderna fue un tremendo paso hacia adelante. Cuando se unieron a la Liga de los Justos en 1847, ésta se convirtió en la Liga Comunista y su consigna cambió de “Todos los hombres son hermanos” a “Obreros del mundo, ¡uníos!” Hardt y Negri viajan por este camino en reversa, rechazando la lucha de clases y disolviendo a la clase obrera en un “pueblo” supuestamente sin clases.

Al centro de los argumentos de Imperio y Multitud se encuentra la aseveración de que el proletariado ha sido incorporado en la “multitud”, un término amorfo que engloba a casi todos en el planeta: al obrero industrial y al campesino minifundista, al ingeniero y al trabajador de limpieza, al limosnero sin vivienda y al gerente corporativo, al prisionero y al carcelero. Como el movimiento obrero está en su punto más débil que en cualquier momento desde la década de 1920, cuando menos en Estados Unidos, la mayoría de los jóvenes activistas de izquierda consideran irrelevante a la clase obrera o, cuando mucho, simplemente una víctima más de la opresión. Hardt y Negri presentan una “teoría” para justificar y reforzar este impresionismo entre los intelectuales con educación universitaria a los que se dirigen y glorifican. Esto no es nada nuevo. James P. Cannon, pionero del trotskismo estadounidense, lo dijo claramente en un discurso en 1966 (aunque el Socialist Workers Party [Partido Obrero Socialista] que él había fundado había abandonado una perspectiva revolucionaria para principios de la década de 1960):

“Hay ahora un nuevo fenómeno en el movimiento radical estadounidense, que he oído se llama ‘La Nueva Izquierda’. Éste es un título amplio dado a un conjunto de personas que declaran que no les gusta la situación tal como está y que algo se debe hacer al respecto. Pero no debemos tomar nada de las experiencias del pasado; nada de la ‘Vieja Izquierda’, ninguna de sus ideas o tradiciones son buenas...

“Tenemos una orientación definida mientras que la Nueva Izquierda dice que la clase obrera está muerta. La clase obrera fue descartada por los sabelotodos de los años 20. Hubo un gran boom en la década de 1920. Los trabajadores no sólo no conquistaron ninguna victoria, sino que perdieron terreno. De hecho, los sindicatos decrecieron en número. En todas las industrias básicas, donde se ve ahora un gran florecimiento de sindicatos industriales —los trabajadores automotrices, aéreos, acereros, de la industria del plástico, eléctricos, de transporte y marítimos— los sindicatos no existían; sólo un puñado aquí y allá... Fue necesario un levantamiento semirrevolucionario a mediados de los 30, para romper con eso e instalar verdaderos sindicatos.”

—Cannon, “Reasons for the Survival of the SWP and for Its New Vitality in the 1960s” [Razones de la supervivencia del SWP y de su nueva vitalidad en la década de 1960], 6 de septiembre de 1966, reproducido en Spartacist (Edición en inglés) No. 38-39, verano de 1986

Se requirió la huelga general francesa de mayo de 1968 para separar a una capa de izquierdistas de Europa occidental y Norteamérica de los disparates de la Nueva Izquierda sobre la muerte de la clase obrera. La revolución obrera incipiente en Francia reafirmó en la vida real el entendimiento marxista del potencial revolucionario del proletariado. Al exponer la charlatanería de una generación anterior de ideólogos “posmarxistas”, sentó las bases para que nuevas capas de jóvenes sean ganados al marxismo revolucionario.

Pese a varios cambios en la técnica industrial y en la economía mundial, el proletariado sigue siendo central para una perspectiva revolucionaria en la actualidad, debido a que sigue ocupando un papel único en el centro del proceso de producción. Es a través de la explotación de la clase obrera que los capitalistas obtienen ganancias. Al concentrar a los obreros en grandes fábricas y centros urbanos, los capitalistas han creado el instrumento de su propia destrucción como una clase explotadora. Además, para que la clase obrera se emancipe a sí misma del yugo del capitalismo a escala global debe abolir toda la explotación, llevando a una sociedad en la cual no hay distinciones de clase.

Entre las dos clases básicas en la sociedad capitalista, el proletariado y la burguesía, está la pequeña burguesía. Ni en Imperio ni en Multitud hay ningún análisis o siquiera mención del papel social de esta capa heterogénea, que incluye desde campesinos empobrecidos, pequeños propietarios de tiendas y gerentes de sucursales de comida rápida hasta los cuadros administrativos, técnicos y culturales, con educación universitaria, del sistema capitalista y los pretenciosos corredores de bolsa en Wall Street. La pequeña burguesía no tiene una relación definida con los medios de producción a gran escala bajo el capitalismo y, por lo tanto, no tiene poder social independiente. Como resultado, aunque la pequeña burguesía (o sectores de ella) puede virar de un extremo político al otro, no puede desempeñar un papel independiente en la lucha de clases.

El papel social de la pequeña burguesía determina por su parte su punto de vista social. Mientras que los obreros sólo pueden mejorar sus condiciones económicas mediante la lucha colectiva contra los patrones capitalistas y su estado, los miembros de las burocracias corporativas y gubernamentales buscan incrementar sus ingresos y mejorar su estatus social mediante la competencia individual entre ellos. Un empleado de préstamos bancarios lucha por convertirse en gerente de la sucursal. El gerente de sucursal lucha por convertirse en jefe de la división regional del banco y así sucesivamente.

Hardt y Negri legitiman el elitismo pequeñoburgués y su desprecio por la clase obrera mediante la noción de una economía supuestamente posindustrial, basada en la información, en la que ya no es el proletariado, sino la intelectualidad pequeñoburguesa la que desempeña un papel central. Aseveran que el capitalismo ha pasado “del dominio de la industria al dominio de los servicios y la información, es un proceso de posmodernización económica, o mejor aún, de informatización” (Imperio [énfasis en el original]). Al evocar una imagen estereotípica del “obrero fabril masculino”, blanco y atrasado social y políticamente, sostienen: “Hoy esa clase obrera casi ha desaparecido del panorama” (Ibíd.). En la secuela de Imperio, Hardt y Negri abandonan esta afirmación absurda a favor de un argumento no menos falso:

“El trabajo agrícola sigue siendo dominante desde el punto de vista cuantitativo, como viene ocurriendo desde hace siglos y el trabajo industrial no ha declinado en términos numéricos a escala mundial. El trabajo inmaterial es una parte minoritaria del trabajo global y además se concentra en algunas de las regiones dominantes del planeta. Lo que sostenemos es que el trabajo inmaterial ha pasado a ser hegemónico en términos cualitativos.” [énfasis en el original]

Multitud

La visión de la realidad inmaterial de Hardt y Negri parece una nota editorial particularmente demente de la revista Wired o un especulador capitalista de Silicon Valley que sale a recabar una nueva ronda de fondos para el último “próximo gran” sitio web. Igualmente, el propagandista seguidor de Blair, Charles Leadbeater pregona elocuentemente: “Nuestros hijos no tendrán que laborar en fábricas oscuras, descender a minas o sofocarse en siderúrgicas para extraer materias primas y convertirlas en productos manufacturados. Vivirán de su creatividad, ingenio e imaginación” (Living on Thin Air).

