Espartaco No. 27

Primavera de 2007

 

Las "reformas de mercado" en China: Un análisis trotskista

¡Defender al estado obrero deformado chino! ¡Por la revolución política proletaria!

El siguiente artículo ha sido traducido de Workers Vanguard Nos. 874 y 875 (4 de agosto y 1º de septiembre de 2006), periódico de nuestros camaradas de la Spartacist League/U.S.

Hace dos años, dos intelectuales estadounidenses de izquierda, Martin Hart-Landsberg y Paul Burkett, produjeron una severa y amplia condena a la economía china de la era de “reformas” desde una perspectiva supuestamente marxista. Su artículo, “China y el socialismo: Reformas de mercado y lucha de clases”, fue publicado originalmente en Monthly Review (julio-agosto de 2004) y subsecuentemente publicado como libro. En particular, los autores se dirigen a los intelectuales “progresistas” que consideran a China un modelo exitoso de desarrollo económico alternativo a las “reformas estructurales” del neoliberalismo, dictadas por el imperialismo estadounidense y el Fondo Monetario Internacional, que han devastado a muchos países subdesarrollados. Hart-Landsberg y Burkett escriben: “No sólo discrepamos con los progresistas que ven en China un modelo de desarrollo (sea socialista o no); pensamos que el proceso por el cual llegaron a esta posición subraya un problema aún más serio: el rechazo general del marxismo por la comunidad progresista.”

Entre los “progresistas” con quienes discrepan está Victor Lippit, quien, con sus copensadores en Critical Asian Studies (37:3 [2005]), respondió con algunos estudios críticos de “China y el socialismo”. A su vez, Hart-Landsberg y Burkett escribieron una larga réplica (Critical Asian Studies 37:4 [2005]).

Lippit, un político liberal que por mucho tiempo ha estudiado la economía china, es básicamente un partidario del programa de “reformas” orientadas al mercado, aunque con algunas críticas de izquierda. Por ejemplo, lamenta el deterioro en los sistemas de salud pública, especialmente en el campo, como “vergonzoso”. Para él, el régimen de Beijing debería gastar muchos más recursos en el cuidado de la salud, la educación y el mejoramiento de las condiciones de la población rural, incluso a costa de la reducción, por corto tiempo, del crecimiento económico como se mide convencionalmente. No obstante, Lippit es definitivamente un optimista sobre China; cita un estudio de Goldman Sachs, un banco inversionista de Wall Street, que proyecta que el producto interno bruto de China habrá sobrepasado al de Estados Unidos para 2041.

A pesar de sus diferencias, Hart-Landsberg y Burkett por un lado y Lippit por el otro comparten ciertas premisas básicas. Todos mantienen equivocadamente que las “reformas” orientadas al mercado han tenido como resultado la restauración del capitalismo en China y además que esto era inevitable. Para Lippit, la modernización de China requiere una continuación e incluso una integración cada vez mayor al sistema capitalista mundial. Él sostiene que “el capitalismo tendrá que haber concluido su papel histórico antes de que éste pueda ser suplantado”, agregando que “el capitalismo de estado benefactor del tipo de la Europa continental puede ser lo mejor que puede hacerse en el presente”. Para Hart-Landsberg y Burkett, un programa socialista en China o donde sea —el cuál identifican con la fórmula confusionista de una “economía centrada en los trabajadores y la comunidad”— debe tener poco o nada de comercio con los males corruptores del mercado capitalista mundial.

De manera más crucial, todos rechazan la posibilidad de revoluciones socialistas proletarias en los países capitalistas avanzados en cualquier periodo de tiempo históricamente significativo. Lippit lo hace explícitamente, Hart-Landsberg y Burkett implícitamente. Por tanto, la perspectiva trotskista de la modernización de China en el contexto de una economía socialista integrada y planificada a escala mundial está fuera de las fronteras conceptuales de estos protagonistas. Pero este marco, la antítesis del dogma nacionalista maoísta-estalinista de construir el “socialismo en un solo país”, es el único camino para la completa liberación de los trabajadores y las masas campesinas de China.

China hoy: Mitos y realidades

El gobernante Partido Comunista Chino (PCCh) bajo Deng Xiaoping introdujo su programa de reformas orientadas al mercado pocos años después de la muerte de Mao Zedong en 1976. Esto incluyó abrir a China a un enorme volumen de inversión directa de capital concentrado en la manufactura, que subsecuentemente atrajo, por parte de corporaciones occidentales y japonesas y de la burguesía China de ultramar. Los ideólogos burgueses convencionales han señalado el impresionante crecimiento económico de China, especialmente industrial, como prueba positiva de la superioridad de un sistema impulsado por el mercado sobre una economía centralmente planificada y colectivizada (despectivamente llamada “economía comandada” socialista). Por su parte, Lippit es representante de una capa de intelectuales de centro-izquierda que sostienen que China es un excelente ejemplo de una estrategia económica antineoliberal exitosa, basada en un nivel significativo de propiedad estatal y sobre todo en la dirección estatal de la economía.

Esta última perspectiva tiene el mérito de reconocer, a su manera, que los elementos centrales de la economía china, establecida después del derrocamiento del sistema capitalista con la Revolución de 1949, permanecen colectivizados. Las empresas estatales son dominantes en el sector estratégico industrial, tal como el acero, metales no ferrosos, maquinaria pesada, telecomunicaciones, energía eléctrica y refinación y extracción de petróleo. La nacionalización de la tierra ha impedido el surgimiento de una clase de capitalistas agrarios a gran escala que dominen socialmente al campo. El volumen de superávit económico generado fuera del sector de propiedad extranjera es canalizado tanto a los bancos estatales como a la tesorería gubernamental. El control efectivo del sistema financiero ha permitido hasta ahora al régimen de Beijing proteger a China de los movimientos volátiles del capital monetario especulativo que periódicamente causan grandes estragos en los países capitalistas neocoloniales desde el este de Asia hasta América Latina.

Ahora es un lugar común a través de todo el espectro político y geográfico, desde los voceros del régimen del PCCh hasta los analistas de Wall Street, proclamar que China ha avanzado mucho en el camino para convertirse en una “superpotencia” económica mundial hacia la mitad del siglo XXI. Esta perspectiva ignora la vulnerabilidad económica de China en sus relaciones con el mercado capitalista mundial. Ignora la implacable hostilidad de la burguesía imperialista, sobre todo de la clase gobernante estadounidense, hacia la República Popular China, un estado obrero burocráticamente deformado resultado de la Revolución de 1949. Es más, ignora la inestabilidad interna de la sociedad china, la cual ha visto un significativo y creciente nivel de protestas sociales contra las consecuencias del mal gobierno burocrático del PCCh.

En los últimos años, la estrategia económica seguida por el régimen del PCCh ha sido diseñada para lograr un enorme superávit en la balanza comercial con Estados Unidos, lo cual ha llevado a China a ser el más grande poseedor de reservas de divisas extranjeras en el mundo. Esto ha generado crecientes presiones por un proteccionismo económico antichino en los círculos gobernantes estadounidenses. En cualquier caso, tan solo el tamaño del déficit comercial con China será insostenible. Un mayor declive económico en Estados Unidos y/o medidas proteccionistas antiimportación significarían un severo golpe a la economía industrial china. Operaciones de propiedad extranjera y de propiedad conjunta y compañías privadas chinas, así como algunas empresas estatales cuya producción está orientada al mercado de exportación, serían forzadas a llevar a cabo grandes recortes de producción y despidos tanto de obreros industriales como de empleados de oficina. Esto tendría un fuerte efecto depresivo en toda la economía china.

Recientemente, China ha empezado a abrir parcialmente sus bancos a la propiedad extranjera. Si los banqueros de Wall Street, Frankfurt y Tokio adquieren un grado significativo de control sobre el sector financiero chino, los efectos económicos serán probablemente terribles. Algunas empresas estatales grandes con amplias deudas podrían ser forzadas a disminuir la producción y recortar las nóminas. Incluso podría haber un peligro real de una inesperada y masiva retirada de capital monetario, tal como la que provocó la crisis financiera y económica en el este asiático a finales de la década de 1990.

