Espartaco No. 40

Febrero de 2014

 

Sobre las campañas contra el tabaco, los refrescos y la comida “chatarra”

“Fascistas de la salud” a los pobres: “Que coman pastel…y paguen el impuesto”

Imitando a sus amos imperialistas estadounidenses, hace ya diez años López Obrador, entonces jefe del gobierno perredista del DF, decretó la tiránica ley antitabaco que echó a los fumadores de oficinas, restaurantes, bares y todo edificio público. Unos cuantos años después, el Congreso de la Unión aprobó una ley similar al nivel nacional. Al mismo tiempo, los crecientes impuestos han hecho que el precio de los cigarros se dispare de $20 en 2007 a $45 en 2014 en el caso de Marlboro, Benson y otros. Hoy día, el ancestral placer de fumar —o, al menos, de fumar tabaco decente— es un lujo inaccesible cotidianamente a la clase obrera y los pobres. ¿Qué sigue? Según la Fundación InterAmericana del Corazón (uno de los principales grupos antitabaco en México), la prohibición total del consumo de tabaco.

Las leyes antitabaco son parte de una amplia campaña para regimentar a la población entera, y detrás de esta campaña está la ideología del “fascismo de la salud”: la noción de que el estado debe decidir lo que se consume apoyado por una movilización “ciudadana” contra los “viciosos”. La apología usual de estas leyes se centra en la supuesta protección de los no fumadores ante las nocivas sustancias del tabaco. La realidad es que la evidencia médica respecto a los efectos del “humo de segunda mano” simplemente no es concluyente. Diversos estudios serios que han tratado de establecer un riesgo a la salud a partir del humo de segunda mano han tenido que llegar a la misma conclusión: no hay una correlación estadística significativa. La idea de proteger al supuesto “fumador pasivo” es simplemente ridícula, considerando que el DF es una de las ciudades más contaminadas del mundo donde cada día flotan en el aire toneladas de heces animales y humanas. Es cierto que el humo del tabaco es un irritante —como cualquier otro tipo de humo—, y en todo caso la solución obvia sería proporcionar ventilación adecuada, pero ello no sería rentable, de modo que no es una opción.

Karl Marx, quien expuso científicamente el funcionamiento del despiadado sistema capitalista, escribió respecto a la legislación inglesa contra el licor: “Los santos clásicos del cristianismo mortificaban sus cuerpos para la salvación del pueblo; los santos modernos y cultivados mortifican el cuerpo del pueblo para su propia salvación”. La “gente bonita” y el gobierno van ahora contra los consumidores de refresco, botanas, pan dulce y otros alimentos que los congresistas han decidido que tienen un contenido calórico demasiado alto. Y fue de nuevo el PRD quien dirigió la carga para imponer un “impuesto especial” a estos productos, mediante lo cual, “además de los beneficios tributarios se plantea combatir la obesidad”...¡y la “inadaptación psicosocial”! Si el sesgo clasista era ya evidente en el caso del tabaco, es simplemente descarado en el caso de las bebidas y comida “chatarra”. Un estudio del Instituto Nacional de Salud Pública del año pasado afirma lo obvio como un aliciente para la aprobación de la nueva ley: “la reducción en consumo de refrescos por un aumento en el precio sería mayor en las familias más pobres y aquellas que viven en las áreas con muy alta, alta y marginación media”. Según este instituto, “los individuos sustituirían el consumo de refrescos por agua o leche”. Esta afirmación es totalmente arbitraria. El “estudio” ni siquiera toma en cuenta que la leche sigue siendo en general más cara que el refresco, incluso con el nuevo impuesto (y ni hablar de la intolerancia a la lactosa, mucho más común entre gente de ascendencia indígena americana que entre la de ascendencia europea).

Casi un quinto de la población carece de acceso a la canasta básica; al menos un millón y medio de niños padecen desnutrición; el estado ha ido desmantelando paulatinamente los servicios de salud, de por sí inadecuados e insuficientes; los trabajadores mueren rutinariamente porque la clase capitalista dominante no quiere gastar dinero en seguridad laboral —recuérdese Pasta de Conchos—; obreros y campesinos mueren porque sólo pueden vivir en chozas de lámina y madera construidas en zonas de alto riesgo ante desastres naturales —recuérdense los huracanes “Manuel” e “Ingrid”—. ¡He ahí el interés del gobierno en la salud de la población! Pero eso sí, afirma el estudio citado arriba, el multimillonario ingreso al estado gracias a los nuevos impuestos representaría “alrededor del 30 por ciento de los costos de obesidad para el país”. Es simplemente grotesco que estos avaros burgueses quieran ejercer presión moral y poner la carga financiera del sistema capitalista en los pobres.

Ante las exigencias de pan de las masas famélicas de París en la víspera de la Gran Revolución Francesa, la reina María Antonieta sugirió: “que coman pastel”. Pero ni siquiera a la infame austriaca se le ocurrió exigir que los pobres pagaran un “impuesto especial” por él —y, aun así, hay que añadir que sus injurias le costaron la cabeza—. Estos absurdos impuestos reflejan simplemente crueldad gratuita, al procurar hacer inaccesibles para la mayoría algunos pequeños placeres de la vida cotidiana —comer un pastelito, tomar una coca bien fría, fumar un cigarro—. La obesidad es, huelga decir, un problema de salud; pero en lugar de estas tiránicas estupideces, lo que se requiere es atención médica gratuita y universal, acceso a una alimentación variada y bastante para todos, vivienda decente —y a los trabajadores les vendría muy bien tener tiempo libre suficiente para practicar algún deporte (o sentarse a leer un libro o ver la tele, si lo prefieren)—. Pero ello requiere derrocar el sistema capitalista; requiere una economía colectivizada y planificada internacionalmente.

Para nadie es un secreto que fumar no es bueno para la salud, y nadie tiene mucha fe en las propiedades nutritivas de la coca-cola o los gansitos. Pero todo mundo tiene el derecho de escoger su propio veneno. En lo que a nosotros concierne, la gente debería poder leer, comer, tomar y fumar lo que le plazca, y gozar de cualesquiera actividades consensuales que desee, sin que los policías, los tribunales, los patrones y los fresas totalitarios se entrometan.