Una vez más, esto no es nada nuevo. Una declaración de 1964, firmada por una serie de personalidades de la izquierda liberal —incluyendo a James Boggs, Todd Gitlin, Michael Harrington, Tom Hayden, Gunnar Myrdal y Linus Pauling— argumentó:

“Una nueva era de producción ha comenzado. Sus principios organizativos son tan diferentes de aquellos de la era industrial, como los de la era industrial lo fueron de la agrícola. La revolución cibernética se ha vuelto una realidad gracias a la combinación de la computadora y de la máquina automatizada autorregulada. Esto resulta en un sistema de capacidad productiva casi ilimitada, que requiere cada vez menos trabajo humano...

“La revolución cibernética ofrece una existencia cualitativamente más rica en valores democráticos así como materiales.”

—“The Triple Revolution” [La revolución triple], International Socialist Review [Revista socialista internacional], verano de 1964

Excepto por su claridad, esta declaración podría haber salido de Imperio o de Multitud.

Centralidad proletaria y conciencia revolucionaria

El mito de un nuevo mundo en “red”, donde cada uno es un productor independiente detrás de una pantalla activada al toque, sólo puede ser inventado y propalado por intelectuales que no tienen ni idea acerca de las condiciones laborales en el mundo real. Alguien produce la ropa que usan nuestros pensadores posmodernos, los autos que conducen, las computadoras en las que navegan la superautopista de la información y la electricidad con la que funcionan esas computadoras (y muchas otras cosas, además). Las computadoras pueden manejar el control del inventario en las operaciones de transporte, pero los contenedores de mercancía se seguirán cargando y descargando por estibadores y transportando por conductores de camiones y trabajadores ferrocarrileros. Además, si ello significa más ganancia, como en la industria textil de salarios bajos, los capitalistas de buena gana revertirán de los costosos métodos automatizados a maquiladoras de trabajo intensivo, que se parecen mucho a como se veían hace un siglo. El trabajo proletario sigue siendo repetitivo, agotador y, a menudo, peligroso. En 2003, por ejemplo, la tasa de lesiones en las plantas automotrices de EE.UU. era alrededor de 15 veces la de las oficinas financieras y aseguradoras.

Ciertamente es verdad, como lo demuestra el Medio Oeste estadounidense desindustrializado que contiene lo que fue el corazón industrial del país, que ha habido cambios significativos en las economías de EE.UU. y del mundo. El capital busca continuamente la tasa más alta de ganancia y, correspondientemente, el costo de producción más bajo, tanto dentro como (en la ausencia de barreras proteccionistas importantes) más allá de las fronteras nacionales. Comenzando a finales de la década de 1970, el capital estadounidense movió cada vez más operaciones de manufactura al sur no sindicalizado de EE.UU., luego a México y ahora a países con salarios todavía menores en Asia. Este movimiento ocurrió a través de la inversión directa, la subcontratación, el outsourcing y mecanismos similares —un desarrollo extremadamente acelerado por la retirada internacional y el colapso subsiguiente del poder soviético—. Al mismo tiempo, las “reformas de mercado” realizadas por el régimen estalinista de Beijing, abrieron a China a la inversión a gran escala, concentrada en la manufactura ligera, del capital occidental, japonés y chino del exterior. La clase obrera china, con una fuerza laboral de alrededor de 160 millones o más, centrada en manufactura, construcción, energía e industrias de extracción, transporte y telecomunicaciones, se ha convertido en un componente muy importante del proletariado industrial a escala internacional.

En 1970, el 33 por ciento de la fuerza laboral no agrícola en EE.UU. estaba empleada en el sector de producción de bienes (manufacturero, construcción y minería) y otro 6 por ciento en transportes y empresas de servicios públicos (Departamento de Comercio de EE.UU., Statistical Abstract of the United States: 1971 [Sumario estadístico de los Estados Unidos: 1971]). Para 2003, la fracción de la fuerza laboral empleada en la producción de bienes había caído al 20 por ciento, con 5 por ciento empleados en transporte y servicios públicos (Statistical Abstract of the United States: 2004-2005 [Sumario estadístico de los Estados Unidos: 2004-2005]). Simultáneamente, la proporción de la fuerza laboral de EE.UU. empleada en el comercio al mayoreo y al menudeo, en bancos, empresas de seguridad, aseguradoras, agencias de bienes raíces, etc., ha crecido alrededor de un 22 por ciento.

Pero esto no prueba que “el trabajo inmaterial ha pasado a ser hegemónico” aun en las “regiones dominantes del planeta”. (Hardt y Negri no podían ser más descarados en su intento por atraer a la relativamente privilegiada pequeña burguesía con educación universitaria del “Primer Mundo”; ni siquiera reconocen la existencia del proletariado en China y en partes del Tercer Mundo semicolonial). La noción de una “nueva economía” revolucionada por la tecnología de la información sigue siendo un mito hoy como lo era en la década de 1960. El uso de las palomas mensajeras para transmitir noticias rápidamente en la época anterior al telégrafo a principios del siglo XIX, le dio a la familia Rothschild una ventaja enorme sobre sus competidores para construir un imperio bancario en toda Europa. Pero no presagió una revolución económica. Incluso antes de que el boom del Internet de la década de 1990 se desinflara, un economista señaló:

“La mayoría de las aplicaciones iniciales de las computadoras centrales y personales han confrontado rápidamente la ley de rendimiento decreciente. Mucho del uso del Internet representa una sustitución de un tipo de entretenimiento o recolección de información por otro.”