Según la opinión pública burguesa convencional, el capitalismo ya ha sido restaurado en China o está siendo rápida e irreversiblemente restaurado. Sin embargo, como fue el caso de la antigua Unión Soviética, la arena decisiva en la cual una contrarrevolución capitalista tendría que triunfar es al nivel político, en la conquista del poder estatal, no simplemente mediante una extensión cuantitativa del sector privado, ya sea doméstico o extranjero. A su propia manera, la burguesía imperialista, en especial la clase dominante estadounidense, entiende muy bien lo anterior. De ahí el abierto respaldo de los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra hacia los partidos y fuerzas agresivamente anticomunistas en el enclave capitalista de Hong Kong, una antigua colonia británica que es la única parte de la República Popular China (excepto Macao) donde el PCCh no ejerce el monopolio del poder y organización políticos. Por ende, también los gobernantes de Estados Unidos insisten en la necesidad de una “liberación política” en China.

Aspirando a repetir la destrucción contrarrevolucionaria de la Unión Soviética en 1991-92, los imperialistas quieren promover una oposición política anticomunista en China, basada principalmente en la nueva clase de empresarios capitalistas y los elementos entre los funcionarios del PCCh y el estrato de gerentes-profesionistas-tecnócratas atados estrechamente al capital nacional y extranjero.

Al mismo tiempo, el imperialismo estadounidense ha estado incrementando la presión militar sobre China, construyendo bases en Asia Central, intentando rodear a China con instalaciones militares y estableciendo un pacto con Japón el año pasado para defender el bastión capitalista de Taiwán, cuya burguesía sostiene considerables inversiones en la China continental. El Pentágono está tratando de llevar a cabo una estrategia abiertamente anunciada por la pandilla de Bush en Washington para neutralizar el pequeño arsenal nuclear de China en caso de un primer ataque nuclear estadounidense. Como trotskistas, estamos por la defensa militar incondicional de China y los estados obreros burocráticamente deformados restantes —Corea del Norte, Vietnam y Cuba— ante un ataque imperialista y la contrarrevolución capitalista. En particular, apoyamos las pruebas y posesión de armas nucleares de China y Corea del Norte, como una medida disuasiva necesaria contra un chantaje nuclear imperialista.

A pesar y en parte debido a su rápido crecimiento económico y especialmente industrial, China ha llegado a ser una caldera hirviente de descontento popular. Un enorme y estratégicamente poderoso proletariado industrial enfrenta a una sociedad de absoluta y creciente inequidad y desigualdad. Como parte de sus reformas orientadas al mercado, el régimen estalinista de Beijing ha dejado sin recursos financieros al servicio de salud pública y la educación primaria, cuando, más que nunca antes, tales recursos están disponibles para solventar las necesidades básicas del pueblo trabajador chino. Han ocurrido extensas y continuas protestas obreras contra despidos en empresas estatales, por salarios, pensiones y otras prestaciones no pagadas, y abusos similares. Furiosas protestas de campesinos son muy comunes en el campo, y frecuentemente incluyen enfrentamientos violentos con la policía, contra la toma de tierras por parte de funcionarios locales del PCCh dedicados a la especulación inmobiliaria.

La burocracia gobernante está claramente dividida entre los elementos que quieren que las “reformas” económicas continúen sin perder intensidad, y los que quieren más intervención estatal para frenar los estragos de la mercantilización y, por lo tanto, contener el descontento, y otros que procuran regresar a la economía burocráticamente planificada. En algún punto, probablemente cuando los elementos burgueses de dentro y alrededor de la burocracia se movilicen para eliminar el poder político del PCCh, las múltiples tensiones sociales explosivas de la sociedad china harán estallar en pedazos la estructura política de la casta burocrática gobernante. Y cuando eso pase, el destino del país más poblado de la Tierra será planteado agudamente: ya sea por una revolución política proletaria que abra el camino al socialismo o el regreso a la esclavitud capitalista y la subyugación imperialista.

Nosotros estamos por una revolución política proletaria que barra con la opresiva y parasitaria burocracia estalinista y la remplace con un gobierno basado en consejos de obreros y campesinos democráticamente electos. Tal gobierno, bajo la dirección de un partido leninista-trotskista, restablecería una economía centralmente planificada y administrada —incluyendo el monopolio estatal del comercio exterior— no por el arbitrario “comandismo” de una casta burocrática excluyente (que ha producido desastres tales como el del “Gran Salto Adelante” de Mao a finales de los años 50), sino por la más amplia democracia proletaria. Este gobierno expropiaría a la recién surgida clase de empresarios capitalistas chinos y renegociaría los términos de la inversión extranjera según los intereses de la población obrera china, insistiendo, por ejemplo, en mantener las condiciones de los trabajadores por lo menos al mismo nivel que en el sector estatal. Un gobierno obrero revolucionario en China promovería la colectivización voluntaria de la agricultura sobre la base del cultivo mecanizado y científico a gran escala, reconociendo que esto requiere ayuda material sustancial de revoluciones obreras exitosas en los países económicamente más avanzados.

Una revolución política proletaria en China alzando la bandera del internacionalismo socialista sacudiría en verdad al mundo. Haría añicos el clima ideológico de la “muerte del comunismo” propagado por las clases gobernantes imperialistas desde la destrucción de la Unión Soviética. Radicalizaría al proletariado de Japón, la fuerza industrial y el amo imperialista del este asiático. Provocaría una lucha por la reunificación revolucionaria de Corea —mediante una revolución política en la asediada Corea del Norte y una revolución socialista en la Corea del Sur capitalista— y reverberaría entre las masas del sur de Asia, Indonesia y las Filipinas, subyugadas por la austeridad imperialista. Sólo mediante el derrocamiento del dominio de la clase capitalista internacionalmente, particularmente en los centros imperialistas de América del Norte, Europa Occidental y Japón, puede conseguirse la completa modernización de China como parte de un Asia socialista. Es con el fin de proporcionar la dirección necesaria del proletariado en estas luchas que la Liga Comunista Internacional lucha por reforjar la IV Internacional de Trotsky, el partido mundial de la revolución socialista.

El desarrollo económico y la perspectiva mundial comunista

La diferencia entre Hart-Landsberg y Burkett por un lado y Lippit por el otro no es fundamentalmente sobre una evaluación empírica de las condiciones socioeconómicas cambiantes en China durante el pasado cuarto de siglo de la era de “reformas”. Por supuesto que tienen diferencias importantes al respecto —por ejemplo, sobre en qué medida cuantitativa se ha superado la pobreza—. Pero lo que básicamente separa a Hart-Landsberg y Burkett de Lippit es lo que podría nombrarse una jerarquía de valores diferente. Los primeros elevan los antiguos valores de igualdad y comunalidad por encima de la expansión de las fuerzas productivas, ignorando que esto último es una condición necesaria para la liberación de la mayoría de la humanidad de la escasez y el trabajo penoso. Así, argumentan en su réplica: “El éxito de China según los criterios de desarrollo estándares (crecimiento económico, afluencias de inversión extranjera directa y exportaciones), lejos de crear las condiciones para el éxito real o potencial en lo referente al bienestar humano, pudo haber minado, en cambio, las condiciones del desarrollo humano para la mayoría de la población trabajadora china.”

No menos que Lippit, o incluso que los partidarios del neoliberalismo, Hart-Landsberg y Burkett creen que el capitalismo en su presente forma “globalizada” se ve forzado a maximizar el crecimiento económico medido a través del incremento de los bienes y servicios. Esto es directamente contrario al entendimiento marxista de que el modo de producción capitalista y el sistema estado-nación, los cuales están enraizados en el impulso por la acumulación privada de ganancias, detienen el desarrollo progresista de las fuerzas productivas a escala mundial. Un ejemplo es el profundo y creciente empobrecimiento de las masas del África semicolonial, América Latina y partes de Asia.

