Espartaco No. 48 |
Diciembre de 2017 |
A cien años de la Revolución Rusa:
¡Por nuevas revoluciones de Octubre!
A continuación publicamos, ligeramente editada, la presentación realizada en el foro del Grupo Espartaquista de México en conmemoración del centenario de la Revolución de Octubre, efectuado el 18 de noviembre en el museo León Trotsky en la Ciudad de México.
Este 7 de noviembre conmemoramos el centenario de la Revolución Rusa, el suceso definitorio de la historia moderna y la mayor victoria para los trabajadores del mundo entero. James P. Cannon, fundador del trotskismo estadounidense, dijo que la Revolución Bolchevique “sacó la cuestión de la revolución obrera del reino de la abstracción y le dio realidad de carne y hueso”. En el curso de la Revolución Rusa, el proletariado multinacional, arrastrando al campesinado y a las naciones oprimidas tras de sí, forjó sus propios órganos de poder, los soviets o consejos obreros. Estos soviets, dirigidos por los bolcheviques, destruyeron al viejo estado capitalista y formaron la base para el nuevo estado obrero. La vanguardia del proletariado entendió que no sólo estaba tomando el poder en Rusia: estaba protagonizando el primer capítulo de la revolución obrera internacional. La Revolución Rusa inspiró levantamientos obreros por toda Europa y rebeliones en los países coloniales.
El gobierno soviético expropió a los capitalistas y repudió la enorme deuda del zar con los bancos extranjeros; proclamó el derecho de los trabajadores al empleo, a la atención médica, a la vivienda y a la educación como primeros pasos en la construcción de una sociedad socialista. El nuevo estado obrero dio la tierra a los campesinos y la autodeterminación a las muchas naciones oprimidas bajo el dominio del odiado zar, y a las mujeres un nivel sin precedentes de igualdad y libertad. La Revolución Rusa ocurrió porque las fuerzas productivas socialmente organizadas se habían desarrollado hasta el punto en que las formas de propiedad privada burguesa y el estado nación se convirtieron en grilletes para el progreso social. La carnicería de la Primera Guerra Mundial señaló que para liberar a las fuerzas productivas se requería la revolución proletaria.
El imperialismo capitalista sigue atrapado en contradicciones fatales: crea a un proletariado con el poder social para derrocar a la burguesía, así como el barbarismo que nos rodea. Los imperialistas han destruido países enteros. Gran parte del Medio Oriente está en ruinas. Trump amenaza ahora a Corea del Norte con la guerra nuclear por el terrible crimen de desarrollar armas para defenderse. Estamos por la defensa militar incondicional de los estados obreros burocráticamente deformados de Corea del Norte, China, Vietnam, Laos y Cuba contra el imperialismo y la contrarrevolución. De hecho, es bueno que Corea del Norte esté desarrollando un arsenal nuclear para disuadir al imperialismo; de otra forma, EE.UU. ya la habría bombardeado.
En México, un país neocolonial, vivimos a fin de cuentas bajo el dominio del imperialismo estadounidense a través de sus lacayos burgueses mexicanos, en un régimen de brutalidad policiaca, militarización, ataques antisindicales y miseria y opresión contra los campesinos e indígenas. La lucha de clases estallará tarde o temprano, pues es inevitable bajo el capitalismo. Nuestro trabajo es asegurarnos de que, cuando eso suceda, exista un partido como el de los bolcheviques de Lenin para luchar por nuevas revoluciones de Octubre.
Rusia, como México hoy, era un ejemplo de lo que Trotsky llamó “desarrollo desigual y combinado”: el país estaba gobernado por la reaccionaria aristocracia zarista que vigilaba la prisión de las naciones oprimidas. Setenta millones de granrusos constituían el grueso del país, pero había 90 millones de “extranjeros”, miembros de naciones oprimidas. Los campesinos, con apenas medio siglo de haber salido de la servidumbre, constituían el 85 por ciento de la población y vivían bajo las condiciones más atrasadas que se puedan imaginar, donde la ignorancia y el analfabetismo eran la norma. Las viejas instituciones del hogar tradicional y la aldea comunal imponían una rígida jerarquía patriarcal y la degradación de las mujeres, que eran utilizadas básicamente como bestias de carga.