—Robert J. Gordon, “Does the ‘New Economy’ Measure Up to the Great Inventions of the Past?” [¿Se encuentra la ‘nueva economía’ a la altura de los grandes inventos del pasado?], Journal of Economic Perspectives [Revista de perspectivas económicas], otoño de 2000

El sector de servicios tampoco ha dominado a la industria. La división convencional de la economía en un sector de producción de bienes y uno de servicios obscurece la primacía del primero sobre el segundo. Sin edificios no puede haber agencias inmobiliarias ni aseguradoras. Sin automóviles no puede haber concesionarias ni aseguradoras automotrices. Y los lugares de comida rápida son, en realidad, la fase final de la industria de procesamiento alimenticio: los trabajadores de McDonald’s et al. transforman trozos de carne congelada y papas fritas congeladas en una suerte de alimentos comestibles. Además, una gigantesca parte del sector de servicios está integrada directamente al proceso de manufactura. Una encuesta cuantitativa poco común al respecto, en la década de los 80, demostró que aproximadamente el 25 por ciento del total del producto interno bruto de EE.UU. consistía en “servicios” (por ejemplo, contadores, abogados, publicidad, aseguradoras, seguros médicos para empleados) comprados por firmas manufactureras e incorporados al precio de mercado de sus productos (Stephen S. Cohen y John Zysman, Manufacturing Matters: The Myth of the Post-Industrial Economy [Asuntos de manufactura: el mito de la economía posindustrial], Nueva York: Basic Books, 1987).

Apuntando al estilo Toyota de “equipos de producción” en algunas plantas automotrices y operaciones globales en todo el mundo basadas en inventarios y métodos de producción “justo a tiempo”, Hardt y Negri también anuncian triunfalmente declaraciones grandiosas de un viraje fundamental en la industria, del “fordismo” y el “taylorismo” —es decir, la línea de producción y ensamblado en plantas grandes y concentradas— a métodos “posfordistas”. En tanto que los fabricantes han extendido sus operaciones de producción globalmente, esto subraya la necesidad de la solidaridad obrera internacional, pero no quiere decir que la lucha obrera sea algo anticuado. En 1998, un paro contra las amenazas de despidos a varios miles de obreros en la planta de estampado de General Motors en Flint, Michigan, pronto llevó a parar prácticamente a todo el imperio de GM en los Estados Unidos, Canadá y México. En un intento por romper la huelga, GM movió los moldes de estampado de Flint a una de sus plantas canadienses. Pero los obreros automotrices canadienses se negaron a tocarlos: un ejemplo impresionante de la solidaridad obrera internacional. Al durar casi dos meses, la huelga le costó a GM 12 mil millones de dólares en ventas y 3 mil millones de dólares en ganancias. Fue el paro más costoso de la historia para lo que era entonces la corporación industrial más grande del mundo.

La huelga en GM subrayó de una forma más bien espectacular que la postración actual del movimiento obrero no es el resultado de cambios estructurales en el capitalismo sino de las políticas procapitalistas de la falsa dirigencia burocrática de los sindicatos. La burocracia del United Auto Workers [sindicato de los obreros automotrices] acorraló a los huelguistas para que volvieran a trabajar —cuando GM estaba de rodillas— sobre la base de un acuerdo que no resolvía nada. En ese entonces, escribimos:

“Por el solo hecho de retirar su fuerza de trabajo, los obreros de GM demostraron el poder potencial de la clase obrera, que yace en sus números, en su organización y en su disciplina y, de forma decisiva, en el hecho de que es el trabajo el que hace rodar las ruedas de la ganancia en la sociedad capitalista. Pero la huelga en Flint también demostró cómo es que el poder del movimiento obrero es socavado y minado por la burocracia sindical, que predica una identidad de intereses entre los obreros y sus explotadores capitalistas...

“Para enfrentar y echar hacia atrás la guerra contra el movimiento obrero sindicalizado, se requiere una dirigencia con el entendimiento de que los intereses del movimiento obrero y los del capital están contrapuestos, que cualquier movilización seria del poder sindical amenaza a los capitalistas y llevará a la clase obrera a una confrontación frontal con el estado burgués, ya sea bajo un régimen republicano o demócrata y que la clase obrera debe, por lo tanto, resguardar asiduamente su independencia —organizativa y política— de la burguesía, su estado y sus partidos políticos.”

—“For a Class-Struggle Fight Against GM Job Slashing!” [¡Por una lucha clasista contra el desenfrenado recorte laboral en GM!], Workers Vanguard No. 696, 11 de septiembre de 1998

Los falsos dirigentes burocráticos sindicales y de los partidos laboristas, socialdemócratas y otros reformistas fuera de EE.UU. constituyen una capa pequeñoburguesa dentro del movimiento obrero, a la que el marxista estadounidense Daniel De Leon caracterizó aptamente como los “lugartenientes obreros del capital”. Al tiempo que dicen hablar en nombre de la clase obrera, son en realidad leales al sistema capitalista y son compensados debidamente por sus servicios. A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, Marx y sus seguidores creyeron que la influencia del reformismo —un programa de colaboración con la burguesía y de reforma gradual del capitalismo— era el producto de la inmadurez de la clase obrera. Lo cual llevaba a la conclusión de que conforme el proletariado creciera en tamaño y poder, se trascenderían tales ilusiones peligrosas. Sin embargo, con el advenimiento de la época imperialista, Lenin se dio cuenta de que la situación había cambiado fundamentalmente. Ahora existía una base objetiva sólida para sobornar a una sección pequeña de la clase obrera en los países imperialistas con las superganancias derivadas de la explotación del mundo colonial. La esencia del leninismo es el entendimiento de que un partido que represente genuinamente los intereses de la clase obrera debe estar política y organizativamente contrapuesto a gente como John Sweeney [dirigente de la AFL-CIO], Tony Blair y Gerhard Schröder.

Para que la clase obrera pase de ser una clase en sí —definida simplemente por su relación objetiva con los medios de producción— a una clase para sí, totalmente consciente de su tarea histórica de derrocar al orden capitalista, se requiere una dirigencia revolucionaria. En ausencia de esto, la conciencia obrera está determinada en diversos grados por la ideología burguesa (y preburguesa) —nacionalismo, racismo, sexismo, religión, ilusiones en el reformismo parlamentario, etc.— llevándolos a ver a la sociedad capitalista como fija e inmutable. La burguesía tiene en sus manos no sólo una riqueza enorme y el control de los medios de información, sino también un vasto aparato represivo —el ejército, la policía, etc.— centralizado en sus niveles más altos. Para enfrentar y derrotar a ese poder se requiere un poder de contrapeso que no esté menos organizado y centralizado. Cuando la burguesía era una clase emergente a finales de la época feudal, adquirió gradualmente un creciente dominio social y económico a través de la expansión de su propiedad y riqueza respecto a la de la nobleza terrateniente. Pero el proletariado no es una clase propietaria y es, por lo tanto, incapaz de construir las instituciones de una sociedad nueva dentro del marco del capitalismo. En su lucha por el poder estatal, el proletariado debe depender exclusivamente de su organización y de su conciencia, expresadas en el nivel más alto en la construcción de un partido de vanguardia democrático-centralista cuya dirigencia, tácticas y estrategia estén determinadas por la plena democracia interna e implementadas sobre la base del centralismo férreo.

