Espartaco No. 31 |
Primavera de 2009 |
Karl Marx tenía razón
Crisis económica capitalista: Los patrones obligan a los obreros a pagar
¡Por lucha de clases contra los gobernantes capitalistas! ¡Por un partido obrero!
Abajo reproducimos, en una versión editada, expandida y actualizada, una ponencia que presentó Joseph Seymour, miembro del Comité Central de la Spartacist League/U.S., en un pleno reciente del Comité Ejecutivo Internacional de la Liga Comunista Internacional. Ha sido traducida de Workers Vanguard No. 927, 2 de enero de 2009.
La economía mexicana, inextricablemente interpenetrada con la estadounidense y avocada a la exportación al vecino del norte, se ha contraído dramáticamente —con la consecuente devastación del nivel de vida de las masas—. Debido a la masiva fuga de capitales, entre agosto y marzo el peso se devaluó en un 50 por ciento respecto al dólar. En 2008 la inversión extranjera directa había disminuido 31.5 por ciento u 8.6 mil millones de dólares, comparada con 2007. Las exportaciones —tanto de manufacturas como de petróleo— han sufrido una drástica caída. En la industria automotriz, uno de los principales sectores manufactureros, las exportaciones cayeron 50 por ciento en el primer bimestre de 2009 comparadas con un año atrás.
Durante más de dos décadas, las medidas neoliberales de privatizaciones masivas —incluyendo del seguro social— y mayor subordinación a la economía estadounidense han significado un ataque incesante contra el nivel de vida de las masas y la devastación del campo. Con la nueva crisis económica internacional, la situación amenaza con una verdadera catástrofe. Paros técnicos, despidos masivos y cierre de plantas es cosa cotidiana. Se calcula que entre diciembre y febrero, 6 mil personas perdían su empleo cada día. De éstas, 46 por ciento trabajaban en el sector manufacturero, el cual genera la cuarta parte del PIB. La carestía va a pleno galope. Durante los últimos dos años, el poder adquisitivo del salario mínimo ha caído en un 32.64 por ciento, con un incremento de 67.16 por ciento en el precio de la canasta básica. Tras la eliminación de aranceles sobre el frijol el año pasado —acorde con el TLCAN—, incluso este producto alimenticio básico para las masas mexicanas ha subido de precio 50 por ciento, hasta convertirse casi en un producto de lujo. Ha llegado a tal grado que los cargamentos de frijol se han convertido en un blanco preferido del hampa. El robo de trenes que transportan maíz a EE.UU. se ha convertido en una medida de subsistencia para los pobres en algunas regiones.
La recesión en Estados Unidos, junto con la aplicación de políticas antiinmigrantes, tuvo un impacto importante en las remesas, las cuales conforman la segunda fuente de ingresos después del petróleo para la economía mexicana. Las remesas se redujeron 3.6 por ciento en 2008 comparadas con 2007. Algunos estudios preven que este año la caída de remesas podría llegar al 20 por ciento, y en algunos poblados y municipios podría alcanzar hasta un 40 por ciento. Esta caída en las remesas —que mantienen a 20 por ciento de las familias mexicanas— sería una verdadera condena a la pauperización extrema de gran parte de la población, especialmente en el campo.
Para los gobernantes capitalistas, quienes no tengan para comer deberían simplemente morirse de hambre. En efecto, la principal medida del gobierno derechista de Felipe Calde- rón en torno a la crisis ha sido empujar nuevamente la aprobación de su “reforma laboral” para incrementar la tasa de explotación mediante la eliminación de prestaciones y cualquier medida de seguridad laboral, así como reforzar los ataques antisindicales. Ante la creciente pauperización y volatilidad social, el gobierno ha escalado masivamente, desde hace un par de años, la militarización del país, la cual ha reforzado aún más en los últimos meses con el pretexto de la “guerra contra el narco”. De hecho, una de las primeras medidas del gobierno de Calderón en febrero de 2007 fue otorgar un aumento salarial de 45 por ciento a los militares para asegurar su lealtad. Hoy, miles de tropas llevan a cabo abusos rampantes y siembran el terror en poblaciones a lo largo y ancho del país y han ocupado ciudades industriales del norte, como Ciudad Juárez. Al mismo tiempo, el gobierno mexicano ha colaborado con el estadounidense para sellar la frontera, lo cual ajusta la antigua válvula de escape de la migración. La movilización masiva del estado burgués —una máquina de represión que sirve para proteger la propiedad privada y el régimen de los capitalistas— no tiene nada que ver con “proteger” a la población; se trata de un despliegue de fuerza para lanzar una advertencia a las masas empobrecidas ante la brutal crisis económica.
En este contexto, no es de extrañar que la popularidad de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha estado a la alza. A los ojos de grandes masas de obreros y pobres mexicanos, sus vacuas promesas de mejora sustancial y su retórica nacionalista contrastan con la inhumana arrogancia de Calderón y sus acólitos. Sin embargo, AMLO y el PRD —igual que el resto del espectro político burgués— han apoyado la creciente militarización del país. En cuanto a la crisis, además de algunos consejos ridículos (¡como tomar Boing en vez de Coca-Cola!), la estrategia de AMLO en “defensa de la economía popular” se centra en exigir la disminución de los salarios de altos funcionarios de gobierno y de los precios de combustibles y energía eléctrica. El PRD representa el ala de la burguesía que procura desactivar el descontento de los obreros y los oprimidos mediante concesiones, para así perpetuar el sistema de explotación capitalista. Las diferencias entre el PRD y el PAN se reducen a la manera de administrar el capitalismo. Si bien defendemos las medidas que, bajo el capitalismo, puedan aliviar —incluso ínfimamente— las condiciones de pobreza de los obreros y los oprimidos, notamos que los populistas burgueses se limitan a llamar a aplicar pequeñas curitas para cubrir las heridas abiertas de desastre social cada vez más profundo.