Escribiendo a principios de los años 30 en el contexto de la depresión económica mundial y el resurgimiento de las rivalidades interimperialistas que pronto llevaron a la Segunda Guerra Mundial, León Trotsky explicó:

“El capitalismo se ha sobrevivido a sí mismo como sistema mundial. Ha dejado de cumplir su misión esencial, el incremento del poder y el bienestar humano. La humanidad no puede permanecer en el nivel que ha alcanzado. Sólo un poderoso incremento en las fuerzas productivas y una organización de la producción y la distribución racional y planificada, esto es, socialista, puede asegurar a la humanidad —a toda la humanidad— un nivel de vida decente y al mismo tiempo darle el precioso sentimiento de libertad con respecto a su propia economía. Libertad en dos sentidos —primero que nada, el hombre no estará más obligado a dedicar la mayor parte de su vida al trabajo físico. Segundo, ya no será más dependiente de las leyes del mercado…

“La tecnología liberó al hombre de la tiranía de los viejos elementos —tierra, agua, fuego y aire— sólo para sujetarlo a su propia tiranía. El hombre dejó de ser un esclavo de la naturaleza para convertirse en un esclavo de la máquina, y todavía peor, un esclavo de la oferta y la demanda. La actual crisis mundial testifica de manera especialmente trágica cómo el hombre, que se sumerge al fondo del océano, que se eleva a la estratosfera, que conversa a través de ondas invisibles con las antípodas, cómo este orgulloso y osado gobernante de la naturaleza permanece siendo esclavo de las fuerzas ciegas de su propia economía. La tarea histórica de nuestra época consiste en remplazar el incontrolable papel del mercado por la planeación razonable, disciplinando las fuerzas de la producción, obligándolas a trabajar juntas en armonía y obedientemente para servir a las necesidades de la humanidad. Sólo sobre esta nueva base social el hombre será capaz de estirar sus cansados miembros y —todo hombre y toda mujer, no sólo unos pocos seleccionados— convertirse en un ciudadano completo en el reino del pensamiento.”

—“En defensa de la Revolución Rusa” (1932), reimpreso en Leon Trotsky Speaks [Discursos de León Trotsky] (1972)

Esta genuina visión marxista del futuro es completamente ajena al pensamiento de Hart-Landsberg y Burkett.

Panaceas anarco-populistas...

Lo que Hart-Landsberg y Burkett contraponen al neoliberalismo es la noción de una “economía centrada en los trabajadores y la comunidad”. Tanto el término como el concepto son totalmente ajenos al marxismo. “Comunidad” es un término convencional burgués que sirve para oscurecer las divisiones de clase y los conflictos de intereses en la sociedad. Aplicada en particular a China, la noción de una “economía centrada en los trabajadores y la comunidad” oscurece la diferencia de clases entre los trabajadores y los campesinos. El último es un estrato pequeñoburgués cuyos ingresos se derivan de la propiedad y venta de bienes. Los campesinos tienen un interés material en que los productos comestibles y otros productos agrícolas que ellos venden tengan precios altos en comparación con los precios de los bienes manufacturados que deben comprar tanto para la producción (por ejemplo, fertilizantes químicos, equipo de cultivo) como para el consumo personal. Además, el interés de los campesinos por los precios altos en los productos comestibles no es eliminado mediante la transformación de las parcelas familiares en colectivos agrícolas. El ingreso para los miembros de los colectivos sigue dependiendo en gran medida de los precios que reciben al vender su producción, ya sea a una agencia gubernamental de aprovisionamiento o en el mercado privado.

A pesar de declararse marxistas, la perspectiva de Hart-Landsberg y Burkett equivale a una forma de anarco-populismo. Su noción de una “economía centrada en los trabajadores y la comunidad” tiene una afinidad con el clásico programa de una federación de comunas políticamente autónomas y en gran medida económicamente autosuficientes asociado con el aventurero anarquista Mijaíl Bakunin en el siglo XIX. Esto puede observarse en la naturaleza de su crítica a la economía china durante la era de Mao, al sostener que la sobrecentralización de la economía fue ineficiente y, de manera más importante, al identificar implícitamente una economía centralmente planificada con control político autoritario:

“La planificación económica se había vuelto sobrecentralizada y, conforme la economía se volvía más compleja, incapaz de responder efectiva y eficientemente a las necesidades de la gente...

“Había una necesidad crítica de construir sobre la solidez de los logros obtenidos por China en el pasado y de conferir poder a los obreros y campesinos para crear nuevas estructuras de toma de decisión y planificación. Entre otras cosas, esto implicaba una reestructuración y descentralización de la economía y de la toma de decisiones por parte del estado para aumentar el control directo de los productores asociados sobre las condiciones y productos de su trabajo.”

Hart-Landsberg y Burkett condenan las crecientes desigualdades generadas por el programa de “reformas” orientadas al mercado. No obstante, lograr un nivel uniforme de salarios y prestaciones en todas las diferentes empresas, industrias y regiones necesariamente requiere una economía centralmente administrada. Solamente un sistema así es capaz de redistribuir los recursos económicos de las empresas, industrias y regiones más productivas hacia las menos productivas.

En las aproximadamente 150 páginas de “China y el socialismo” y la réplica a Lippit y otros, Hart-Landsberg y Burkett no explican cómo una “economía centrada en los trabajadores y la comunidad” funcionaría en los hechos. La mayor parte del tiempo usan esa formulación como un mantra para espantar a los males del neoliberalismo. En algún momento dan como un ejemplo hipotético “la creación de un sistema nacional de salud”, explicando que:

“esto requeriría desarrollar una industria de la construcción para edificar clínicas y hospitales, una industria farmacéutica para tratar enfermedades, una industria de máquinas-herramientas para hacer equipo, una industria de programas de computación para llevar un registro y un sistema educativo para entrenar doctores y enfermeras, etc., todo determinado por el desarrollo de las necesidades y capacidades de la población a los niveles local, nacional y regional.”

En ningún lugar mencionan las instituciones políticas y mecanismos económicos estructurales necesarios para lograr esta loable tarea. ¿Cómo se determinaría la fracción del total de recursos económicos disponibles a gastar en el sistema de salud, y no en otras necesidades tales como la inversión en la expansión industrial y la infraestructura, defensa militar, educación, pensiones, etc.? La coordinación de actividades económicas diferentes (por ejemplo construcción, equipo médico, programas de computación) para desarrollar el sistema de salud requeriría una planificación y administración centralizada. Tal sistema es totalmente compatible con la participación democrática activa de los trabajadores en el lugar de producción, por ejemplo, aconsejando sobre el mejor uso de la tecnología, estableciendo y reforzando estándares seguros, manteniendo una disciplina laboral y cosas por el estilo. La división del total de los recursos económicos entre necesidades contendientes debería ser debatida y decidida en el nivel más alto de un gobierno basado en la democracia proletaria, es decir, un gobierno de consejos obreros y campesinos. La democracia proletaria es esencial para el funcionamiento racional de una economía planificada.

…e ideología maoísta-estalinista

Lippit señala que la economía china en la era de Mao estaba modelada institucionalmente en la de la Unión Soviética bajo Stalin y que “no existía siquiera una pista de control obrero en ninguno de los dos países”. Hart-Landsberg y Burkett no disputan lo anterior. Lo que encuentran atractivo en la China anterior a las “reformas” son ciertos elementos de la ideología maoísta tardía, notablemente el igualitarismo retórico asociado con la Revolución Cultural de 1966-76.

La grotescamente mal llamada “Gran Revolución Cultural Proletaria” fue lanzada por Mao para purgar el ala de la burocracia, dirigida por Liu Shaoqi y Deng Xiaoping, que había dirigido a China durante su recuperación tras los devastadores resultados del “Gran Salto Adelante” de finales de los años 50. Esto último fue una aventura demente de autarquía económica, ejemplificada por los hornos de acero en los patios traseros, lo cual terminó en un colapso total y hambruna generalizada. Durante el destructivo frenesí de la Revolución Cultural, millones de estudiantes fueron movilizados como guardias rojos, supuestamente para luchar contra el burocratismo y los llamados “seguidores del camino capitalista”. En enero de 1967, cuando los obreros de Shanghai organizaron una huelga general para defender su nivel de vida junto con una huelga nacional de ferrocarriles, Mao mandó a los guardias rojos para aplastar las huelgas.