Reformismo viejo en jerga posmoderna

Al rechazar al proletariado bajo la dirigencia leninista como la agencia del cambio revolucionario, Hardt y Negri presentan a la intelectualidad pequeñoburguesa como la nueva vanguardia: “La lucha en red, de nuevo como la producción posfordista, no depende de la disciplina en ese mismo sentido, porque sus valores primordiales son la creatividad, la comunicación y la cooperación autoorganizada... Ya no se asume una base formada por ‘el pueblo’, ni tomar el poder del Estado soberano constituye ya el objetivo. Los elementos democráticos de la estructura guerrillera cobran un carácter más completo en la forma de red, y la organización se convierte menos en un medio y más en un fin en sí misma” (Multitud).

Esto suena como la expresión clásica del revisionismo socialdemócrata de Eduard Bernstein. Bernstein, el albacea de los escritos de Engels, escribió una serie de artículos en los dos años siguientes a la muerte de éste en 1895, propugnando un punto de vista francamente reformista. Declaró: “Confieso abiertamente que tengo extraordinariamente poco interés o gusto por lo que se llama generalmente la ‘meta final del socialismo’. Este objetivo, no importa lo que sea, no significa nada para mí, el movimiento lo significa todo” (énfasis en el original). “Por movimiento”, continuó, “no sólo entiendo el movimiento general de la sociedad, es decir, el progreso social, sino la agitación política y económica y la organización para poner en efecto este progreso” (citado en Peter Gay, The Dilemmas of Democratic Socialism: Eduard Bernstein’s Challenge to Marx [Los dilemas del socialismo democrático: El reto de Eduard Bernstein a Marx], Nueva York: Collier Books, 1962).

Aunque difundió la ilusión de que el socialismo podría alcanzarse mediante un proceso gradual de reforma —una ilusión de un progreso histórico siempre más profundo, que fue destrozada por la horrible carnicería de la Primera Guerra Mundial— por lo menos Bernstein le asignaba a la clase obrera organizada el papel de transformar la sociedad. En cambio, Hardt y Negri predican a la juventud pequeñoburguesa que pueden cambiar el mundo sin tener ni desear el poder social.

Anuncian triunfalmente una “nueva militancia” de la era postsoviética, que “no repite meramente las fórmulas de organización de la antigua clase obrera revolucionaria... Esta militancia ofrece resistencia en el seno del contrapoder y transforma la rebelión en un proyecto de amor” (Imperio). John Holloway, otro icono posmarxista, arguye explícitamente: “La caída de la Unión Soviética no sólo significó la desilusión de millones de personas: también implicó la liberación del pensamiento revolucionario, la liberación de la identificación entre revolución y conquista del poder” (Cambiar el mundo sin tomar el poder, [Buenos Aires: Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y la Revista Herramienta, 2002]).

Hardt y Negri propugnan los esquemas pequeñoburgueses como “deserción”, “la automarginación” y la construcción de “espacios” autónomos dentro de la sociedad capitalista. Este último incluye las comunas “contraculturales” de la década de los 70 en EE.UU. y los centros sociales “autónomos” —a menudo patrocinados por el estado— establecidos en Italia después de las luchas de las décadas de 1960 y 1970 (siendo éstos últimos el orgullo y fuente de gozo particular de Negri). Actividades tales como la organización comunal de bajo nivel y otras formas de activismo “horizontal”; romper las ventanas de Starbucks o derribar rejas afuera de las reuniones del Banco Mundial; crear resquicios de “espacios liberados” que existen gracias a la tolerancia del estado, pueden ser moralmente satisfactorias y pueden incluso incomodar ocasionalmente a los gobernantes capitalistas; pero nada de eso nos acerca ni siquiera un milímetro a enterrar la explotación y la opresión capitalistas; para ello, es necesario que los obreros tomen y ejerzan el poder.

En el fondo, Hardt y Negri predican una noción esencialmente religiosa de que los activistas políticos pueden cambiar el mundo a través del ejemplo moral, mostrando cómo se vería un mundo nuevo de paz, amor y democracia en el espejo de las formas organizativas “no jerárquicas” existentes. Un modelo popular para esto son los zapatistas mexicanos, basados en el campesinado, a quienes reverencian muchos jóvenes radicales izquierdistas en Europa occidental y en EE.UU. El libro de Holloway está dedicado a los zapatistas. Similarmente, Hardt y Negri se entusiasman porque los zapatistas “nunca se han planteado el objetivo de derrotar al Estado y hacerse con la autoridad soberana; pretenden cambiar el mundo sin tomar el poder” (Multitud).

El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se originó a principios de los 90 como un movimiento guerrillero con base entre los empobrecidos pequeños propietarios campesinos indígenas del estado sureño mexicano de Chiapas. Cuando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) se introdujo en 1994, el EZLN encabezó una breve revuelta de campesinos desesperados, quienes sabían que el resultado de esta rapiña imperialista de “libre comercio” de México sería su mayor empobrecimiento y la pérdida de sus tierras. Pero, pese al hábil dominio del subcomandante Marcos de la jerga posmoderna y los comunicados por Internet, no hay nada nuevo en los zapatistas. Son simplemente una manifestación actual del nacionalismo populista tradicional latinoamericano, un movimiento encabezado por intelectuales desclasados con una cierta base entre el campesinado.

Los zapatistas no han cambiado mucho el mundo ni siquiera dentro de los confines de Chiapas. Pese al breve episodio de lucha armada del EZLN, Chiapas sigue siendo un estado policiaco con 70 mil tropas gubernamentales, además de los asesinos paramilitares a sueldo de los latifundistas. La economía en las regiones controladas por el EZLN sigue siendo sobre todo agricultura de subsistencia, reminiscente del ejido comunal tradicional, pero sin los magros subsidios estatales que los ejidos tuvieron durante un tiempo. Mientras que los “caracoles”, las áreas de selva liberadas, cuentan con escuelas “autogestionadas” e incluso un ciber-café popular, el cuidado médico es pobre y a menudo se siguen utilizando remedios herbales relativamente ineficaces. La dirigencia social y política es patriarcal, mucha de la cual se encuentra en las manos de hombres ancianos. Además, hasta esta autonomía empobrecida es insostenible a largo plazo en medio de un mundo capitalista donde la búsqueda de ganancias inevitablemente llevará a arrancar de raíz formas sociales antiguas en interés del mayor acceso a recursos, mercados y producción.