Los países subdesarrollados no repiten mecánicamente cada etapa por la que pasaron los países desarrollados. La inversión masiva proveniente de Europa Occidental había creado en Rusia un proletariado urbano (en una tercera parte compuesto de mujeres) en concentraciones industriales enormes y modernas. El porcentaje de obreros rusos empleados en fábricas de más de mil trabajadores era mayor que en Gran Bretaña, Alemania o EE.UU. La burguesía rusa, relativamente nueva, estaba subordinada a los capitalistas extranjeros y atada a la aristocracia. En México también, la inversión imperialista masiva ha creado un enorme y poderoso proletariado, en tanto que la burguesía nacional es una clase débil y mezquina, atada a los imperialistas estadounidenses por miles de lazos, independientemente de las diferencias entre nacional-populistas (PRD y Morena) y neoliberales (PRI, PAN).
Con base en la experiencia de la Revolución de 1905 —el “ensayo general” de 1917—, Trotsky formuló la teoría de la revolución permanente: a pesar del atraso económico del país, el proletariado ruso podría llegar al poder sin un periodo extenso de desarrollo capitalista. De hecho, los obreros tendrían que tomar el poder si Rusia habría de liberarse de su pasado feudal, ya que la débil y cobarde burguesía no lo haría jamás. Ésta es la base programática que nos guía en la lucha por la revolución obrera en México y todo el mundo colonial y semicolonial. Las aspiraciones de los obreros y campesinos a la emancipación nacional y social sólo pueden satisfacerse mediante la dictadura del proletariado apoyada por el campesinado —un gobierno obrero y campesino—.
Como parte de las celebraciones por el centenario de la Revolución de Octubre, hace unas semanas hubo en este mismo museo un evento que reunió a Cuauhtémoc Cárdenas, el embajador de la Rusia capitalista y al seudotrotskista galés Alan Woods, dirigente de la Corriente Marxista Internacional. Cárdenas se dedicó a hacer comparaciones superfluas entre la Revolución Mexicana y la Rusa, pero el contraste no podría ser más nítido. La Revolución Mexicana empezó como una de esas pugnas interburguesas recurrentes en el mundo colonial y semicolonial, excepto que en esta ocasión despertó una enorme insurrección campesina. Como sabemos, los campesinos acabaron siendo derrotados y sus líderes asesinados a manos de los burgueses constitucionalistas, incluyendo al padre de Cuauhtémoc Cárdenas, Lázaro (quien más tarde concedió asilo a León Trotsky para dar una imagen de independencia tanto del imperialismo como de la URSS). El resultado fueron siete décadas del brutal régimen antiobrero y anticampesino del PNR/PRM/PRI. Por cierto, Cuauhtémoc Cárdenas, ese prócer de la “democracia” —burguesa—, fungió como senador y gobernador priísta de Michoacán sin mayor empacho.
Los campesinos son un estrato social intermedio, parte de la heterogénea pequeña burguesía. El apoyo de las masas campesinas es crucial para la toma y conservación del poder por el proletariado en los países de desarrollo capitalista atrasado. Pero es incapaz de reorganizar a la sociedad sobre bases revolucionarias en su propio nombre. Ni los zapatistas originales podían, ni los neozapatistas actuales pueden, llevar a cabo una revolución social. El campesinado sigue a la burguesía, como fue el trágico caso en México y lo sigue siendo con el EZLN, o al proletariado, como sucedió en Rusia. Pero el proletariado en México hace cien años era incipiente y estaba atomizado; carecía, sobre todo, de un partido revolucionario como el de los bolcheviques, y fue incapaz de ponerse a la cabeza de las masas campesinas insurrectas. La Revolución Mexicana y el subsecuente priato proporcionaron una confirmación por la negativa de la revolución permanente. Trotsky escribió: “En las condiciones de la época imperialista, la revolución nacional-democrática sólo puede ser conducida hasta la victoria en el caso de que las relaciones sociales y políticas del país de que se trate hayan madurado en el sentido de elevar al proletariado al poder como director de las masas populares. ¿Y si no es así? Entonces, la lucha por la emancipación nacional dará resultados muy exiguos, dirigidos enteramente contra las masas trabajadoras” (La revolución permanente, 1930). Así que cuando los populistas burgueses del PRD y el Morena nos hablan de “revolución democrática”, nos quieren dar atole con el dedo.