Debido a la diferencia cualitativa en el desarrollo de las respectivas fuerzas productivas, la burguesía mexicana está inherentemente atada a la estadounidense. La única forma de alcanzar una mejora significativa en el nivel de vida de las masas, así como la satisfacción de añejas aspiraciones democráticas como la emancipación nacional y la revolución agraria, es mediante la revolución socialista y su extensión internacional. Es necesario luchar por la unidad revolucionaria con el poderoso proletariado multirracial estadounidense —para lo cual los millones de inmigrantes latinoamericanos en EE.UU. constituyen un verdadero puente humano—. En efecto, la miseria y el atraso sólo pueden ser eliminados en el contexto de una división internacional del trabajo en una economía socialista planificada. Un gobierno obrero y campesino —la dictadura del proletariado apoyada por el campesinado— lucharía por cumplir estas metas basado en la colectivización de la economía.
La realización de esta perspectiva requiere el forjamiento de un partido obrero revolucionario e internacionalista, una dirección genuinamente clasista que remplace a las burocracias sindicales procapitalistas, lugartenientes del capital en el movimiento obrero. Sobre todo mediante la ideología del nacionalismo, estas burocracias mantienen a los explotados ideológicamente atados a sus explotadores y hacen todo lo posible por desmovilizar la fuerza social de la clase obrera. Armada con el entendimiento de que los obreros no comparten intereses con los patrones, una dirección revolucionaria se esforzaría por librar la lucha necesaria para evitar la catástrofe económica, dirigiendo las demandas y aspiraciones obreras hacia el entendimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario del capitalismo.
La seudoizquierda mexicana rechaza esta perspectiva revolucionaria y acepta el marco impuesto por el capitalismo; a la cola de las burocracias nacionalistas, se reduce al papel de tratar de presionar a los gobernantes capitalistas para que otorguen concesiones. La Liga de Trabajadores por el Socialismo-ContraCorriente (LTS-CC) da un ejemplo típico de ello. En su más reciente publicación (Estrategia Obrera No. 70, marzo de 2009), lanza el siguiente llamado: “Los sindicatos como el SME, la CNTE, el SITUAM y el Diálogo Nacional, junto a organizaciones clasistas como el Frente Único de Trabajadores, debemos impulsar una campaña nacional contra el desempleo y la carestía...” Fingir que las burocracias perredistas —que comparten plenamente con los patrones la idea de la inviolabilidad del estado burgués y el régimen de explotación capitalista—tengan interés alguno en dirigir una verdadera lucha contra el desempleo y la carestía sólo sirve para desviar a la clase obrera. Por otro lado, el “Diálogo Nacional” es un frente nacionalista de crasa colaboración de clases dominado por el SME, que agrupa, además de diversos sindicatos, al FAP burgués de los partidos capitalistas PRD, Convergencia y PT. El “Diálogo Nacional” se propone “enfrentar y derrotar a los neoliberales” para conducir al “surgimiento de un nuevo gobierno emanado verdadera y democráticamente del pueblo...restaurando...el espíritu fundacional del Constituyente de 1917, así como los valores esenciales de la Nación Mexicana”. ¡A eso se reducen los aspavientos de la LTS-CC por “una política de independencia de clase” que se delimite “claramente de los partidos patronales”!
A finales de la Gran Depresión de los años 30, León Trotsky escribió el Programa de Transición en 1938 como el documento fundador de la IV Internacional. El documento levanta demandas como por una escala móvil de horas de trabajo sin pérdida de salario para dar empleo a todos y una escala móvil de salarios para responder a la inflación, y declara: “Si el capitalismo es incapaz de satisfacer las demandas que surgen inevitablemente de las calamidades generadas por él mismo, entonces debe perecer.” Estas justas consignas en realidad son incompatibles con el sistema de producción de ganancias, y por ello señalan el camino hacia la revolución socialista.
Pero ésta es precisamente la premisa que rechaza la LTS-CC, que trata de dar una apariencia más combativa a su reformismo nacionalista y prostituye el Programa de Transición, tomando de él una letanía de consignas de manera totalmente divorciada de la revolución socialista —frase que ni siquiera menciona en el artículo— como algo realizable bajo el capitalismo. De hecho, la LTS-CC ve un continuo entre sus consignas y las medidas de AMLO, ¡a las que se reduce a criticar como “insuficientes”!
Entre estas consignas transicionales, la LTS-CC trata de contrabandear otra: “Toda empresa que cierre o despida, debe ser expropiada y puesta a funcionar por sus trabajadores. No basta con medidas mínimas.” ¿Y qué harán los trabajadores con fábricas quebradas para las cuales a duras penas hay un mercado? De seguir los consejos de la LTS-CC, los obreros se verían empantanados en cooperativas desesperadas obligadas a competir directamente en el mercado capitalista. Como escribimos hace casi 30 años: “La práctica reformista de nacionalizar sólo las operaciones capitalistas menos eficientes es, en un sentido, el opuesto exacto de la expropiación socialista. La planificación económica socialista se basa precisamente en la apropiación de los medios de producción más avanzados de manos de los capitalistas” (Workers Vanguard No. 238, 17 de agosto de 1979). La clase obrera no tiene interés en rescatar y/o tomar responsabilidad por empresas perdedoras. Trotsky explicó en el propio Programa de Transición:
“El objetivo estratégico de la IV Internacional no consiste en reformar el capitalismo, sino en derribarlo. Su finalidad política es la conquista del poder por el proletariado para realizar la expropiación de la burguesía... Los obreros no pueden ni quieren adaptar su nivel de vida a los intereses de los capitalistas aislados convertidos en víctimas de su propio régimen. La tarea consiste en reconstruir todo el sistema de producción y de distribución sobre principios más racionales y más dignos.”