Durante la Revolución Cultural, el interés personal en lo material fue denunciado como una actitud “burguesa”. “Construir el socialismo” fue definido como cambiar la sicología social de las masas de manera que se identificaran con el bienestar colectivo (“servir al pueblo”). Un credo bien publicitado de un partisano maoísta en ese tiempo era: “Debo recordar las enseñanzas de Mao para elevar mis estándares políticos y bajar mis estándares de vida.”

Hart-Landsberg y Burkett no suscriben este tipo de ascetismo “socialista”. Pero sí divorcian la conciencia socialista de la superación de la escasez económica y el logro de la abundancia material en una sociedad comunista futura, con el efecto de contraponer el progreso tecnológico al desarrollo igualitario de la humanidad. En su réplica a Lippit y otros afirman:

“El desarrollo humano en la visión marxista no se funda simplemente en un mar de fuerzas productivas y bienes de consumo producidos por el capital, sino que ocurre en gran medida a través de la lucha de clases, entendida (mientras el capitalismo domine, al igual que después del establecimiento de la dictadura del proletariado) como una larga lucha por la desalienación de todas las condiciones de la producción.”

Significativamente, identifican aquí el incremento de las fuerzas productivas y la elevación de los niveles de consumo con el desarrollo capitalista. A diferencia de Hart-Landsberg y Burkett, los marxistas no contraponemos la lucha de clases al incremento de las fuerzas productivas de la sociedad. Justo lo contrario. La meta fundamental de la lucha de la clase obrera es derrocar el modo de producción capitalista y el sistema burgués de estado-nación que limitan las fuerzas productivas, y remplazarlos con una economía socialista internacionalmente integrada y planificada. Y la meta de esto último es crear una civilización comunista global en la cual todos los miembros de la sociedad tengan acceso a recursos materiales y culturales suficientes para realizar plenamente sus capacidades.

No es coincidencia que “China y el socialismo” fue primero publicado en el Monthly Review. Éste ha sido el principal periódico de los intelectuales izquierdistas estadounidenses de opiniones o simpatías maoístas desde los años 60, cuando su figura dirigente era Paul Sweezy. Sweezy declaró que “la experiencia de la Revolución China…ha mostrado que un bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas no es un obstáculo insuperable para la transformación socialista de las relaciones sociales” (Monthly Review, noviembre de 1974).

El marco completo para el debate actual entre Lippit y Hart-Landsberg/Burkett es fundamentalmente falso: que la opción es la integración en el mercado capitalista mundial o una forma u otra de autosuficiencia económica nacional seudoequitativa. Para Mao, la doctrina de la “dependencia en sí mismo” para “construir el socialismo” era una típica expresión estalinista de hacer de la necesidad una virtud. El socialismo, la etapa inferior del comunismo, presupone una sociedad igualitaria sin clases basada en la abundancia material. La noción de que el socialismo puede ser alcanzado en un país es profundamente antimarxista. El socialismo exige una economía internacionalmente planificada con el fin de dirigir los recursos productivos a una escala global. En realidad, el “socialismo en un solo país” en China, como en la URSS de Stalin y sus herederos, significaba oposición a la perspectiva de la revolución obrera internacional y una acomodación general al imperialismo mundial.

Cuando China entró a la Guerra de Corea a finales de 1950, los imperialistas estadounidenses y sus aliados como Japón impusieron un embargo comercial en su contra, prohibiendo la exportación de una amplia gama de productos industriales, especialmente equipo capitalista tecnológicamente sofisticado. Este embargo fue mantenido durante las siguientes dos décadas. Durante los años 50, la ayuda soviética y su comercio con China contribuyeron a su rápido desarrollo económico —al nivel de las tasas de crecimiento existentes—, particularmente la construcción de plantas industriales modernas a gran escala. Sin embargo, con la profundización de la grieta entre las dos burocracias nacionalistas en Beijing y Moscú, los dirigentes del Kremlin rompieron sus relaciones económicas con China a principios de los años 60. Fue entonces cuando Mao y sus ideólogos comenzaron a predicar la virtud de la “dependencia en sí mismo”, es decir, la autarquía económica nacional como un principio básico para “construir el socialismo”.

Sin embargo, unos pocos años después el clima político internacional cambió radicalmente en el momento en que China entró en una alianza estratégica con el imperialismo estadounidense contra el estado obrero degenerado soviético, simbolizada en 1972 con el abrazo de Mao al comandante en jefe de Estados Unidos, Richard Nixon, mientras los aviones de guerra estadounidenses bombardeaban Vietnam del Norte. La alianza de Beijing con Washington fue sellada con sangre con la invasión china de Vietnam en 1979. A cambio, los imperialistas abrieron sus mercados y fuentes de abastecimiento a China. En el último medio lustro de la era de Mao, el valor del comercio chino, principalmente con los países capitalistas avanzados, aumentó a más del doble, aunque desde un nivel muy bajo. Sin embargo, la postura ideológica de “dependencia en sí mismo” se mantuvo.

Hart-Landsberg y Burkett denuncian la estrategia de crecimiento basado en las exportaciones que China ha perseguido en las últimas décadas. Por supuesto, insisten en que no se oponen al comercio exterior como tal sino sólo al comercio exterior gobernado por las leyes de la rentabilidad capitalista: “El problema que encaran los obreros no es la producción para exportación por sí misma, sino la ausencia de alternativas a la actividad de exportación dirigida a la ganancia —alternativas que sirvan a las necesidades del desarrollo humano—” (énfasis en el original). Pero China existe en un mundo dominado por las corporaciones capitalistas, los bancos y los estados, de modo que sus exportaciones están necesariamente sujetas a las leyes del mercado mundial capitalista.

Como revolucionarios marxistas, no nos oponemos a las vastas relaciones económicas, por sí mismas, de China con el mundo capitalista a través del comercio y empresas conjuntas con las corporaciones occidentales y japonesas. Un gobierno basado en consejos obreros y campesinos en China, dirigido por un partido leninista-trotskista, trataría de utilizar el mercado mundial para acelerar el desarrollo económico. Pero al hacerlo restablecería el monopolio estatal del comercio exterior, mientras que renegociaría los términos de la inversión extranjera. Más fundamentalmente, un gobierno revolucionario socialista en China promovería activamente las revoluciones proletarias internacionalmente.

El verdadero crimen de la burocracia estalinista china —antigua y actual— es que ha ayudado a perpetuar y, de hecho, fortalecer el sistema capitalista-imperialista a escala global. En particular, China, tanto bajo Mao como bajo Deng, fue un componente estratégicamente importante en la alianza dirigida por EE.UU. contra la Unión Soviética durante las últimas dos décadas de la Guerra Fría. Así, los estalinistas chinos tienen responsabilidad directa y no poca por la destrucción contrarrevolucionaria de la URSS, una derrota histórico-mundial para el proletariado internacional.

En el periodo postsoviético, el régimen del PCCh ha continuado acomodándose a los intereses y aspiraciones del imperialismo estadounidense. Así, el gobierno de Hu Jintao ha endosado la “guerra contra el terrorismo” global de Bush, la justificación política para la invasión y ocupación estadounidense de Irak y Afganistán y las actuales amenazas militares contra Irán, el segundo abastecedor de petróleo a China. Beijing ha colaborado con Washington y Tokio al fungir como agente en las “negociaciones” dirigidas a detener el desarrollo de armas nucleares por parte de Corea del Norte. Cualquier debilitamiento de la defensa del estado obrero deformado norcoreano contra el militarismo imperialista redundará en contra de China. Mientras que se quejan amargamente por las relaciones comerciales de China con el mundo capitalista, Hart-Landsberg y Burkett no hacen mención de los verdaderos crímenes de la burocracia estalinista china —desde Mao, pasando por Deng y hasta Hu Jintao— contra el proletariado internacional. En total contraste con los pasados y presentes burócratas estalinistas de Beijing, entre las primeras acciones tomadas por Lenin, Trotsky y los demás dirigentes bolcheviques de la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia estuvo forjar la Internacional Comunista como el instrumento necesario para dirigir revoluciones proletarias en contra del rapaz sistema capitalista.