Un aspecto crucial de la revolución permanente es la necesidad de la extensión internacional de la revolución. Un México obrero y campesino enfrentaría inmediatamente la hostilidad irreconciliable del monstruo imperialista, pero la misma revolución galvanizaría al poderoso proletariado multirracial estadounidense. Trotsky entendía pues que era necesaria la victoria del proletariado en Europa Occidental para proteger a la atrasada Rusia de una restauración burguesa y asegurar el desarrollo socialista. Esto es fundamental para entender el desarrollo de la Unión Soviética: con el retraso de la revolución en los países avanzados, la burocracia estalinista llegó al poder en 1923-1924, y al final el capitalismo fue restaurado en 1991-1992. Los espartaquistas, como veremos más adelante, luchamos con uñas y dientes contra esta contrarrevolución, a diferencia del grueso de la izquierda.
La clave para la victoria de los bolcheviques en 1917 fue la convergencia del programa de la revolución permanente de Trotsky con la lucha de Lenin por construir un partido de vanguardia con bases programáticas sólidas y templado en la hostilidad a cualquier conciliacionismo con el orden capitalista. El Partido Bolchevique se forjó mediante muchos años de lucha contra los mencheviques, quienes esperaban que la burguesía derrocara al zarismo.
La Primera Guerra Mundial tuvo un profundo impacto en el pensamiento de Lenin. En su libro El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin explicó que el imperialismo no es una política, sino la etapa de la decadencia del capitalismo. Las guerras interimperialistas para redividirse el mundo son inevitables bajo el capitalismo monopólico. La Primera Guerra Mundial hizo estallar a la II Internacional, la Internacional “Socialista”, de la cual los bolcheviques se habían considerado parte, cuando la mayoría de sus partidos afiliados se alinearon detrás de los esfuerzos bélicos de sus propias burguesías, incluyendo especialmente al SPD alemán, el partido más grande y viejo de la Internacional.
Lenin concluyó que la guerra había mostrado la fase final de decadencia del capitalismo. Sostuvo que la revolución proletaria significaba la transformación de la guerra imperialista en una guerra civil revolucionaria, y que los socialistas debían estar sobre todo por la derrota de sus propios estados burgueses en la guerra. Lenin concluyó también que debía construirse una nueva Internacional revolucionaria, la III, sobre la base del modelo bolchevique programáticamente duro.
Los escritos de Lenin en torno a la guerra imperialista no se centran sólo en combatir a los falsos socialistas que apoyaban abiertamente la carnicería, sino sobre todo en los centristas como Kautsky que les proporcionaban una cubierta de izquierda. Muchos de sus artículos abordan también la cuestión nacional, una cuestión estratégica para la lucha revolucionaria en la prisión de pueblos zarista. Lenin sostuvo: “Completa igualdad de derechos de las naciones; derecho a la autodeterminación de las naciones; fusión de los obreros de todas las naciones: tal es el programa nacional que enseña a los obreros el marxismo, que enseña la experiencia del mundo entero y la experiencia de Rusia” (“El derecho de las naciones a la autodeterminación”, 1914).
Lo anterior se aplica no sólo a las colonias, sino también a los pueblos retenidos a la fuerza en estados multinacionales, como Quebec, Catalunya y Euskal Herria. La lucha por la liberación nacional puede ser una fuerza motriz para el poder obrero si el proletariado obtiene conciencia comunista y está dirigido por un partido revolucionario. Los bolcheviques eran también muy conocidos por sus movilizaciones contra los pogromos antijudíos llevados a cabo por las Centurias Negras zaristas fascistoides. Como Lenin explicó, el partido comunista debe ser un tribuno del pueblo, capaz de reaccionar contra toda manifestación de tiranía y opresión.