* * *
En una ocasión, un banquero holandés describió las condiciones en la bolsa de valores de Londres como “nada menos que si todos los lunáticos se hubieran escapado del manicomio al mismo tiempo”. Esto tuvo lugar hace casi tres siglos, cuando estalló la llamada burbuja del Mar del Sur. Así que las cosas no han cambiado tanto.
El actual desplome financiero internacional y el severo declive económico comenzaron y tienen su centro en Estados Unidos. Así pues, para empezar quiero ubicar la crisis dentro del contexto histórico más amplio de varias décadas de declive del capitalismo estadounidense. Sin embargo, es útil tomar en cuenta primero la naturaleza de la conciencia de clase burguesa, especialmente la de la burguesía estadounidense. La burguesía no es una clase colectivista. Tanto en sus prácticas de negocios como en las políticas de gobierno por las que abogan, los capitalistas están motivados más que nada por su propio interés inmediato, y no por alguna noción de los intereses a largo plazo y más amplios de su clase. Sin duda, el ingreso y la riqueza de todos los capitalistas individuales provienen de la reserva total de plusvalía generada por la explotación del trabajo. Pero en sus actividades cotidianas, los capitalistas, especialmente los capitalistas financieros, están motivados principalmente por aumentar su propia riqueza a expensas de otros capitalistas.
He estado leyendo el libro Traders, Guns and Money: Knowns and Unknowns in the Dazzling World of Derivatives [Comerciantes, armas y dinero: Lo sabido y lo ignorado en el deslumbrante mundo de los derivados] (2006), de un veterano comerciante de derivados, Satyajit Das. Es muy entretenido, muy gracioso. En un punto, Das está trabajando para un banco de inversiones que quiere convencer a un gerente de fondo de pensiones japonés de que se convierta en su cliente:
“El banco había estado cortejándolo por años sin éxito. Resultó que el gerente del fondo tenía una debilidad: una parcialidad estereotipada por las mujeres altas, rubias, de piernas largas y ojos azules. El banco supuso que la mujer no tenía que ser japonesa.
“Se emprendió una búsqueda global y el departamento de Recursos Humanos (RH) se desempeñó admirablemente. El banco encontró una mujer estereotípicamente escandinava para ocuparse del gerente del fondo. La mujer —por favor no se rían— se llamaba Ulrika. Era brillante, agradable y eficiente, pero había un problema: no tenía conocimiento de los derivados. Tenía experiencia en cosméticos. El banco la contrató de todas formas, suponiendo, correctamente resultó, que el gerente del fondo no estaba tan interesado en sus derivados.”
Leyendo este libro como marxista, algo que me llamó la atención particularmente fue que no contenía discusión alguna sobre la división del producto social entre salarios y ganancias o, más ampliamente, plusvalía, incluyendo la renta y el interés. Todo el libro se enfoca en la división de la plusvalía entre los capitalistas financieros y no financieros, y entre grupos de capitalistas financieros en competencia. Esto muestra que los capitalistas se dedican a fregarse unos a otros al máximo. El sector políticamente decisivo de la burguesía subordinará su propio interés inmediato a lo que considere el interés más amplio y a más largo plazo de su clase sólo cuando se sienta suficientemente amenazado por la clase obrera desde abajo o por estados hostiles desde fuera. Y mientras eso no ocurra, es un mundo hobbesiano de todos contra todos.
El fin de la hegemonía económica de EE.UU. posterior a la Segunda Guerra Mundial
Teniendo esto en mente, veamos esquemáticamente la historia de la economía capitalista estadounidense de la posguerra. Durante las dos primeras décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos dominó el mercado mundial de productos industriales. Constantemente obtenía grandes superávits en su balanza comercial con casi todos los demás países capitalistas. Sin embargo, hacia la mitad de los años sesenta, Alemania Occidental y Japón habían reconstruido y modernizado sus economías al punto de poder en realidad competir con Estados Unidos en los mercados mundiales y también en el mercado interno estadounidense. Así que el flujo de sus magnitudes comerciales fue revertido. Estados Unidos empezó a incurrir en grandes déficits en su balanza comercial.
En pocos años, este giro destruyó el sistema monetario internacional de posguerra que se había establecido en la conferencia de Bretton Woods, New Hampshire, en 1944. Se llamaba el patrón de cambio oro-dólar. Las divisas de los países capitalistas más importantes quedaron fijas frente a las demás por largos periodos y ancladas por el dólar. Washington prometió —y quiero enfatizar la palabra “prometió”— que los otros gobiernos podrían intercambiar libremente por oro todos los dólares que tuvieran a una tasa de 35 dólares la onza.
Para principios de los años setenta, eso ya no era objetivamente posible. El volumen de dólares que poseían los bancos centrales extranjeros superaba por mucho la reserva de oro de Estados Unidos a 35 dólares la onza. El gobierno fran- cés de Charles de Gaulle, que resentía el dominio internacional de Estados Unidos y aspiraba a restaurar la “grandeza” de Francia, empezó a cambiar por oro sus reservas de dólares. Así, en agosto de 1971, el presidente estadounidense Richard Nixon cerró la “ventana del oro”, lo que terminó con la convertibilidad del dólar a mercadería universal de valor intrínseco (de trabajo). Tras unas cuantas conferencias internacionales inútiles, lo que surgió fue un no-sistema de tasas de cambio fluctuantes. Desde entonces, las tasas de cambio de divisas han estado determinadas por las condiciones del mercado, modificadas por intervenciones gubernamentales de vez en cuando. La razón por la que estoy explicando esto es que el régimen de tasas de cambio fluctuantes tuvo dos consecuencias a largo plazo, que subyacen a la actual crisis financiera.