En “China y el socialismo”, Hart-Landsberg y Burkett tenían muy poco qué decir sobre China en la era de Mao, y lo poco que dijeron es confuso y contradictorio. Concluyen que “al momento de la muerte de Mao en 1976, el pueblo chino estaba lejos de alcanzar las promesas del socialismo”. Pero, dado que su tema principal es que el capitalismo ha sido “restaurado” en China, claramente consideran a la China de Mao socialista en cierto modo y cualitativamente diferente y mejor de lo que existe en China hoy. En su respuesta a Victor Lippit escriben sobre “el camino por el que China se aleja del socialismo”.

Por su parte, en la mesa redonda sobre “China y el socialismo” cuya transcripción apareció en Critical Asian Studies (37:3 [2005]), Lippit argumentó: “Ese sistema no puede llamarse ‘socialismo’; yo prefiero usar el término ‘estatismo’.” Más aún, sostiene que el socialismo no es posible en la época histórica actual, especialmente en países económicamente atrasados. Al igual que Hart-Landsberg y Burkett, tampoco él define qué entiende por socialismo. Por el contexto, es claro que se refiere a algo parecido al comunismo pleno: una sociedad en la que la productividad del trabajo haya alcanzado un nivel suficiente para superar la escasez económica.

Pese a su declarada adhesión a un marco teórico marxista, Hart-Landsberg y Burkett evidentemente no consideran que la noción de dictadura del proletariado sea relevante para entender la China posterior a 1949. Sin embargo, Karl Marx desarrolló esta noción para explicar una sociedad posrevolucionaria que aún estuviera caracterizada por la desigualdad y la escasez económica, el trabajo asalariado diferenciado y un aparato estatal coercitivo:

“De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base sino de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede. Congruentemente con esto, en ella el productor individual obtiene de la sociedad —después de hechas las obligadas deducciones— exactamente lo que le ha dado…

“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.”

Crítica del programa de Gotha (1875); énfasis en el original

Claramente, la República Popular China era y es, desde Mao Zedong hasta Hu Jintao, muy diferente de la noción normativa de dictadura del proletariado desarrollada por Marx en la segunda mitad del siglo XIX. China es un estado obrero nacionalmente aislado y gobernado burocráticamente en un país económicamente atrasado que enfrenta estados capitalistas-imperialistas hostiles y más poderosos.

Como es bien sabido, Karl Marx y Friedrich Engels pensaban que las revoluciones obreras ocurrirían primero en Europa Occidental para extenderse luego a Norteamérica. Así pues, preveían que la dictadura del proletariado sería una transición al socialismo relativamente breve y armoniosa. El curso real de la historia, a partir de la primera revolución socialista exitosa en la Rusia económicamente atrasada de 1917, resultó más complejo y contradictorio. Sin embargo, el partido bolchevique de V.I. Lenin y León Trotsky jamás pensó que el socialismo pudiera construirse en Rusia sola. De hecho, dirigieron toda su actividad, desde la fundación de la III Internacional en adelante, a la construcción de partidos obreros revolucionarios en todo el globo que dirigieran la lucha por el derrocamiento proletario del dominio capitalista internacionalmente.

Sin embargo, el fracaso de la revolución internacional, particularmente la derrota de la revolución alemana de 1923, y el creciente aislamiento de la joven república obrera soviética, combinados con la devastación de la Primera Guerra Mundial y la Guerra Civil, sentaron las bases materiales para el crecimiento del burocratismo nacionalista. Comenzando en 1923-24, la Unión Soviética sufrió una degeneración burocrático-nacionalista bajo el dominio cada vez más despótico de Stalin. Sin embargo, el poder global soviético siguió siendo un contrapeso parcial al imperialismo mundial, lo que hizo posible la Revolución China de 1949 y la consolidación del estado obrero burocráticamente deformado que de ella emergió. Durante la Guerra de Corea a principios de los años 50, los gobernantes estadounidenses no sólo amenazaron con usar armas atómicas contra la China Roja, sino que de hecho lo consideraron. Si no lo llevaron a cabo fue básicamente por miedo a que esto llevara a una guerra con la URSS nuclearmente armada.

La victoria de los “ejércitos rojos” de base campesina y dirigidos por los comunistas sobre el nacionalista-burgués Guomindang en 1949 destruyó el aparato militar del estado capitalista semicolonial chino. Chiang Kai-shek y sus esbirros huyeron con lo que quedaba de sus fuerzas armadas a la isla de Taiwán bajo la protección del imperialismo estadounidense. El nuevo régimen del PCCh estableció inmediatamente el monopolio del poder y la organización políticos. Así, la burguesía china fue expropiada políticamente, y unos cuantos años después la economía fue nacionalizada. Al mismo tiempo, cualquier movimiento de la clase obrera rumbo a una actividad política independiente fue despiadadamente reprimido. Mao y sus colegas procedieron a construir un estado que en sus estructuras políticas y económicas básicas seguía el modelo de la Unión Soviética bajo Stalin.

La China de Mao: Ideología y realidad

Durante los años 60, el maoísmo, con sus llamados al igualitarismo, sus movilizaciones de masas y sus incentivos morales y no económicos, resultó atractivo para muchos intelectuales izquierdistas alrededor del mundo. Hart-Landsberg y Burkett reflejan esa actitud, aunque son mucho más críticos con la China de Mao de lo que fue la generación anterior de intelectuales maoístas occidentales, como Paul Sweezy. De todas formas, dicen que la China de la época de Mao “alcanzó el pleno empleo, la seguridad social básica y una igualdad generalizada para el pueblo trabajador chino”.

Ciertamente, la distribución del ingreso en China era mucho más igualitaria que en los países capitalistas neocoloniales de Asia como la India o Indonesia. Pero no era más igualitaria que la de la Unión Soviética en ese periodo y, en ciertos aspectos, incluso lo era menos. A mediados de los años 50, China instituyó una estructura de salarios en las empresas estatales basada en la de la Unión Soviética, la cual se mantuvo a lo largo de toda la época de Mao. La proporción entre el ingreso del rango administrativo más alto y el del rango obrero más bajo era de quince a uno. Además, igual que en la URSS, los funcionarios de alto nivel del partido y del gobierno, los gerentes de empresas y similares en China podían suplementar su ingreso oficial con diversas formas de parasitismo y corrupción, y lo hacían.

La creciente brecha socioeconómica entre la China rural y la urbana no comenzó con las “reformas” enfocadas al mercado de Deng Xiaoping. En los últimos años de la era de Mao, esta brecha ya era pronunciada. Entre 1952 y 1975, el promedio de consumo per cápita de la población no agraria aumentó en un 83 por ciento, comparado con 41 por ciento para los trabajadores rurales (Carl Riskin, China’s Political Economy: The Quest for Development since 1949 [Economía política de China: La búsqueda del desarrollo desde 1949], 1987). En 1980 (al inicio de la era de “reformas”), los citadinos consumían 60 por ciento más grano alimenticio per cápita y comían casi dos y media veces más carne que los miembros de las comunas rurales. Las diferencias en la posesión de bienes de consumo manufacturados (como relojes de pulsera, máquinas de coser, radios) era aun mayor. En conjunto, el consumo promedio en la China urbana era de dos a tres veces mayor que el del campo.