La Revolución de Febrero de 1917 que derrocó a la monarquía zarista fue llevada a cabo sobre todo por los obreros apoyados por los campesinos organizados en el ejército. La chispa fue una manifestación de obreras que exigían pan el 23 de febrero (el 8 de marzo en el calendario gregoriano, Día Internacional de la Mujer), y posteriormente una huelga general. Lo que hizo colapsar a la dinastía zarista fue el hecho de que el ejército ya no quería luchar, y unidades enteras estaban abandonando el frente o negándose a obedecer las órdenes. Un indicador poderoso fue cuando los regimientos de cosacos (considerados muy leales al zar) se rehusaron a reprimir una manifestación en Petrogrado. Esto señaló que el zar estaba en graves problemas.
Para el 27 de febrero los funcionarios y los policías habían sido echados, y se había formado el Soviet de Diputados Obreros y Soldados. Los soviets, surgidos ya en la Revolución de 1905, revivieron con la Revolución de Febrero, pero ahora incluían soldados, que eran sobre todo campesinos. Para el 28 de febrero los ministros habían sido arrestados y el zar mismo abdicó el 2 de marzo. La paradoja de la Revolución de Febrero fue que los obreros habían derrocado al zar y la autocracia, pero el gobierno oficial resultante era un gobierno burgués. Incluso mientras sucedían combates en las calles de Petrogrado, un Comité Provisional autoproclamado, compuesto de políticos burgueses monárquicos, se reunió en el Palacio de Táurida el 27 de febrero, a espaldas de la revolución popular, y declaró un Gobierno Provisional con el objetivo de establecer una monarquía constitucional.
Otra camarilla se apresuró a otra ala de Táurida y se proclamó dirigente de los soviets de Petrogrado y de toda Rusia. Se trataba de los líderes de los mencheviques y socialrevolucionarios (o eseristas). Estos últimos se basaban en el campesinado, mientras que los mencheviques representaban a capas de la pequeña burguesía urbana y de obreros privilegiados. El programa de mencheviques y eseristas era que la burguesía debería dirigir y gobernar, y apelaban desesperadamente al Gobierno Provisional burgués para que tomara el control.
Parecería increíble que supuestos “socialistas”, con los obreros a la ofensiva y los soviets establecidos, corrieran por todos lados buscando políticos burgueses para entregarles el poder. Pero esto ha sucedido muchas veces en la historia. Desde la abortada Revolución China en los años 20 hasta España en los 30, Grecia en los 40, entre otros ejemplos, las prometedoras situaciones revolucionarias han sido traicionadas por sucesores de los mencheviques —especialmente los estalinistas—, y los obreros han sido entregados deliberadamente a los verdugos capitalistas una y otra vez.
La Revolución de Febrero resultó en una situación de poder dual, donde al lado del Gobierno Provisional burgués se encontraba el soviet. Había un conflicto perpetuo entre uno y otro. El Gobierno Provisional no tenía poder real, pues las tropas, los obreros de los telégrafos, los trenes, etc., seguían las directrices del soviet. El Gobierno Provisional existía en la medida en que el soviet se lo permitía. El poder dual es una situación contradictoria y muy inestable que debe resolverse mediante la revolución o la contrarrevolución.
Trotsky comentó que la Revolución de Febrero fue dirigida por “los obreros conscientes, templados y educados principalmente por el partido de Lenin”. Los bolcheviques estaban presentes en los soviets como una minoría; el partido estaba desorientado, con una dirigencia en la clandestinidad, dispersa, con Lenin en el exilio, así que fueron al principio detrás de las masas. Los mencheviques y eseristas que dominaban los soviets sostenían que la Revolución de Febrero habiendo logrado la meta principal de derrocar a la monarquía, tenía ahora la tarea de defender a la Rusia “democrática” contra el imperialismo alemán. En otras palabras, el esfuerzo bélico de la burguesía rusa continuaría. En ausencia de Lenin, y especialmente tras el regreso de Iosif Stalin y Lev Kámenev, los dirigentes bolcheviques en Rusia empezaron a conciliarse con el defensismo menchevique, abandonando el derrotismo revolucionario de Lenin, e incluso considerando la posibilidad de fusionarse con los mencheviques socialpatriotas. Desde el exilio, Lenin escribió cartas furiosas contra esta perspectiva.