Viejos mitos sobre la “democracia” capitalista...

El subtítulo de Multitud es “Guerra y democracia en la era del Imperio”. Negri, por lo menos, está ampliamente familiarizado con la doctrina marxista de que los gobiernos parlamentarios contemporáneos representan la dominación política real de la burguesía. De una manera descaradamente deshonesta, el libro no aborda la posición marxista respecto a esta cuestión clave, ya sea para repudiarla o para endosarla. A lo largo de Multitud, la “democracia” es aclamada promiscuamente como el alfa y omega del activismo político, pero casi nunca se define en términos institucionales concretos. Sin embargo, hacia el final de Multitud, Hardt y Negri revelan su posición con su entusiasmo por propuestas a favor de un “parlamento global”:

“Supongamos que el electorado total de unos 4.000 millones de individuos (los menores de edad quedan excluidos de la población total de más de 6.000 millones) se divide en 400 distritos con 10.000.000 de habitantes cada uno. De esta manera, Norteamérica elegiría unos 20 representantes, los europeos otros 20, y lo mismo los indonesios, mientras que los chinos y los indios tendrían 100 y 80 respectivamente.”

¡Imaginen, entonces, a Wall Street y al Pentágono compartiendo la riqueza y el poder con India e Indonesia debido a un voto democrático! La propuesta fantástica de Hardt y Negri para copiar el congreso de EE.UU. o a la “madre de los parlamentos” británica a escala internacional, subraya no sólo su punto de vista democrático-burgués, sino también la utopía irreal e idiota de todo su esquema anti-Imperio.

El electorerismo burgués reduce políticamente a la clase obrera a individuos aislados. La burguesía puede manipular al electorado mediante su control de los medios de comunicación, el sistema educativo y las otras instituciones que moldean la opinión pública. En todas las “democracias” capitalistas, los bancos y las grandes corporaciones compran y pagan a los funcionarios gubernamentales electos y no electos. Como lo explicó Lenin en su polémica clásica contra el socialdemócrata alemán Karl Kautsky:

“Incluso en el estado burgués más democrático, el pueblo oprimido tropieza a cada paso con la flagrante contradicción entre la igualdad formal, proclamada por la “democracia” de los capitalistas, y los miles de limitaciones y subterfugios reales que convierten a los proletarios en esclavos asalariados...

“En la democracia burguesa, valiéndose de mil ardides —tanto más ingeniosos y eficaces cuanto más desarrollada está la democracia ‘pura’—, los capitalistas apartan al pueblo de las tareas de gobierno, de la libertad de reunión y de prensa, etc... Mil obstáculos impiden a los trabajadores participar en el parlamento burgués (que nunca resuelve las cuestiones más importantes bajo la democracia burguesa; las resuelven la Bolsa y los bancos) y los obreros saben y sienten, ven y comprenden perfectamente que el parlamento burgués es una institución ajena a ellos.” [énfasis en el original]

La revolución proletaria y el renegado Kautsky (1918)

Una lección práctica al respecto es la secuela de la valiente lucha de varias décadas contra el régimen de apartheid de segregación repulsiva y de abierto terror estatal en Sudáfrica. El Congreso Nacional Africano (CNA) aseguró a las masas en lucha que el dominio de la mayoría negra significaría la redistribución radical del ingreso y la riqueza de la élite blanca opulenta a los trabajadores no blancos empobrecidos. Pero eso no es lo que sucedió cuando el CNA remplazó a los supremacistas blancos en el ejercicio del poder gubernamental después de las elecciones de 1994. Por el contrario, una pequeña élite negra se las ingenió para ganar acceso a puestos lucrativos [el “gravy train”] y a la clase dominante preponderantemente blanca, mientras que las condiciones económicas de los obreros negros, los pobres urbanos y los trabajadores rurales, de hecho, se han deteriorado de manera importante.

Los grandes capitalistas y terratenientes no permitirán una amenaza seria a sus ganancias o propiedades mientras no se les prive del poder. La democracia parlamentaria, que enmascara parcialmente a la dictadura del capital, crea ilusiones al contrario, especialmente en los países industriales más ricos. Aun ahí, los apreciados derechos “inalienables”, excepto el derecho de propiedad, serán alienados cuando la burguesía se sienta amenazada. Trotsky lo expresó bien en su defensa polémica de la dictadura del proletariado contra Kautsky:

“La burguesía capitalista se dice: ‘Mientras tenga las tierras, los talleres, las fábricas, los bancos, la prensa, las escuelas, las universidades; mientras tenga —pues es lo esencial— el ejército, el mecanismo de la democracia, sea el que fuere el modo como se le maneje, seguirá sometido a mi voluntad...’

“A lo cual el proletariado revolucionario responde: ‘Indudablemente, la primera condición para conseguir nuestra emancipación es arrancar los instrumentos de dominio de manos de la burguesía. No hay esperanza de conquistar pacíficamente el poder mientras la burguesía conserve todos los instrumentos de dominación. Es triple locura la esperanza de llegar al poder por el camino que la misma burguesía señala y atrinchera simultáneamente: por la democracia parlamentaria.’”

Terrorismo y comunismo

...y sobre el imperialismo “progresista”

La revolución “sin tomar el poder” no es una revolución sino, cuando mucho, la reforma superficial del sistema existente bajo el mismo poder existente. Detrás de la jerga de moda acerca del “horizontalismo” y la “construcción de alianzas” como supuestas alternativas a la lucha por un partido leninista y por el poder estatal proletario está una noción ciertamente muy vieja, gastada y difusa: que la pobreza, la opresión y la guerra pueden terminarse al reunir a la gente de buena voluntad de todas las clases contra una élite pequeña, ambiciosa, neoliberal y belicista.