En contraste, en la Unión Soviética de las décadas de 1960 y 1970 hubo una notable disminución en la brecha de los estándares de vida de las poblaciones urbana y rural. Una amplia fracción de las granjas colectivas se transformó voluntariamente en granjas estatales cuyos trabajadores recibían salarios y prestaciones uniformes que no dependían de la fluctuante producción agrícola ni de los precios de abastecimiento del gobierno. Para principios de los años 80, los ingresos de un granjero de la URSS de hecho aumentaban más rápidamente que los de los trabajadores de las fábricas y oficinas. Este grado mayor de igualitarismo fue posible sólo porque la Unión Soviética ya había alcanzado un nivel productivo muy superior al de China.

La estrategia económica de la burocracia del PCCh durante la era de Mao fue básicamente similar a la de la Rusia de Stalin en los años 30. Los niveles de consumo tanto de los obreros como de los campesinos se mantuvieron bajos para maximizar el excedente económico, para luego concentrarlo e invertirlo en la industria pesada. Entre 1952 y 1975, el crecimiento industrial promedió un once por ciento anual. Al principio de este periodo, la producción industrial constituía el 20 por ciento del producto material neto de China; al final, la cifra era del 45 por ciento. La construcción de un sector de industria pesada sustancial y relativamente moderno durante la era de Mao sentó las bases para las altas tasas de crecimiento económico y la mejora general de los niveles de vida bajo Deng y sus sucesores. Sin embargo, la naturaleza de esta inversión industrial, que requiere mucho capital, limitó la expansión de la clase obrera urbana y la correspondiente reducción en el peso social del campesinado. Entre 1952 y 1975, el componente no agrícola de la fuerza de trabajo aumentó sólo del 16 al 23 por ciento.

Para los últimos años de la era de Mao, la estrategia económica del régimen encontraba cada vez más obstáculos y contradicciones, generando descontento popular. Debido en buena medida a las ineficiencias del comandismo burocrático, la productividad del trabajo se estancó desde mediados de los años 50, aumentando menos de uno por ciento anual. Para compensar esto, una porción cada vez mayor del ingreso nacional se invirtió en la industria pesada, aumentando del 24 por ciento, a mediados de los años 50, a 33 por ciento a principios de los 70. Los enormes recursos económicos destinados a la expansión industrial fueron extraídos del campesinado mediante fuertes gravámenes y entregas obligatorias de grano y otros productos agrícolas a precios artificialmente bajos. Además, los sueldos reales de los trabajadores urbanos fueron básicamente congelados por dos décadas. El intelectual de izquierda estadounidense Maurice Meisner, que en general es muy favorable a la China de Mao, reconoció sin embargo:

“Conforme el consumo y los estándares populares de vida sufrían, la tasa de acumulación se alzaba para mantener el alto ritmo de desarrollo de la industria pesada. Sin verdaderas conquistas en la productividad, es poco probable que estos altos niveles de acumulación e inversión pudieran haberse sostenido mucho más tiempo sin empobrecer más a la población.”

The Deng Xiaoping Era: An Inquiry into the Fate of Chinese Socialism, 1978-1994 [La era de Deng Xiaoping: Una investigación sobre el destino del socialismo chino, 1978-1994] (1996)

En su condena de China durante la era de “reformas”, Hart-Landsberg y Burkett atribuyen una gran importancia a la eliminación del empleo garantizado de por vida en las empresas estatales como paso decisivo hacia la supuesta restauración del capitalismo. En su respuesta a Lippit, escriben: “Esa inseguridad material es, de hecho, la esencia de la separación social que hace el capitalismo entre los obreros y las condiciones de su producción.”

Ciertamente, los obreros chinos consideraban el empleo y las prestaciones garantizados de por vida (llamados el “tazón de arroz de hierro”) como una de las principales conquistas sociales de la Revolución de 1949. Sin embargo, un país tan pobre y económicamente atrasado como China obviamente no podría emplear a cientos de millones de campesinos en empresas industriales estatales, mucho menos de por vida y con un nivel de salarios y prestaciones de dos a tres veces superiores al ingreso de los miembros de las comunas campesinas.

Para mantener el orden social, el régimen del PCCh de la época de Mao impedía por la fuerza que los campesinos migraran a las ciudades en busca de empleos. Además, el régimen no le daba empleo en el sector estatal a todos los miembros de la creciente fuerza de trabajo urbana. Durante la Revolución Cultural, cerca de 17 millones de jóvenes urbanos recién graduados fueron separados por la fuerza de familia y amistades y enviados a comunas rurales. De haber tenido opción, ¿cuántos de estos jóvenes creen Hart-Landsberg y Burkett que hubieran optado por trabajar en una granja colectiva en lugar de aceptar casi cualquier trabajo en la ciudad en la que vivían, aun sin la garantía vitalicia y a sueldos inferiores a la norma? Para los últimos años de la era de Mao, las comunas rurales se habían convertido en una reserva masiva de desempleo y subempleo disfrazados.

Parte del propósito de la Revolución Cultural fue empobrecer las condiciones de vida de la clase obrera en nombre de un espurio “igualitarismo socialista”. Además, el empleo garantizado de por vida en una empresa dada no era económicamente racional e impedía cada vez más maximizar la productividad del trabajo mediante nuevas inversiones. Un gran sector de la planta industrial china fue construida durante el primero (y más exitoso) de los planes quinquenales a mediados de los años 50. Este plan incluyó la tecnología más avanzada entonces disponible para China a través de la Unión Soviética. Para los años 70, muchas empresas industriales se habían vuelto tecnológicamente obsoletas. Maximizar la productividad del trabajo para un nivel dado de inversión requería cerrar algunas empresas y remplazarlas con otras nuevas o reequiparlas con nuevas tecnologías que ahorraran trabajo. En cualquier caso, un gran número de los empleos específicos existentes sería eliminado.

Un gobierno genuinamente socialista reemplearía a los trabajadores redundantes en algún otro lado con salarios y prestaciones comparables, proporcionando a costa del estado el traslado y la nueva capacitación. Desde luego, no fue esto lo que hicieron Deng y sus sucesores. Los obreros despedidos de las empresas estatales fueron dejados a su suerte, y muchos sufrieron una verdadera pauperización. Pero, una vez más, el régimen de Mao efectivamente logró mantener congelados los salarios reales por dos décadas mediante el comandismo burocrático y la represión de estado policiaco.

Las reformas orientadas al mercado iniciadas por Deng fueron un intento de solucionar las ineficiencias del comandismo burocrático sin salir del marco del bonapartismo estalinista. Como escribimos en los años 80:

“Dentro del marco del estalinismo, hay pues una tendencia inherente a remplazar la planificación y la administración centrales con mecanismos de mercado. Dado que los gerentes y los obreros no pueden ser sometidos a la disciplina de la democracia soviética (consejos obreros), la burocracia tiende a ver cada vez más la sujeción de los actores económicos a la disciplina de la competencia de mercado como la única respuesta a la ineficiencia económica.”

—“Por la planificación central mediante la democracia soviética”, WV No. 454, 3 de junio de 1988; reimpreso en el folleto “Market Socialism” in Eastern Europe [El “socialismo de mercado” en Europa Oriental] (julio de 1988)

Contradicciones de la era de “reformas”

A la muerte de Mao, si bien China había construido un sector industrial pesado sustancial y relativamente moderno, seguía siendo un país predominantemente rural y campesino. Más de tres cuartas partes de la fuerza de trabajo estaban involucradas en granjas y más del 80 por ciento de la población vivía en el campo. Uno de los incentivos para las “reformas de mercado” fue que la producción agrícola no había podido seguirle el ritmo al crecimiento industrial; de hecho, el bajo nivel de productividad agrícola era una barrera fundamental a una industrialización rápida y vasta. Hoy, más del 50 por ciento de la fuerza de trabajo está empleada en el sector manufacturero, la construcción, el transporte y el sector de servicios, y 40 por ciento de la población es urbana. Desde un punto de vista marxista, éste es un suceso progresista de importancia histórica, como también lo es la expansión correspondiente cuantitativa y cualitativa de la capacidad industrial de China.