Cuando finalmente logró regresar a Rusia, desde el techo de un vagón blindado en la estación de tren, Lenin saludó a los obreros que habían derrocado al zar y, para el horror del comité de bienvenida oficial del soviet, dio un saludo internacionalista al dirigente marxista revolucionario alemán Karl Liebknecht, quien estaba en prisión por oponerse al imperialismo alemán: “No está lejos ya el día en que, respondiendo al llamado de nuestro camarada Karl Liebknecht, los pueblos volverán las armas contra sus explotadores capitalistas... ¡Viva la revolución socialista mundial!”. Se fue directamente a la reunión bolchevique, en la que fustigó cualquier noción de una república parlamentaria democrático-burguesa, sosteniendo que no se necesitaba ningún gobierno más que el soviet de diputados obreros, soldados y campesinos.
Éste fue el primer paso en la lucha de Lenin por reorientar al partido bolchevique. Sus Tesis de Abril incluían el reconocimiento de que la toma del poder por el proletariado colocaría en el orden del día no sólo las tareas democráticas en Rusia —derrocamiento de la monarquía, eliminación de los privilegios de la aristocracia, la tierra a los campesinos—, sino también las tareas socialistas —la perspectiva de Trotsky—.
El programa de Lenin y Trotsky correspondía con las necesidades del proletariado y el campesinado, y la base proletaria del partido, que esperaba ansiosa a que alguien impulsara una perspectiva revolucionaria, le permitió a Lenin ganar la lucha dentro del partido mismo. Había un ala conservadora en el Partido Bolchevique, que más tarde se opondría a la toma del poder. Un partido revolucionario está sujeto a las presiones de otras fuerzas políticas, que reflejan los intereses de otras clases distintas al proletariado. La capacidad de resistencia de un partido revolucionario se debilita cuando tiene que dar giros abruptos, el más abrupto de los cuales es el paso a la insurrección armada, a la toma del poder. Tras la lucha exitosa de Lenin por reorientar al Partido Bolchevique, la influencia de éste se esparció como un incendio.
El primer Gobierno Provisional cayó ante la furia de las masas por sus promesas de continuar la guerra imperialista. El 5 de mayo se formó un nuevo gobierno, con los mencheviques y eseristas como miembros del gabinete al lado del Partido Kadete burgués —algo similar al PRD o el Morena de nuestros días en México—, en el gobierno capitalista. Esto fue un ejemplo de un frente popular, la alianza entre partidos obreros reformistas y partidos burgueses para dirigir al estado capitalista. No se trata de una táctica, sino del mayor de los crímenes contra el proletariado. A través de esta coalición, los mencheviques y eseristas ofrecían a la burguesía su autoridad entre las masas para traicionar las aspiraciones de obreros y campesinos, ahogar la revolución, defender el orden burgués.
La situación estaba cambiando en Petrogrado a favor de los bolcheviques, quienes casi tenían la mayoría en las fábricas. A principios de junio, los bolcheviques convocaron una manifestación que fue prohibida por el soviet dominado por los mencheviques y eseristas, de modo que los bolcheviques la cancelaron. La dirigencia conciliadora del soviet convocó su propia marcha el 18 de junio, para ver horrorizada que los obreros salieron a las calles en masa con consignas bolcheviques como “abajo la ofensiva” (en el frente) y “¡todo el poder a los soviets!”. Lenin y Trotsky —quien para entonces estaba ya en Rusia colaborando estrechamente con Lenin, habiendo finalmente comprendido la necesidad impostergable de un partido revolucionario— formularon la consigna “¡abajo los diez ministros capitalistas!” en respuesta al gobierno de coalición, para exigir que se rompiera la alianza con la burguesía y los soviets tomaran el poder.