En Imperio, Hardt y Negri afirman: “lo que solía ser un conflicto o una competencia entre varias potencias imperialistas ha sido reemplazado en muchos sentidos importantes por la idea de un único poder que ultradetermina a todas las potencias, las estructura de una manera unitaria y las trata según una noción común del derecho que es decididamente poscolonial o postimperialista.” Ésta fue una expresión cruda del punto de vista muy difundido entre los ideólogos contra la globalización de que el sistema estado-nación fue suplantado por corporaciones “transnacionales” e instituciones supranacionales como el FMI, la OMC y el Banco Mundial. Refutamos extensamente tales ideas en un panfleto espartaquista de 1999, Imperialism, the “Global Economy” and Labor Reformism [El imperialismo, la “economía global” y el reformismo obrero], señalando que tenían mucho en común con la teoría del “ultraimperialismo”, propuesta por Kautsky como una justificación para repudiar la necesidad de la revolución proletaria internacional en los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Basándonos en El imperialismo, etapa superior del capitalismo (1916) de Lenin, que incluye polémicas contra Kautsky, argumentamos que las corporaciones “transnacionales” y los bancos seguían dependiendo del poder militar de sus estados-nación para proteger y expandir sus inversiones extranjeras:

“Los llamados derechos de propiedad —ya sean en la forma de préstamos, inversiones directas o acuerdos comerciales— son sólo pedazos de papel a menos que estén respaldados por la fuerza militar...

“Los gerentes más altos de Exxon saben muy bien que sin el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea de EE.UU., sus campos petroleros en el Golfo Pérsico no serían suyos por mucho tiempo.”

Imperialism, the “Global Economy” and Labor Reformism

Hardt y Negri arguyeron: “En este espacio uniforme del imperio, no hay ningún lugar del poder: éste está a la vez en todas partes y en ninguna” (Imperio [énfasis en el original]). ¡Intenten decirle hoy al pueblo de Bagdad que viven en un orden poscolonial y posimperialista en el que no hay lugar de poder! Desdeñando las sutilezas posmodernas de Imperio a favor de la vieja política de poder de “America über alles” [Estados Unidos por encima de todo], George W. Bush lanzó una invasión prácticamente unilateral (sin contar a la Gran Bretaña de Blair) de Irak en 2003. Conforme las protestas contra la globalización fueron remplazadas por marchas contra la guerra mucho más grandes, enfocadas abrumadoramente por sus organizadores reformistas contra las políticas del régimen de Bush, Hardt y Negri efectuaron un viraje correspondiente de Imperio a Multitud. Ahora hablan de un “ordenamiento unilateral o ‘monárquico’ del orden global, centrado en el dictado militar, político y económico de Estados Unidos” y arguyen por una “alianza” entre la “multitud” y las “aristocracias” gobernantes europeas contra el “monarca” imperial estadounidense (Multitud).

La idiotez de Hardt y Negri de que no hay “lugar de poder” en realidad está hecha para afirmar que no hay lugar para la revolución. El mundo real consiste en estados capitalistas que no son neutrales, benignos o irrelevantes, que no pueden ser evitados, reformados o puestos al servicio de los intereses de los explotados y los oprimidos. El estado burgués es un instrumento de violencia organizada para mantener la explotación de la clase obrera por el capital. Debe ser aplastado en el curso de una revolución socialista a fondo y remplazado por el dominio de clase de los obreros.

La “Multitud” contra el “Imperio” no es sino la última encarnación del concepto políticamente desahuciado de unir “al pueblo” contra el “monopolio” (o la guerra, el fascismo, ad nauseam). Lo que Hardt y Negri proponen es un ejemplo clásico de lo que los marxistas llaman colaboracionismo de clases: la subordinación de la izquierda y del movimiento obrero a un ala “progresista” de la burguesía dominante para lograr la reforma del sistema existente. Tal confianza en los representantes del enemigo de clase, propugnada durante mucho tiempo por los estalinistas como el “frente popular”, sólo ha llevado a desastres para los obreros y los oprimidos.

En la práctica, el idealismo santurrón contra el poder que predican Hardt, Negri & Cía. degenera en la política mugrienta del apoyo al capitalismo “menos malo”. Noam Chomsky, el anarquista de cafetín estadounidense y Naomi Klein, la publicista globalifóbica canadiense (quien se “inspiró” leyendo Multitud), apoyaron al demócrata John Kerry en la elección de 2004 en EE.UU. por que podía implementar de forma más aceptable la democracia global maquiladora, la “guerra contra el terror” y el Imperio Americano. Por su parte, Negri abraza a los supuestamente más benignos imperialistas europeos contra EE.UU. Éste parece ser uno de los pocos conceptos de sus libros que Negri realmente ha intentado poner en práctica. A principios de 2005, hizo campaña por la Constitución de la Unión Europea, dirigida por un consorcio de potencias imperialistas comprometidas a bajar los salarios y las prestaciones de los obreros europeos y sellar las puertas de la “Fortaleza Europa” a los inmigrantes no blancos y a quienes busquen asilo.

Luego está el Foro Social Mundial (FSM), organizador de las reuniones a gran escala contra el “neoliberalismo” que se han llevado a cabo en Brasil y en otros lugares en años recientes. En un prefacio a una colección de documentos del FSM, Hardt y Negri declaran que el FSM “brinda una oportunidad para reconstituir a la izquierda en cada país e internacionalmente” y podría anunciar “el comienzo de la democracia de la multitud” (Another World Is Possible [Otro mundo es posible], Ed. Ponniah and Fisher [Londres: Zed Books, 2003]). El FSM se estableció después de las protestas de Seattle, como un medio de desactivar las confrontaciones callejeras al brindar un medio ostensiblemente no parlamentario para los activistas globalifóbicos. El FSM y sus contrapartes regionales son expresiones cristalinas de la colaboración de clases: atan a los obreros y supuestos izquierdistas a organizaciones burguesas y pequeñoburguesas sobre la base de un programa burgués y bajo los auspicios directos de instituciones, políticos y gobiernos capitalistas. El FSM de 2005 en Porto Alegre, por ejemplo, recibió 2.5 millones de dólares en financiamiento del gobierno federal brasileño —que actualmente lleva a cabo salvajes ataques de austeridad del FMI contra los obreros y los pobres—, y más de 2 millones de dólares de ONGs como la Ford Foundation, por mucho tiempo una intermediaria para la distribución de fondos de la CIA. (Ver: “La estafa de los Foros Sociales”, Espartaco No. 26, septiembre de 2006.)

El primer Foro Social Europeo (FSE), realizado en Florencia en 2002, fue fuertemente financiado por los gobiernos local y regional. También fue fuertemente promovido por los seguidores de Negri entre los “overoles blancos” o disobbedienti italianos. Entre las proclamas que se hicieron para preparar este evento, estaba un llamado desvergonzado a los gobernantes imperialistas europeos para que se opusieran a la guerra de EE.UU. contra Irak, en ese entonces inminente: “Llamamos a todos los jefes de estado europeos a pronunciarse públicamente contra esta guerra, tenga o no apoyo de la ONU, y a exigir que George Bush abandone sus planes de guerra” (Liberazione, 13 de septiembre de 2002). Esta declaración grotesca de chovinismo pacifista —que promueve a los carniceros de Auschwitz y de Argelia como si fueran más benevolentes y progresistas que sus rivales de EE.UU.— sólo podía reforzar el dominio de los capitalistas europeos sobre “sus” masas trabajadoras. Desde luego, eso está totalmente de acuerdo con el llamado de Hardt y Negri a aliarse con las “aristocracias” europeas contra el “monarca” estadounidense.