Una: creó un gran y nuevo elemento de incertidumbre, es decir, el riesgo de pérdidas, en todas las transacciones financieras internacionales, especialmente las de largo plazo. Así pues, las tasas de cambio de divisas se convirtieron en una importante esfera de especulación financiera. Gran parte del libro de Das sobre el comercio de derivados habla de protegerse contra los cambios en las tasas de cambio de divisas y de especular con ellos.
Dos: al cortar los lazos entre el dólar y el oro, el capitalismo estadounidense, tanto al nivel corporativo como al nivel gubernamental, logró aumentar masivamente su deuda externa, sin otro límite superior que la voluntad de los gobiernos e inversionistas extranjeros de comprar activos denominados en dólares. Ahora el dólar vale alrededor de 20 centavos en términos del dólar de 1971. En el Financial Times de Londres (24 de noviembre de 2008), Richard Duncan subrayó este aspecto de la actual crisis mundial:
“Cuando Richard Nixon destruyó el Sistema Monetario Mundial de Bretton Woods en 1971 cerrando la ‘ventana del oro’ en el Tesoro, cortó el último vínculo entre los dólares y el oro. Lo que siguió fue una proliferación en espiral de instrumentos de crédito cada vez más espurios denominados en una divisa depreciada. El ejemplo más flagrante y letal de esta locura ha sido el crecimiento del mercado de derivados no regulado, que se ha inflado hasta alcanzar los 600 billones de dólares, lo que equivale a casi 100 mil dólares por cada habitante de la Tierra.”
Aumentar la tasa de explotación
En 1974-75 hubo un declive económico mundial muy pronunciado e importante. Aunque no duró mucho, tuvo consecuencias importantes, sobre todo en Estados Unidos. Al salir del declive económico, la clase capitalista estadounidense hizo un esfuerzo concentrado para aumentar la tasa de explotación del proletariado, es decir, la proporción de plusvalía con respecto a salarios. Los capitalistas exigieron de la burocracia sindical contratos entreguistas y la imposición de salarios más bajos para nuevas contrataciones, y lo obtuvieron. Trasladaron la producción del noreste y el medio oeste sindicalizados al sur y suroeste que no están sindicalizados, así como a países donde los salarios son bajos en Latinoamérica y Asia.
Esta ofensiva antiobrera, que comenzó bajo el presidente demócrata de derecha Jimmy Carter, aumentó bajo el aun más derechista presidente republicano Ronald Reagan. El aplastamiento de la huelga de controladores aéreos de PATCO en 1981, y la subsiguiente reacción rompesindicatos durante huelgas como la de Greyhound, marcaron el inicio de esta ofensiva. En ese entonces, nosotros abordamos la necesidad de que el movimiento obrero combatiera la ofensiva capitalista, especialmente en el artículo “Para ganar, darle duro a la patronal” (Spartacist [Edición en español] No. 15, julio de 1984). Lo que decíamos en “Darle duro”, que los obreros no pueden jugar con las reglas de los patrones, conserva toda su validez para el movimiento obrero estadounidense de hoy.
Aquí quiero enfatizar un aspecto de la ofensiva antiobrera de principios y mediados de los años ochenta que no era obvio entonces. El ascenso del monetarismo y la “desregulación” financiera como doctrina y como política en los Estados Unidos de Reagan y también en la Gran Bretaña de Thatcher estuvo en parte basado en el debilitamiento del movimiento obrero y fue condicionado por éste. En la Gran Bretaña, el giro decisivo a la derecha en la relación de fuerzas de clase fue la derrota de la huelga minera de 1984-85. La reciente nota de la camarada McDonald sobre el impacto de la crisis económica en Gran Bretaña señalaba que en 1986 el gobierno de Thatcher “desreguló” la City de Londres. No fue accidental, como se dice, el que la especulación con capital financiero se desatara justo después de la derrota de la huelga minera.
En Estados Unidos durante los años ochenta, que los liberales llaman frecuentemente “la década de la codicia”, hubo una redistribución masiva del ingreso hacia arriba, combinada con un aumento masivo en la deuda externa de Estados Unidos. El gobierno de Reagan recortó los impuestos para los ricos mientras aumentaba enormemente el gasto militar en la creciente Segunda Guerra Fría contra la Unión Soviética. Para financiar los grandes déficits gubernamentales que resultaron, una gran porción de los bonos del Tesoro recién emitidos se vendió en el extranjero, especialmente a los japoneses. En el lapso de dos o tres años, Estados Unidos pasó de ser la nación más acreedora del mundo a ser la más endeudada.
La redistribución del ingreso hacia arriba y el creciente endeudamiento exterior de Estados Unidos estuvieron orgánicamente vinculados a la desindustrialización del país. Grandes extensiones del medio oeste llegaron a conocerse como el “cinturón del óxido”. A mediados de los años sesenta, la manufactura constituía el 27 por ciento del producto interno bruto estadounidense y empleaba al 24 por ciento de la mano de obra. Para principios de la década de 2000, el peso de la manufactura se había reducido al catorce por ciento de la producción total y empleaba sólo al once por ciento de la mano de obra total.