Para principios de julio Petrogrado estaba semiinsurrecto. Ahora un eserista, Kerensky, dirigía al gobierno capitalista. Pero los conciliadores mencheviques y eseristas no querían tomar el poder. En el Congreso de los Soviets Lenin llamó por la toma del poder y afirmó: “según el orador que me ha precedido... no existe en Rusia ningún partido político que esté dispuesto a asumir todo el poder. Yo contesto: ‘¡Sí, existe!’”. A los bolcheviques les preocupaba que una insurrección en las ciudades en julio fuera prematura, que no obtuviera el respaldo del campesinado y que, por ello, los obreros no lograran conservar el poder. Pero, tras haberse opuesto originalmente a las manifestaciones en julio, los bolcheviques decidieron que era mejor ir con las masas para tratar de proporcionar una dirigencia capaz de efectuar una retirada temporal y ordenada, lo cual resultó correcto. Tras las manifestaciones vino un periodo de intensa represión: el gobierno provisional burgués y sus lacayos mataron a algunos bolcheviques, arrestaron a Trotsky y Lenin pasó a la clandestinidad. La represión dejó claro a los obreros que este gobierno de frente popular no era otra cosa que la dictadura del capital.
Escondido, Lenin dedicó lo que pensó que serían sus últimos días a escribir El estado y la revolución, en el que argumentó, siguiendo a Marx y Engels, que la burguesía utiliza su fachada democrática parlamentaria para ocultar su dictadura y que el estado, en cuyo núcleo están el ejército, la policía, los tribunales y las cárceles, no es otra cosa que una máquina de represión dirigida contra los explotados y oprimidos al servicio de la clase capitalista. Lenin nos enseñó que la clase obrera no puede tomar control del aparato estatal existente: es necesario destruirlo y erigir uno nuevo, destacamentos armados que defiendan a la clase obrera como nueva clase dominante —la dictadura del proletariado—, para expropiar y suprimir a la burguesía.
Para agosto la burguesía se dio cuenta de que sólo un golpe militar podría detener la revolución y apeló al comandante supremo del ejército, el general Kornílov, para que aplastara a los soviets. La ofensiva de Kornílov amenazaba no sólo a los bolcheviques, sino también a los conciliadores que dirigían a los soviets. Kornílov era un monárquico antijudío del tipo de las Centurias Negras. La intentona de Kornílov mostró que la democracia burguesa no era viable en la Rusia de 1917: las opciones eran los bolcheviques o las fuerzas brutales de la reacción. Los dirigentes conciliadores del soviet quedaron paralizados en respuesta a la ofensiva contrarrevolucionaria, pero las masas se movilizaron en torno a las acciones de frente unido organizadas por los bolcheviques y detuvieron a Kornílov de inmediato.
Lenin dejó claro, incluso entonces, que no debía darse ningún apoyo al gobierno de Kerensky. Había que luchar contra Kornílov, por supuesto, pero sin dar ningún apoyo al Gobierno Provisional capitalista, mostrando en cambio su debilidad inherente. El ejército alemán se acercaba también, y Lenin dejó claro igualmente que los bolcheviques serían defensistas de Rusia sólo cuando el proletariado hubiera tomado el poder.
Para septiembre, las masas estaban convencidas de que los dirigentes de los soviets estaban en la bancarrota política y que sólo los bolcheviques pondrían fin a la guerra, detendrían el sabotaje de la economía por parte de la burguesía y dirigirían a los soviets al poder. El estado mayor del ejército no podía ya movilizar a éste contra el Petrogrado revolucionario. El campo estaba en llamas conforme los soldados campesinos regresaban del frente y tomaban las tierras de los grandes terratenientes y quemaban sus mansiones. El 4 de septiembre se liberó a Trotsky de la prisión, y para el 23 se le eligió presidente del soviet de Petrogrado —igual que en 1905—. Los bolcheviques conquistaron mayorías sólidas en los soviets de Petrogrado y Moscú. Trotsky declaró: “¡Viva la lucha directa y abierta por el poder revolucionario en todo el país!”. La burguesía y los conciliadores intentaron algunas maniobras democratizantes, como la Conferencia Democrática y el Preparlamento, pero ya era demasiado tarde.