Los grupos seudomarxistas como el Secretariado Unificado (S.U.), el Socialist Workers Party [SWP, Partido Obrero Socialista] británico y Workers Power [WP, Poder Obrero] han publicado de vez en cuando críticas extensas a Imperio y Multitud, echando por tierra varias de las inconsistencias e idioteces de Hardt y Negri, especialmente a nivel académico. Pero en el mundo real, estos grupos comparten un punto de partida común con los charlatanes posmarxistas. Al ocultar la línea de clase para “construir el movimiento”, ellos también pregonan mitos de que puede haber un capitalismo “progresista” y “social”. El SWP, WP y la sección francesa, sección líder, del S.U., son todos conocidos por propugnar y organizar los foros sociales frentepopulistas. Todos firmaron el llamado a los gobernantes imperialistas europeos publicado durante el Foro Social Europeo de Florencia.

Cualesquiera que sean sus posturas analíticas formales respecto a la antigua Unión Soviética, todos estos grupos se aliaron con las fuerzas de la reacción capitalista contra las conquistas de la revolución obrera de 1917 y todos concuerdan hoy en que es bueno que la URSS esté muerta y enterrada. Respecto a China, afirman falsamente que ya es capitalista para abandonar la defensa del estado obrero burocráticamente deformado contra el imperialismo y la contrarrevolución. Como Hardt y Negri, estos grupos rechazan en la práctica la lección fundamental de la Revolución de Octubre: la necesidad de hacer consciente al proletariado de sus tareas revolucionarias, forjar un partido de vanguardia y derrocar el estado capitalista para abrir el camino al socialismo.

Alex Callinicos, del SWP y un portavoz prominente en el circuito de los foros sociales, ha escrito un extenso folleto, An Anti-Capitalist Manifesto [Un manifiesto anticapitalista] (Cambridge, Inglaterra: Polity Press, 2003), que se las ingenia para evadir toda discusión de los soviets, la revolución obrera, el partido revolucionario o el significado positivo de la Revolución Rusa. El WP, mucho más pequeño, y su Liga por la Quinta Internacional (L5I) utilizan una retórica más radical en un folleto de la L5I titulado Anti-Capitalism: Summit Sieges & Social Forums [El anticapitalismo: Los asedios de las cumbres y los foros sociales] (2005), donde atacan al “programa mínimo reformista” de Imperio, al tiempo que arguyen a favor de que el “movimiento anticapitalista” que representan los foros sociales se organice sobre una base más “democrática” y “revolucionaria”. Pero lo que esto significa es un llamado a regresar a las manifestaciones callejeras estilo Seattle:

“Durante cinco años, nuestro movimiento ha asediado a las cumbres de los ricos y los poderosos...

“Tiene que volver a las calles, y mostrar a través de acción directa masiva su intención: construir un mundo sin clases, opresión, racismo, guerra ni imperialismo.”

Ibíd.

La “acción directa” basada en la política del frente popular personificada en los foros sociales no es sino la colaboración de clases con una cara combativa. Sin embargo, es sobre la base de esta unidad policlasista que la L5I propone construir no sólo un “movimiento”, sino un partido “revolucionario”: “El movimiento anticapitalista, el movimiento obrero, los movimientos de los oprimidos racial y nacionalmente, la juventud, las mujeres, todos se deben juntar para crear una nueva Internacional: un partido mundial de la revolución socialista” (Ibíd.).

Trotsky condenó al frente popular como el crimen más grande contra el proletariado. Sugerir hoy que un partido revolucionario y proletario sea construido en alianza con otras clases es el colmo de una parodia. Ciertamente, en la medida en que arguyen contra Hardt, Negri y los anarquistas que es necesario “tomar el poder” de manos de los capitalistas “neoliberales”, los seudomarxistas de hoy no siguen el modelo de los bolcheviques de Lenin, sino el de fuerzas socialdemócratas procapitalistas e incluso claramente burguesas. El S.U., por ejemplo, apoyó la reelección del presidente francés “antifascista” Jacques Chirac en 2002 y tiene un “camarada” ministro en el gobierno capitalista brasileño.

Un héroe particular de estas organizaciones es el caudillo populista venezolano Hugo Chávez, cuyo discurso en el FSM de 2005, promoviendo un “socialismo” vago, fue aclamado por miles. Con la ayuda de inesperadas ganancias provenientes de los altos precios del petróleo, Chávez ha instituido algunas reformas sociales y se proclama un “antiimperialista” en el patio trasero de Estados Unidos. Pero Chávez es un nacionalista burgués que gobierna a favor del capitalismo en Venezuela. Aunque los neoconservadores de Bush apoyaron el golpe de estado militar contra Chávez en 2002, los representantes más racionales del imperialismo reconocen que se puede confiar en él para proteger sus inversiones mientras coopta a las masas descontentas a través de la demagogia populista. No obstante, una polémica extensa contra Imperio en el periódico teórico del S.U. británico alaba al régimen de Chávez como un ejemplo de “ganar la batalla por el poder”, aseverando que “Chávez y sus partidarios han organizado políticamente a las masas y ayudado a fortalecer su actividad propia” (Socialist Outlook [Punto de vista socialista], invierno de 2003).

La L5I, aun menos sutil, titula un capítulo de su folleto adulador Anti-Capitalism: “Hugo Chávez: ¿Un nuevo líder para el movimiento anticapitalista?” Mientras regaña a Chávez por su “desinterés” en destruir a elementos del estado venezolano que “frustran el progreso”, lo compara positivamente con los zapatistas: “Chávez, al menos, demuestra que las reformas genuinas no van a llegar mediante las súplicas, las cuales han obtenido muy pocos resultados para los campesinos mexicanos, sino por el contrario se obtienen de buscar la toma del poder”. Vaya falsa “alternativa” para los obreros y la juventud radical: ¡Por un lado el camino absolutamente inútil de “cambiar el mundo” sin tomar el poder, por el otro, promover la necesidad de “tomar el poder” poniendo como ejemplo a políticos burgueses que administran el estado capitalista! Éste es el colmo del reformismo socialdemócrata: la noción de que no es necesario aplastar el estado burgués sobre el yunque de la revolución proletaria, sino de que puede ser reformado para servir como un instrumento de transformación social. En tajante contraste con los falsos marxistas que hacen eco a Hardt, Negri et al. en propugnar la colaboración global de clases, la Liga Comunista Internacional lucha por forjar un partido revolucionario internacional basado en la oposición de clase a los gobernantes capitalistas de todos los países.