Básicamente, los salarios reales por hora para obreros de base llegaron a su punto más alto a principios de los años setenta. Durante la mayor parte de las últimas tres décadas y media, la compensación real por unidad de trabajo ha estado por debajo de ese nivel. Sólo ocasional y brevemente, por ejemplo en la fase final del auge económico de los años noventa, los pagos netos reales por hora se han acercado o han superado a los de principios de los setenta. En la medida en que las familias obreras han aumentado sus ingresos en las últimas décadas, ha sido debido a que ambos cónyuges tienen trabajos de tiempo completo, trabajan muchas horas extras o hasta en dos empleos, si es que hay tales empleos disponibles.
Sin embargo, para el principio de la década de 2000, estos medios generalizados de aumentar el ingreso familiar prácticamente se habían agotado. Al mismo tiempo, los trabajadores han enfrentado un agudo aumento en ciertos gastos básicos: la vivienda (tanto comprada como rentada), los servicios médicos y las colegiaturas universitarias para sus hijos. Así que han tenido que endeudarse más. En la víspera de la actual crisis, a principios de 2007, el promedio de endeudamiento familiar era 30 por ciento mayor que el ingreso anual disponible. Esto fue posible principalmente porque las familias adquirieron préstamos respaldados por sus viviendas “aprovechándose”, por decirlo así, de la entonces creciente burbuja en los precios de la vivienda.
El auge de los punto com y la burbuja inmobiliaria
Para entender la burbuja en los precios de la vivienda que hubo a principios y mediados de la década de 2000, hay que retroceder un poco para mirar el llamado auge de los punto com de mediados y finales de los años noventa. Éste fue un clásico ciclo de auge y caída como los que describió Marx en El capital. Una ráfaga de inversiones, principalmente en nueva tecnología —en este caso, la informática, los servicios de Internet y las telecomunicaciones—, aumenta lo que Marx llamó la composición orgánica del capital. Esto es el valor de los medios de producción (el tiempo de trabajo encarnado en ellos) necesario para emplear trabajo vivo. En la economía burguesa, se llama capital por trabajador. Un aumento en la composición orgánica del capital hace bajar la tasa de ganancia. Incluso si la productividad aumenta y los salarios no, el aumento de la ganancia por trabajador no compensa el incremento de capital por trabajador.
Esta dinámica pudo observarse claramente en el auge en los noventa del sector de telecomunicaciones, uno de los pilares de la “nueva economía” o “revolución TI (tecnología de la información)”. La recuperación de capital de las empresas de telecomunicaciones cayó continuamente del 12.5 por ciento en 1996 al 8.5 por ciento en 2000. En ese entonces, un analista de Wall Street, Blake Bath, describió a su modo la ley de la disminución de la tasa de ganancia aplicada a las telecomunicaciones. “Parece que el sector está muy sobrecapitalizado”, juzgó. “El gasto ha aumentado a niveles absurdamente rápidos con respecto a los ingresos y ganancias que ese gasto produce” (Business Week, 25 de septiembre de 2000). O, como lo puso Marx en el volumen III de El capital: “El verdadero límite de la producción capitalista lo es el propio capital [énfasis en el original].”
En 2000-01, el auge de los punto com se convirtió en caída, dando paso a una recesión. Buscando suavizar el impacto del declive económico, Alan Greenspan, director de la Reserva Federal (el banco central estadounidense), inundó con dinero los mercados financieros. Para 2003, la Fed recortó la tasa de interés sobre los préstamos a corto plazo de sus bancos miembros del 6.5 al uno por ciento, lo que en ese momento fue el interés más bajo en medio siglo. Durante la mayor parte de este periodo, la llamada tasa de fondos federales estuvo por debajo de la tasa de inflación. En los hechos, el gobierno estaba regalando dinero a los financieros de Wall Street. A finales de 2004, el Economist de Londres advirtió que “la política de dinero fácil” de Estados Unidos “ha desbordado sus fronteras” y “ha inundado los precios de las acciones y las casas en todo el mundo, inflando una serie de burbujas de precios sobre activos.”
En el centro de la actual crisis hay un tipo de instrumento financiero conocido como derivado. Los tradicionales títulos financieros primarios —bonos y acciones corporativos— representan en el sentido legal y formal la propiedad sobre bienes, es decir, bienes y servicios que encarnan valor de uso así como valor de cambio como productos del trabajo. Los derivados se basan en los títulos primarios o están conectados a ellos de alguna forma. Un tipo importante y típico son las coberturas por riesgos crediticios. Formalmente, y quiero enfatizar la palabra formalmente, es una especie de póliza de seguro contra la insolvencia de los bonos corporativos. Sin embargo, uno puede comprar un canje financiero contra el impago del crédito sin tener los bonos corporativos. En ese caso es una forma de especular con que la corporación se vuelva insolvente. Imaginen que 20 personas están aseguradas contra el incendio de un mismo edificio, 19 de las cuales no son dueñas del edificio. Bueno, bienvenidos al mundo de los derivados. Además, se puede especular con el cambio en el precio de una cobertura de riesgo crediticio mediante lo que se conoce como opciones put y call.
El punto básico es que se han acumulado derivados sobre derivados sobre otros derivados. Para cuantificar: en 2005, si se sumaba todo el valor nominal en el mercado de todos los derivados del mundo, el resultado era tres veces mayor que el de los títulos primarios en los que supuestamente se basan. Para entender la extrema gravedad de la actual crisis financiera, hay que reconocer la inmensa magnitud de lo que Marx llamó “capital ficticio” que se ha generado en las últimas décadas. A principios de los años ochenta, si se sumaba el valor nominal en el mercado de todos los bonos y acciones corporativos y también de los bonos gubernamentales por todo el mundo, el resultado se aproximaba a la producción anual de bienes y servicios, lo que los economistas burgueses llaman el producto interno bruto global. En 2005, el Fondo Monetario Internacional calculó que si se hacía esa misma operación, el valor de sólo los títulos primarios era casi cuatro veces mayor que el producto interno bruto global. Y si se añaden los derivados, la cantidad de riesgo en el sistema financiero se ha multiplicado muchas veces.