El planteamiento de la insurrección sacó a la superficie todo lo que del menchevismo quedaba en el partido bolchevique. El primer encontronazo dentro de la dirigencia bolchevique sobre esta cuestión ocurrió en la famosa reunión del Comité Central del 10 de octubre, en la cual la insurrección se aprobó por diez votos contra dos —los de Zinóviev y Kámenev—. El resolutivo aprobado plantea la cuestión de la insurrección en Rusia en el contexto de la maduración de la revolución mundial, con Rusia como el primer eslabón en la cadena. Nadie, ni siquiera Stalin, tenía en mente entonces que se podía construir el socialismo en un solo país.
Tras este resolutivo bolchevique, los obreros se estaban armando, se entrenaban y establecían las Guardias Rojas. Los trabajadores de las fábricas de armas los abastecían directamente. En otra reunión, el 16 de octubre, Lenin de nuevo argumentó por la insurrección, y Kámenev y Zinóviev de nuevo se opusieron. Poco después, éstos publicaron una declaración en un periódico no bolchevique en oposición a la insurrección. Lenin los llamó rompehuelgas y exigió su expulsión del partido. Afortunadamente para ellos, la revolución intervino.
Un paso decisivo hacia la toma del poder se dio cuando el Soviet de Petrogrado, a petición de los bolcheviques, invalidó una orden de Kerensky de transferir dos tercios de la guarnición de la ciudad al frente. Ésta fue una insurrección victoriosa en los hechos y, como Trotsky explicó posteriormente, la del 25 de octubre tuvo un carácter complementario.
El 24 de octubre Kerensky trató de clausurar el periódico bolchevique. El Comité Militar Revolucionario del soviet envió inmediatamente un destacamento para reabrirlo y para comenzar a tomar control de la central telefónica y otras instalaciones clave. Kerensky, por cierto, se escapó en un coche diplomático con bandera estadounidense.
El acorazado Aurora estaba disparando sus cañones contra el Palacio de Invierno cuando retomó sus sesiones el II Congreso de los Soviets de Toda Rusia. Lenin inició su discurso con la famosa frase: “Ahora procederemos a construir el orden socialista”. El orden del día de tres puntos consistió en poner fin a la guerra, dar la tierra a los campesinos y establecer la dictadura socialista.
Como hemos visto, los soviets por sí mismos no resuelven la cuestión del poder. Como Trotsky escribió, “sin el partido, fuera del partido, o por un sucedáneo del partido” no puede triunfar la revolución proletaria. En la sesión inaugural del Congreso de los Soviets, los mencheviques y los eseristas de derecha estaban furiosos de que los bolcheviques hubieran tomado el poder y se retiraron. El ala derecha del Partido Bolchevique alrededor de Kámenev, consecuente con su oposición a la toma del poder, argumentó por un gobierno de coalición, excepto que no había nadie con quien formar una coalición. Los mencheviques y eseristas de derecha inmediatamente comenzaron a orquestar levantamientos contrarrevolucionarios, que fueron rápidamente derrotados. Esta ala derecha bolchevique resurgiría tras la muerte de Lenin y la derrota de la Revolución Alemana de 1923, cuando comenzó a cohesionarse una casta burocrática en torno a Stalin.
Además de proceder a las negociaciones de paz y dar la tierra a los campesinos, se formó un nuevo gobierno revolucionario de comisarios del pueblo, que durante el siguiente periodo nacionalizó los bancos, reinició la producción industrial y sentó las bases del nuevo estado soviético.
Los marxistas han entendido siempre que la abundancia material necesaria para desarraigar la sociedad de clases y la opresión que viene con ella sólo puede ser el producto del nivel más avanzado de la ciencia y la tecnología sobre la base de una economía planificada internacional. La devastación económica y el aislamiento del estado soviético provocaron intensas presiones hacia la burocratización. Los bolcheviques sabían que el socialismo sólo se puede construir sobre una base mundial, y lucharon por extender la revolución internacionalmente, especialmente a los países capitalistas avanzados de Europa. La idea de que el socialismo puede construirse en un solo país fue una perversión posterior introducida para justificar la degeneración burocrática de la revolución.