Al mismo tiempo, las medidas de los estalinistas de Beijing han perjudicado y empobrecido a sectores significativos de la clase obrera y los trabajadores del campo, ensanchado el golfo entre la China urbana y la rural, alentado una clase de empresarios capitalistas con vínculos familiares y financieros con funcionarios del PCCh, así como capitalistas chinos de ultramar, y generado un próspero estrato gerencial-profesional-tecnocrático que disfruta de un estilo de vida occidental.

Hart-Landsberg y Burkett, por un lado, y Lippit, por el otro, expresan los polos opuestos de esa contradicción. Aquéllos eligen evidencias para argumentar que todo ha empeorado para el pueblo trabajador chino. Señalan las profundas y crecientes desigualdades sociales, el crecimiento del desempleo urbano y el deterioro de la salud pública y la educación primaria. Lippit elige evidencias en el sentido opuesto. Señala que la gran mayoría de la población trabajadora —tanto urbana como rural— ha experimentado un ascenso en el nivel de vida, si bien en una tasa bastante desigual. Cita estudios que demuestran que cientos de millones de campesinos han salido de la pobreza en las últimas décadas.

Ni en “China y el socialismo” ni en su respuesta a Lippit, citan Hart-Landsberg y Burkett las estadísticas fácilmente accesibles que indican la medida básica de las cambiantes condiciones económicas de la clase obrera. Entre 1979 y 1998 hubo un aumento en el poder adquisitivo de los obreros manufactureros del cuatro por ciento anual en promedio. Sólo en 1988 y 1989 hubo un descenso debido a la explosivamente alta tasa de inflación de entonces. Entre 1999 y 2002 (según el Anuario estadístico laboral de China de 2003) los salarios crecieron en promedio casi doce por ciento cada año. En los últimos años, los grandes centros industriales como Shenzhen y Shanghai han empezado a experimentar escasez de mano de obra, especialmente de obreros calificados. En consecuencia, los patrones están ofreciendo salarios más altos y mejores prestaciones para atraer trabajadores. Hong Liang, economista de una firma de Wall Street, Goldman Sachs, comentó: “Estamos presenciando el final de la época de oro de mano de obra extremadamente barata en China” (New York Times, 3 de abril de 2006).

Sin embargo, pese a haber mantenido por más de dos décadas una tasa de crecimiento económico cercana al diez por ciento, no todos los sectores de la clase obrera china han experimentado una mejora en sus estándares de vida. Todo lo contrario. Comenzando a mediados de los años 90, las empresas industriales estatales pequeñas y medianas fueron privatizadas, típicamente vendidas a sus antiguos gerentes a precios de liquidación. Como resultado de estas privatizaciones, junto con las fusiones y los simples cierres, entre 20 y 30 millones de obreros, incluyendo un número desproporcionadamente alto de mujeres, fueron despedidos. Los más afortunados encontraron nuevos empleos, especialmente en el sector privado, pero en general con un salario menor y con pocas o ninguna de las extensas prestaciones que les daban las empresas estatales.

Una gran región fue especialmente devastada económicamente por los cierres: el “cinturón del óxido” del noreste, donde se concentraba una gran parte de las plantas industriales más viejas. Ahí, hasta el 40 por ciento de la clase obrera está desempleada. En general, se calcula que el desempleo está entre el seis y el trece por ciento de la población urbana económicamente activa. La Comisión de Desarrollo y Reforma Nacional, una agencia gubernamental que supervisa la política económica, calcula que si la economía crece un ocho por ciento este año, China generará once millones de empleos adicionales. Eso es menos de la mitad de la cifra oficial de 25 millones de desempleados urbanos, sin contar los nuevos ingresos a la fuerza de trabajo (Economist [Londres], 25 de marzo de 2006).

En general se reconoce que la era de “reformas” ha visto un ensanchamiento de las desigualdades, tanto al interior de las ciudades como entre las áreas urbanas y las rurales. Además de la nueva clase de capitalistas ricos, la China urbana tiene hoy una capa significativa de profesionistas pequeñoburgueses cuyos estándares de vida son muy similares a los de sus contrapartes en los países capitalistas avanzados. Mientras tanto, según el Informe de desarrollo humano de China de 2005, publicado por el Programa de Desarrollo de la ONU, la brecha entre el promedio de ingreso excedente de la China urbana y la China rural ha llegado a 3.2 a uno.

Estas estadísticas no deben oscurecer el hecho de que en aspectos importantes ha habido también una mejoría sustancial en las condiciones del campesinado. El consumo de electricidad en las áreas rurales aumentó casi ocho veces entre 1978 y 1997. La mayor parte de las familias campesinas posee aparatos domésticos. Lippit señala que para 1997 dos terceras partes de los hogares rurales tenían al menos un televisor blanco y negro, un medio básico de acceso a la vida cultural moderna.

Sin embargo, en otros aspectos importantes las condiciones del campesinado han empeorado. Las comunas rurales de la era de Mao brindaban atención médica rudimentaria, educación primaria y secundaria, pensiones de vejez y otros programas sociales. Entre 1980 y 1983, el régimen de Deng disolvió las comunas, remplazándolas con granjas familiares con contratos de arrendamiento a largo plazo: el “sistema de responsabilidad doméstica”. Se suponía que los programas sociales que antes brindaban las comunas serían retomados por el gobierno local. Dada la extrema descentralización del sistema de finanzas gubernamentales chino, los escasos recursos de los poblados y aldeas rurales resultaron totalmente inadecuados para ello. Las familias campesinas tuvieron que pagar de su bolsillo la atención médica y la escuela de sus hijos. Las consecuencias sociales fueron las previsibles:

“Pese a un notable progreso en la apertura del acceso a la educación, sigue habiendo serios desequilibrios. Las áreas rurales han quedado muy atrás de las ciudades y la población analfabeta de China se concentra en las áreas rurales. Sigue habiendo grandes diferencias en la calidad de las escuelas y la brecha entre las oportunidades educativas se ensancha conforme aumenta la edad de los estudiantes.

“También sigue habiendo brechas significativas en la salud de los residentes urbanos y los rurales, así como entre los residentes de distintas regiones. La mortandad infantil y materna son dos veces más altas en el campo que en las ciudades… Todos los indicadores muestran claras brechas de nutrición entre los niños rurales y los urbanos.”

Informe de desarrollo humano de China de 2005

Ha habido un agudo incremento en lo que se llama oficialmente “incidentes masivos de descontento” en el campo. Las protestas y motines campesinos han estado dirigidos contra la toma de tierras por parte de funcionarios locales sin la compensación adecuada y contra los gravámenes arbitrarios, la corrupción y otros abusos burocráticos. En respuesta, el régimen de Hu Jintao ha prometido, bajo la consigna de un “nuevo campo socialista”, mejorar las condiciones del campesinado. El peso de los gravámenes ha disminuido, las cuotas de escuelas primarias y secundarias serán eliminadas para muchos estudiantes rurales y el gobierno central se ha comprometido a destinar más dinero a programas sociales e inversión en infraestructura en las áreas rurales. Sin embargo, como señaló el Economist (11 de marzo de 2006):

“Estas medidas no anuncian ningún cambio importante de políticas. El gasto del gobierno central en el campo seguirá sin pasar del 8.9 por ciento del total del gasto gubernamental, una cifra mayor que el 8.8 por ciento del año pasado pero menor al 9.2 por ciento de 2004. Abolir el impuesto agrícola y otras cuotas impuestas a los campesinos le ahorrará a cada trabajador rural un promedio de 156 yuanes (19 dólares) al año: alrededor de un 4.8 por ciento del ingreso neto.”