Charles R. Morris, un periodista financiero de mentalidad crítica, describió cómo se tramó este Everest de “riqueza” espuria de papel:
“¿Cómo pudo llegar tan alto el apalancamiento? En la clase de instrumentos de los que hemos estado hablando, hay relativamente pocos ‘nombres’ o empresas subyacentes, cuyas acciones son ampliamente intercambiadas, unos cuantos cientos cuando mucho. Y un número relativamente pequeño de instituciones, especialmente los bancos globales, los bancos de inversión y los fondos crediticios sin regulación, realizan la mayor parte de este intercambio. De hecho, han construido una inestable torre de naipes de deudas vendiéndoselas y comprándoselas entre ellos, registrando ganancias en cada operación. Ésta es la definición de un esquema piramidal. En la medida en que el régimen de dinero gratuito previno la insolvencia, la torre podía tambalearse, pero seguía en pie. Pero pequeñas alteraciones en cualquier parte de la estructura pueden derribar toda la torre, y los movimientos sísmicos que ya se sienten prometen alteraciones muy grandes.” [énfasis en el original]
—The Trillion Dollar Meltdown: Easy Money, High Rollers, and the Great Credit Crash [El desplome del billón de dólares: dinero fácil, apostadores fuertes y el gran crac crediticio] (2008)
Conforme colapsa la torre de deudas, presiona implacablemente a la baja los precios de todos los activos financieros que no sean títulos gubernamentales del Primer Mundo. Y pronto puede sucederle también a éstos.
Impacto en Europa Occidental y Japón
La crisis financiera ha exacerbado enormemente las tensiones y conflictos de interés interimperialistas en lo que cada vez se conoce más como la des-Unión Europea. Los diversos esquemas de rescate nacionales han intensificado la competencia financiera al interior de la UE. El capital monetario especulativo de corto plazo entra a aquellos países —como Irlanda, inicialmente— en los que la política gubernamental hace parecer más seguros a los bancos y otras instituciones financieras. Y luego vuelve a salir cuando otros gobiernos ofrecen otros paquetes de rescate aparentemente más generosos.
También hemos visto una ruptura creciente entre los dos países centrales de la UE y la zona del euro: Alemania y Francia. El vanagloriado presidente francés, Nicolas Sarkozy, que por casualidad también ocupó la “presidencia” rotativa de la UE durante la segunda mitad de 2008, se presenta a sí mismo como el salvador del capitalismo mundial. Ha impulsado varios ambiciosos esquemas regulatorios financieros y de “estímulo” económico tanto en la UE como internacionalmente. No hace falta decir que las poses de Sarkozy no le han ganado amigos entre los gobernantes de los estados imperialistas fuera de Francia.
En particular, la clase dominante alemana, representada por el gobierno de coalición de demócratas cristianos y socialdemócratas, ha rechazado groseramente los diversos esquemas del francés. Nada de geld alemán, declaman, va a gastarse para costear el libertinaje y las flaquezas económicas de sus “socios” europeos. Más en general, quienes mandan en Berlín han insistido que le corresponde a otros países —léase Estados Unidos— arreglar sus propias economías de un modo que ayude también a Alemania. En palabras del ministro de economía alemán Michael Glos: “Sólo podemos confiar en que las medidas que adopten los otros países…ayuden a nuestra economía de exportaciones” (Financial Times, 1º de diciembre de 2008). ¡Siga soñando, Herr Minister!
Japón, que desempeña un papel muy importante en la economía mundial, no ha recibido suficiente atención de la prensa financiera estadounidense. Japón es la segunda economía más grande del mundo. Y, de manera más importante, el mayor acreedor del mundo. Aunque China lo ha superado recientemente como el mayor propietario de títulos del gobierno estadounidense, Japón es un acreedor mucho mayor de las corporaciones privadas de todo el mundo.
En 1989-90, estalló una burbuja de bienes raíces y valores bursátiles en Japón, lo que dio paso a una década de estancamiento, que más tarde llegó a ser conocida como “la década perdida”. Las autoridades monetarias forzaron la baja en las tasas de interés a prácticamente cero para estimular la inversión. Lo que pasó fue que esta medida funcionó, pero no en la forma que las autoridades del gobierno pretendían. El enorme exceso de capacidad industrial y de “préstamos bancarios morosos” desalentaron las inversiones adicionales en el mismo Japón. Así que los financieros japoneses y los inversionistas de todo el mundo pidieron préstamos baratos en Japón para luego invertir en otros países donde por algún motivo u otro la tasa de rendimiento era mayor. En la prensa financiera esto se conoció como el “carry trade de yenes”.
Ahora, esta práctica ha sido obligada duramente a invertir su marcha. Es decir, los inversionistas están vendiendo sus activos en todo el mundo, a precios cada vez más bajos, para pagar las deudas que contrajeron con los bancos y otras instituciones de Japón. Pero esto se ha convertido en un proceso contraproducente, pues, conforme este dinero entra a Japón, hace que el valor del yen aumente respecto a las divisas de casi todos los demás países en los que los deudores habían invertido. Así que eso aumenta el peso de su enorme deuda y de los futuros pagos. Imaginen que están vaciando una gran tina de agua, y que por cada cubeta que sacan, una cubeta y media entra por un conducto subterráneo. Bueno, ésa es la situación que enfrentan los inversionistas extranjeros y japoneses que por más de una década aprovecharon el “carry trade de yenes”.