¡Adelante hacia un futuro comunista!

Hardt y Negri repiten la palabra “libertad” casi tanto como George Bush. La libertad no es un absoluto trascendental hacia el cual los humanos gravitan naturalmente; siempre ha sido la libertad respecto a alguna restricción particular o para realizar algún acto en particular. Las acciones del hombre están restringidas por la necesidad material y las leyes de la naturaleza. Mediante la investigación científica, la innovación tecnológica y la transformación social, los humanos adquieren cada vez más conocimiento y control sobre las condiciones de su existencia. Pero, ¿qué es la “libertad” en abstracto? Como Marx y Engels escribieron: “Por libertad, en las condiciones actuales de la producción burguesa, se entiende la libertad de comercio, la libertad de comprar y vender. Desaparecida la compraventa, desaparecerá también la libertad de compraventa” (Manifiesto Comunista).

En lenguaje coloquial, la libertad se usa como sinónimo de democracia liberal. Una sección de Multitud se titula de manera apropiada “¡Retorno al siglo XVIII!” En particular, Hardt y Negri rinden homenaje a la sabiduría política de James Madison, el autor principal de la Constitución estadounidense:

“La destrucción de la soberanía debe organizarse de tal manera que vaya de la mano con la constitución de nuevas estructuras institucionales democráticas basadas en las condiciones existentes. Los escritos de James Madison en El Federalista proporcionan un método para tal proyecto constitucional, organizado mediante el pesimismo de la voluntad: instituyendo un sistema de controles y contrapesos, de derechos y garantías.”

Multitud

James Madison —igual que su mentor político, Thomas Jefferson— era propietario de una plantación en Virginia en la cual trabajaban esclavos negros (un hecho biográfico que Hardt y Negri aparentemente consideran demasiado insignificante para mencionarlo). Jefferson y Madison insistieron en el requisito de ser propietarios incluso para el sufragio de los ciudadanos blancos libres de la nueva república estadounidense (otro hecho omitido por Hardt y Negri). Aun las manifestaciones más radicales e igualitarias del pensamiento burgués del siglo XVIII (Rousseau) concebían una sociedad basada en pequeños propietarios económicamente independientes: granjeros, artesanos y dueños de negocios.

El liberalismo clásico fue la expresión ideológica de la burguesía emergente en su lucha contra las cadenas del orden feudal tardío. Trotsky resumió esta perspectiva doctrinaria, que sostenía la autoridad de la “ley natural”: “La personalidad es un fin en sí; todos los hombres tienen derecho a expresar sus ideas por la palabra y por la pluma; todo hombre goza de un derecho de sufragio igual al de los demás. Las reivindicaciones de la democracia —emblemas de combate contra el feudalismo— marcaban un progreso” (Terrorismo y comunismo). Sin embargo, con el desarrollo subsiguiente del capitalismo industrial y, con éste, el del proletariado, el individualismo liberal y su corolario político, la democracia “pura”, se convirtió en un arma ideológica potente para suprimir el antagonismo de clases de la sociedad burguesa. La doctrina de que todos los hombres son iguales ante la ley y de que tienen derechos iguales en la determinación del destino de la nación enmascaró la muy real dictadura del capital sobre la clase explotada y sin propiedad que ahora producía la riqueza social.

El llamado de Hardt y Negri por un regreso al pensamiento político del siglo XVIII, es decir, al individualismo liberal y a la democracia “pura” lleva, en la práctica, a la capitulación al salvajismo del capitalismo imperialista, que es el vástago natural de la república burguesa del siglo XVIII. Esto no es sino la consecuencia lógica de su rechazo de la capacidad revolucionaria de la única clase progresista en el mundo actual: el proletariado internacional.

Sólo el proletariado tiene tanto el poder social como la necesidad social de reorganizar la sociedad, eliminando la escasez económica y las deformaciones del carácter humano condicionadas por la necesidad material y la lucha competitiva resultante. La libertad para los oprimidos del mundo no es una declaración subjetiva, sino que requiere romper las cadenas materiales de la pobreza, la explotación y la opresión. No basta con que los obreros y otros trabajadores tomen cada vez más control de los aspectos particulares del proceso productivo que les concierne para que la revolución ocurra. Más bien, el proletariado debe reconocer que la anarquía destructiva del modo de producción capitalista, si no es derrocada, sumergirá a toda la humanidad en la barbarie o la aniquilación nuclear. Debe darse cuenta de que el control social de los medios de producción significa desmantelar el aparato estatal capitalista de policías, tribunales, ejércitos y prisiones y fundar un estado obrero en su lugar. En breve, se requiere una revolución proletaria.

Sólo esto puede sentar las bases para una economía planificada y socializada a escala mundial, el requisito esencial para la emancipación de la humanidad de la miseria y la desigualdad. Como escribió Engels en su reaserción elocuente de los fundamentos del materialismo marxista:

“El cerco de las condiciones de existencia que hasta ahora dominó a los hombres cae ahora bajo el dominio y el control de éstos, los cuales se hacen por vez primera conscientes y reales dueños de la naturaleza, porque y en la medida en que se hacen dueños de su propia asociación. Los hombres aplican ahora y dominan así con pleno conocimiento real las leyes de su propio hacer social, que antes se les enfrentaban como leyes naturales extrañas a ellos y dominantes. La propia asociación de los hombres, que antes parecía impuesta y concedida por la naturaleza y la historia, se hace ahora acción libre y propia. Las potencias objetivas y extrañas que hasta ahora dominaron la historia pasan bajo el control de los hombres mismos. A partir de ese momento harán los hombres su historia con plena conciencia; a partir de ese momento irán teniendo predominantemente y cada vez más las causas sociales que ellos pongan en movimiento los efectos que ellos deseen. Es el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al reino de la libertad.

“La misión histórica del proletariado moderno consiste en llevar a cabo esa acción liberadora del mundo. La tarea de la expresión teorética del movimiento proletario, la tarea del socialismo científico, es descubrir las condiciones históricas de aquella acción y, con ello, su naturaleza misma, para llevar a la conciencia de la clase hoy oprimida, llamada a realizarla, las condiciones y la naturaleza de su propia tarea.”

Anti-Dühring

Spartacist (edición en español) No. 34

SpE No. 34

Noviembre de 2006

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