Una verdadera disminución de la brecha entre la China rural y la urbana requerirá la redistribución y reasignación masivas de recursos económicos. Introducir tecnología moderna en el campo —desde maquinaria hasta fertilizantes químicos y todo el complejo del cultivo científico— requeriría una base industrial cualitativamente más alta de la que existe hoy. A su vez, un aumento de la productividad agrícola aumentaría la necesidad de una inmensa expansión de empleos industriales en las áreas urbanas para absorber el vasto excedente de mano de obra que el campo ya no necesitaría. Claramente, eso significaría un proceso largo, particularmente dado lo limitado del tamaño y la productividad relativamente baja que aún tiene la base industrial de China. Tanto el ritmo de esta perspectiva como, en última instancia, la posibilidad misma de realizarla, dependen de la ayuda que recibiera China de un Japón socialista o de unos Estados Unidos socialistas, lo que subraya la necesidad de una revolución proletaria internacional.

El proletariado chino y la revolución socialista mundial

Aunque Hart-Landsberg y Burkett argumentan que las condiciones del campesinado y la clase obrera chinos han empeorado durante la era de “reformas”, el eje de su posición yace en un plano fundamentalmente distinto. Condenan el desarrollo de la clase obrera industrial más grande del mundo e identifican esto con la “restauración” del capitalismo. Aquí su perspectiva anarco-populista se contrapone directamente al entendimiento marxista del progreso social y la diferencia de clase entre obreros y campesinos. En su respuesta a Lippit, citan favorablemente una declaración de Tai-lok Lui, un académico izquierdista que participó en la discusión sobre “China y el socialismo” de Critical Asian Studies: “La reforma económica posterior a 1978 ha producido la verdadera proletarización de los obreros y granjeros de China. Realmente han quedado subordinados al mercado y separados de la propiedad de los medios de producción.”

¿Qué quiere decir Tai-lok Lui, para quien las “reformas de mercado” equivalen a la restauración del capitalismo, cuando escribe que el enorme crecimiento del proletariado chino vino acompañado por su separación de “la propiedad de los medios de producción”? Presumiblemente se refiere, además de las privatizaciones de la industria, a la liquidación de las comunas rurales de la era de Mao, que abarcaban a la gran mayoría de la población. Estas comunas eran básicamente un agregado de propiedades campesinas atrasadas que utilizaban métodos que requieren mucha mano de obra y una tecnología relativamente primitiva. En la medida en que la China de Mao era relativamente más igualitaria que la de Deng y sus sucesores, ésta era una igualdad de pobreza en una sociedad abrumadoramente rural.

Para entender el significado histórico de la transformación de un vasto sector del campesinado de China en proletarios, es útil revisar el libro de Karl Kautsky, La cuestión agraria (1899). Lenin lo consideraba una contribución muy importante al entendimiento de la economía mundial moderna. (El revisionismo derechista posterior de Kautsky y su hostilidad a la Revolución Bolchevique no niegan el valor de sus obras anteriores.) Existe, desde luego, una diferencia fundamental entre el carácter de clase de la Alemania imperial de finales del siglo XIX que describió Kautsky y el de la República Popular China. Sin embargo, hay un paralelismo en los efectos sociales de la proletarización del campesinado chino bajo la economía del “socialismo de mercado”. Como escribió Kautsky:

“La fábrica, al juntar los obreros dispersos facilita su entendimiento y pone en comunicación al pueblo industrial con el resto del mundo, porque desarrolla los medios de transporte y atrae los obreros más inteligentes de la ciudad.

“Sirve también de medio para poner en contacto parte de la población agrícola con el proletariado urbano, para despertar en ella la necesidad de la lucha de emancipación y para inducirla a tomar parte activa en esta lucha cuando las circunstancias sean favorables.”

De hecho, los obreros que emigran del campo han estado al frente de luchas obreras recientes en China. En el sureste, muchas jóvenes migrantes se han ido a huelga o se han negado a trabajar bajo las horribles condiciones de los talleres de hambre, produciendo una severa escasez de mano de obra desde el verano de 2004. En Shanghai y Beijing, los obreros migrantes, que conforman el 80 por ciento de la fuerza de trabajo en la industria de la construcción en auge, han conseguido mediante luchas mejores condiciones de trabajo.

Si bien las restricciones al traslado desde la China rural a la urbana se han relajado en las últimas décadas, no han sido eliminadas. Los migrantes, obligados a aceptar los trabajos más peligrosos y degradantes, carecen de los derechos legales de los residentes urbanos y típicamente son forzados a vivir en áreas segregadas. Muchos obreros urbanos miran con desdén a los migrantes, pues piensan que les roban los empleos y deprimen los salarios. Un partido de vanguardia revolucionario en China hoy lucharía por unir a todos los sectores de la clase obrera en alianza con los trabajadores del campo y los pobres urbanos. La lucha por que los migrantes tengan todos los derechos de los que gozan los residentes legales, incluyendo el acceso a la atención médica, la vivienda y la educación pública, así como pago igual por trabajo igual, es parte integral de la perspectiva de una revolución política proletaria.

En su debate sobre China y el socialismo, el liberal Lippit y los autoproclamados marxistas Hart-Landsberg y Burkett comparten un marco fundamentalmente falso. Al nivel económico, uno y otros rechazan el entendimiento marxista de que el capitalismo es un obstáculo al desarrollo global de las fuerzas productivas, y de que éstas sólo podrán progresar sobre la base de una economía internacional planificada y socialista. Al nivel político, uno y otros rechazan la perspectiva de la revolución proletaria mundial como el único medio para alcanzar una sociedad así, resolviendo finalmente el problema de la escasez.

En su análisis seminal de la degeneración estalinista de la URSS, La revolución traicionada (1936), Trotsky cita el comentario de Marx en La ideología alemana (1846) de que “…el desarrollo de las fuerzas productivas es prácticamente la primera condición absolutamente necesaria (del comunismo) por esta razón: que sin él sí se socializaría la indigencia y ésta haría recomenzar la lucha por lo necesario, y recomenzaría, consecuentemente, todo el viejo caos...” Con “todo el viejo caos”, Marx se refería a la opresión de clase, la desigualdad y la explotación. Repudiando totalmente este entendimiento materialista, los estalinistas predicaban la idiotez de que el socialismo podría construirse en un solo país si tan sólo se impidiera la intervención militar imperialista. El corolario de esta perversión del marxismo fueron las traiciones estalinistas a las revoluciones proletarias internacionalmente. En la Unión Soviética, el resultado final fue la devastadora contrarrevolución capitalista. En China, el mal gobierno de los estalinistas ha producido una sociedad plagada de contradicciones y descontento social.

Hoy, la República Popular China muestra tanto las tremendas ventajas que trajo consigo el derrocamiento del sistema capitalista —centralmente, un nivel de crecimiento económico que sobrepasa por mucho al de las neocolonias capitalistas como la India— como los frutos profundamente negativos del dominio burocrático estalinista. Estos incluyen un agudo aumento en la desigualdad, el crecimiento de nuevas fuerzas burguesas entretejidas con la burocracia parasitaria y la amenaza creciente de una contrarrevolución capitalista que destruya las conquistas de las masas obreras y campesinas chinas. Se debe forjar un partido leninista-trotskista que dirija a la inmensa y poderosa clase obrera china al frente de los campesinos y los pobres urbanos en una revolución política proletaria. Como escribió Trotsky en La revolución traicionada:

“No se trata de remplazar un grupo dirigente por otro, sino de cambiar los métodos mismos de la dirección económica y cultural. La arbitrariedad burocrática deberá ceder el lugar a la democracia soviética. El restablecimiento del derecho de crítica y de una libertad electoral auténtica son condiciones necesarias para el desarrollo del país. El restablecimiento de la libertad de los partidos soviéticos y el renacimiento de los sindicatos están implicados. La democracia provocará, en la economía, la revisión radical de los planes en beneficio de los trabajadores… Las ‘normas burguesas de reparto’ serán reducidas a las proporciones estrictamente exigidas por la necesidad y retrocederán a medida que la riqueza social crezca, ante la igualdad socialista… La juventud podrá respirar libremente, criticar, equivocarse, madurar. La ciencia y el arte sacudirán sus cadenas. La política extranjera renovará la tradición del internacionalismo revolucionario.”