Al mismo tiempo, el aumento en el precio del yen está haciendo que aumente el valor de los bienes japoneses en los mercados mundiales en un momento en el que la demanda global disminuye rápidamente. El núcleo del capitalismo industrial japonés está recibiendo un fuerte golpe. Por primera vez en siete décadas, Toyota espera tener pérdidas este año fiscal en sus negocios de autos y camiones. Sony ha anunciado que despedirá a cinco por ciento de la fuerza de trabajo de su división de electrónica y que cerrará hasta seis fábricas alrededor del mundo.
La crisis global sacude la economía “socialista de mercado” de China
Así que, ¿qué hay de China —que entendemos no es capitalista, sino un estado obrero burocráticamente deformado—? Durante la crisis financiera del Asia Oriental de 1997-98, China logró evitar el impacto de la crisis al expandir sustancialmente la inversión en construcción e infraestructura industriales. Y el régimen estalinista de Beijing está tratando de repetir esas medidas ahora. A principios de noviembre anunció un gran paquete de estímulo (equivalente a 585 mil millones de dólares) que se enfoca en expandir la infraestructura: vías férreas, carreteras, aeropuertos, puertos y cosas así. Posteriormente, sin embargo, ha resultado que la cantidad es mucho menor que la que se había indicado originalmente. Sólo una cuarta parte de los fondos vendrán del gobierno central; las otras tres cuartas partes deberán salir de organismos gubernamentales locales y bancos estatales. Pero los recursos financieros de estas instituciones son mucho más limitados. Stephen Green, un economista del Standard Chartered Bank de Shanghai, comentó al respecto: “Con la caída de las rentas públicas, es difícil imaginar cómo podrían los gobiernos, bancos y empresas locales compensar el resto de los Rmb 4 billones” (Financial Times, 15-16 de noviembre de 2008).
El camarada Markin y yo hemos estado discutiendo sobre el impacto que tendrá la crisis mundial en China. Y los dos coincidimos en que, esta vez, a diferencia de lo que ocurrió a finales de los noventa, la economía china no va a salir básicamente ilesa. Para empezar, éste no es un declive económico regional sino global. Y está centrado en Estados Unidos y Europa Occidental. Todo indica que va a ser muy grave y bastante prolongado. Una de sus consecuencias es que incrementa el proteccionismo antichino en Estados Unidos y Europa Occidental.
Vamos a ver, y ya estamos viendo, el lado malo y la inflexibilidad de lo que los estalinistas chinos llaman la economía “socialista de mercado”. En China hay decenas de miles de fábricas que emplean a decenas de millones de trabajadores y que pertenecen a empresarios nacionales, capitalistas chinos de ultramar de Hong Kong y Taiwán y corporaciones extranjeras que producen bienes específicamente destinados a los países capitalistas avanzados, bienes como juguetes, reproductores de CDs y sistemas de posicionamiento global para autos. Estas fábricas no pueden virar fácil y rápidamente su producción a, digamos, electrodomésticos para los obreros y campesinos chinos. Y eso sería así incluso si el Ejército de Liberación Popular volara helicópteros sobre los barrios obreros y las aldeas campesinas arrojando paquetes de dinero a los habitantes.
Además, el régimen de Beijing ha alentado su propia versión de la burbuja de precios de la vivienda y un auge en la construcción residencial. La numerosa y cada vez más pudiente pequeña burguesía urbana china —los yuppies chinos— pidieron préstamos para comprar, construir y expandir casas, no sólo para vivir en ellas, sino como inversión financiera. Esperaban que sus precios en el mercado continuaran subiendo en espiral. Bueno, pues la burbuja de la vivienda ya reventó. En un vecindario acomodado de Beijing, el precio de compra de departamentos nuevos cayó en un 40 por ciento entre febrero y octubre del año pasado. El Economist de Londres (25 de octubre de 2008) comentó: “El mercado de la vivienda produce desagradables sorpresas a las nuevas clases medias de China.” Desde luego, nosotros no estamos tan preocupados por las desventuras de los yuppies chinos. Sin embargo, nos preocupa mucho el efecto que el colapso de la burbuja de los precios de vivienda tenga en nuestra clase: el proletariado. Este colapso tuvo el efecto de deprimir la industria de la construcción residencial, mucha de cuya mano de obra consiste en obreros hombres emigrados del campo.
Lo que resulta de todo esto es que China, a diferencia de casi todos los países capitalistas, no va a entrar en una recesión; pero es probable que sí experimente un declive agudo en su tasa de crecimiento, que en el último par de décadas ha promediado cerca de un diez por ciento. Correspondientemente, habrá un gran aumento en el número de desempleados urbanos, tanto obreros que sean despedidos del sector privado como campesinos que lleguen a las ciudades en busca de empleos sin poder encontrarlos. Según las cifras oficiales, para el final de noviembre, 10 millones de trabajadores migratorios perdieron sus empleos en la China urbana. Y esta angustia económica va a producir un aumento en el descontento social. Ya ha habido protestas furiosas de los obreros fabriles despedidos en el delta del Río Perla, la principal región china de manufactura ligera para los mercados del Primer Mundo. Lo que no sabemos ni podemos saber es si el aumento del descontento obrero desestabilizará la situación política. Eso está más allá del alcance de nuestro conocimiento actual.