A pesar del triunfo de la casta burocrática en 1924 y la consecuente degeneración de la Revolución Rusa, permanecieron las conquistas centrales de la revolución —basadas en el derrocamiento de las relaciones de producción capitalistas y el establecimiento de una economía planificada—. Estas conquistas fueron tangibles en la posición material de las mujeres, por ejemplo. El gobierno soviético estableció el matrimonio civil y permitió el divorcio a petición de cualquiera de los interesados; el aborto se hizo libre y gratuito; todas las leyes contra la homosexualidad y otras actividades consensuales fueron abolidas. Esto está a años luz de los liberales y falsos izquierdistas de hoy, quienes ponen el grito en el cielo por nuestra defensa de Roman Polanski o, aquí en México, Sergio Moissen, ex dirigente del Movimiento de Trabajadores Socialistas (MTS), víctima de una cacería de brujas antisexo en la UNAM.
Los espartaquistas nos mantenemos en la herencia de la Oposición de Izquierda de Trotsky, que luchó contra Stalin y la degeneración de la revolución. Estábamos por la defensa militar incondicional del estado obrero soviético contra el imperialismo y la contrarrevolución, al tiempo que entendíamos que la casta parasitaria que dirigía a la URSS era una amenaza mortal al estado obrero. Llamábamos por una revolución política proletaria que restaurara la democracia obrera y se comprometiera con la lucha por la revolución socialista internacional.
La destrucción de la URSS y la restauración del capitalismo en 1991-1992, así como la contrarrevolución en Europa Oriental, transformó el panorama político mundial y echó atrás la conciencia de la clase obrera. La contrarrevolución capitalista significó un colapso económico sin paralelo en la antigua URSS, al tiempo que, internacionalmente, sin la Unión Soviética como contrapeso, el imperialismo anda por el mundo entero misiles en mano.
El grueso de nuestros oponentes seudotrotskistas comparte la responsabilidad por esta catástrofe, habiendo puesto su granito de arena en apoyo a la contrarrevolución. Aquí en otra sala, en estos momentos, los cínicos morenistas (seguidores del difunto reformista argentino Nahuel Moreno) del Movimiento al Socialismo están llevando a cabo un evento en conmemoración de la Revolución Rusa. Es como si el rebaño del cardenal Norberto Rivera conmemorara la Guerra de Reforma. Los morenistas apoyaron la contrarrevolución descaradamente cada vez que ésta levantó la cabeza: desde Afganistán a finales de los 70, celebrando a los asesinos antimujer oscurantistas muyajedín —respaldados por los imperialistas— en su guerra santa contra el Ejército Rojo soviético, hasta Boris Yeltsin, ese títere de los imperialistas que se puso a la cabeza de la contrarrevolución que finalmente destruyó a la URSS —por no mencionar su apoyo a las fuerzas de la restauración capitalista en Polonia, la RDA, Yugoslavia, etc., etc.—. Los morenistas dicen ahora que China es capitalista; en los hechos no defienden a Cuba y como norma prefieren ni siquiera mencionar a Vietnam, Laos o —¡Trump nos libre!— Corea del Norte. Cambien las siglas del MAS por las del MTS y conocen ya sus posiciones sobre la cuestión rusa, prueba ácida para los marxistas.
En su evento con Cuauhtémoc Cárdenas, Alan Woods recitó loas (en general correctas) a la antigua URSS. Pero lo que no dijo es que, cuando importaba, sus camaradas rusos (de Rabóchaya Democratiya) se jactaron de haber estado —literalmente— en las barricadas de Yeltsin en agosto de 1991, al lado de los popes y otra escoria contrarrevolucionaria reunida para destruir las conquistas históricas de la Revolución de Octubre. Como escribimos en aquel entonces, estos son traidores, no trotskistas.
Durante la Primera Guerra Mundial, Rosa Luxemburg sostuvo que las opciones para la humanidad eran el socialismo o la barbarie, lo cual sigue siendo cierto. La situación no es fácil, y somos un modesto grupo de propaganda marxista revolucionario internacional. Pero también sabemos que la marea subirá de nuevo, y que las futuras revoluciones obreras necesitarán el arsenal político del bolchevismo. De modo que ése es nuestro trabajo, ningún otro y de nadie más. Como dijera James P. Cannon, “somos el partido de la Revolución Rusa. Hemos sido la gente, la única gente, que ha mantenido la Revolución Rusa en su programa y en su sangre”.