La resurrección del keynesianismo
¿Qué es más probable que ocurra? Todo indica que éste será un declive económico mundial excepcionalmente grave y prolongado, especialmente duro en Estados Unidos y Gran Bretaña. Al nivel ideológico y, en menor medida, al nivel de las políticas de gobierno, vamos a ver, y ya estamos viéndolo, un giro de derecha a izquierda en el espectro político burgués: políticas fiscales basadas en el aumento del gasto deficitario, nacionalización parcial de los bancos y otras instituciones financieras, intentos de expandir y apretar la regulación de las transacciones financieras y cosas así.
El camarada Robertson y otros han observado que el monetarismo como doctrina quedó completamente desacreditado y que el keynesianismo está otra vez de moda. He encontrado más referencias positivas a John Maynard Keynes en la prensa financiera de lengua inglesa en las últimas seis semanas que en los últimos diez años. La camarada Blythe señaló que hay un mito liberal muy enraizado en Estados Unidos de que fue el New Deal de Franklin Roosevelt, basado en las doctrinas de Keynes, lo que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión de los años treinta. No, lo que sacó a Estados Unidos de la Depresión fue la expansión de las “obras públicas” durante la Segunda Guerra Mundial, y por “obras públicas” quiero decir tanques, bombarderos, portaaviones y la bomba atómica.
Ya hemos escrito sobre el keynesianismo en el pasado, desgraciadamente, en un pasado demasiado distante en términos de la historia de nuestra tendencia. Les recomiendo en particular tres textos. A principios de los años sesenta, Shane Mage, uno de los fundadores de nuestra tendencia, escribió una tesis doctoral, “La ‘ley de la tendencia decreciente en la tasa de ganancia’: Su lugar en el sistema teórico marxista y relevancia para la economía estadounidense” (Universidad de Columbia, 1963). Por cierto, su asesor de tesis fue Alexander Ehrlich, el autor de The Soviet Industrialization Debate 1924-1928 [El debate sobre la industrialización soviética, 1924-1928]. La obra de Mage contiene una sección en la que explica la diferencia entre el entendimiento de Marx y el de Keynes sobre cuál es la causa básica de los declives económicos. En el declive económico mundial de 1974-75, yo escribí un artículo llamado “Marx vs. Keynes” (WV No. 64, 14 de marzo de 1975, reimpreso en WV No. 932, 13 de marzo de 2009), que era en parte teórico y en parte empírico. Y en 1997-98, WV publicó una serie bajo el encabezado general “Wall Street y la guerra contra la clase obrera”. La tercera parte, “El New Deal de los años treinta y el reformismo sindical” (WV No. 679, 28 de noviembre de 1997), contiene un análisis de Keynes a nivel teórico y un análisis empírico de Estados Unidos durante los años treinta, las medidas reales del New Deal y los acontecimientos económicos de la Segunda Guerra Mundial.
Quiero concluir con un par de puntos en los que la situación actual difiere de la de los años treinta. Como ya he indicado, la situación actual es muy diferente en tanto que la enorme cantidad de deudas contractuales nominales y legales que no pueden pagarse supera por mucho, por grandes múltiplos, los recursos financieros de los gobiernos capitalistas. En Gran Bretaña y en Italia ya están teniendo dificultades para financiar los crecientes déficits presupuestales que resultaron de los diversos esquemas de rescate. El Financial Times (1º de diciembre de 2008) cita a Roger Brown, un analista financiero del banco suizo UBS, que señaló:
“Los gobiernos ya están teniendo problemas, lo que no presagia nada bueno viniendo poco después de la recapitalización [de los bancos] y del anuncio de que se necesitan más fondos adicionales.
“Debemos preguntarnos si habrá suficientes inversionistas para comprar los bonos, o al menos si esto no impulsará los rendimientos muy arriba para atraerlos.”
Así que todos estos esquemas de rescate pueden compensar cuando mucho una pequeña fracción de las pérdidas.
Lo segundo es que Estados Unidos está entrando en este profundo declive con una enorme deuda preexistente, que en gran parte pertenece a gobiernos e inversionistas del este asiático. Y esto pone un límite superior bastante estrecho a los gastos deficitarios adicionales. En su primer pronunciamiento después de las elecciones, Barack Obama trató de disminuir, no de alentar, las expectativas de que Estados Unidos volverá pronto a la “prosperidad”: “Lo he dicho antes y lo repito ahora: no va a ser rápido ni va a ser fácil para nosotros salir del agujero en el que estamos.” Así habló el nuevo jefe del ejecutivo del país capitalista más poderoso del mundo.
Así que ¿cuál es la solución? Es, como sabemos, una simple y radical. La clase obrera debe adueñarse de los recursos productivos de la sociedad —las fábricas, los sistemas de transporte, los sistemas de generación de energía eléctrica— de los capitalistas y, mediante el establecimiento de una economía planificada, usar estos recursos en el interés de la clase obrera y de la sociedad en su conjunto. Pero, para hacer eso, hace falta un partido político que represente los intereses de la clase obrera contra los de la clase capitalista. En Estados Unidos, un partido como ése también defendería los derechos e intereses de las minorías oprimidas negra y latina, lucharía por los derechos de los inmigrantes y todos los demás sectores oprimidos de la sociedad. Para construir un partido así, los obreros deben romper, en particular, con el Partido Demócrata, es decir, el más liberal, o el que suena más liberal, de los partidos del capitalismo esta- dounidense. También es necesario deshacerse de la burocracia sindical procapitalista existente y remplazarla con una dirigencia que luche por los intereses de los obreros y, otra vez, de todos los oprimidos. Y sólo cuando eso haya ocurrido será posible llevar a cabo un principio básico, a saber, que quienes trabajan deben gobernar.■